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Lois Bujold: Hermanos de armas

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Lois Bujold Hermanos de armas

Hermanos de armas: краткое содержание, описание и аннотация

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El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

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Miles miró a su alrededor para decidir a quién asesinar primero. El que había abierto la puerta destacaba, ya que sólo llevaba puesta la ropa interior.

—Es el almirante Naismith —siseó el portero. Se puso firmes, más o menos, y saludó.

—¿A qué cuerpo pertenece usted, soldado? —rugió Miles.

Las manos del hombre hicieron pequeños movimientos, como para ofrecer una explicación por medio de mímica. Miles no pudo sacarle su nombre.

Otro dendarii, éste de uniforme, permanecía sentado en el suelo con la espalda apoyada en una columna. Miles se agachó. Pensó en obligarlo a ponerse en pie, o al menos de rodillas, cogiéndolo por la chaqueta. Lo miró a la cara. Unos ojillos rojos como carbones encendidos en las cavernas de sus cuencas lo miraron sin reconocerlo.

—¡Uf! —murmuró Miles, y se levantó sin intentar comunicarse. La conciencia de aquel soldado estaba en algún lugar en el espacio del agujero de gusano.

—¿A quién le importa? —dijo una voz ronca desde el suelo, tras uno de los pocos estantes que no habían sido volcados con violencia—. ¿A quién demonios le importa?

«Oh, aquí tenemos hoy a la flor y nata, ¿no?», pensó Miles con amargura. Una persona erecta surgió de detrás del estante.

—No puede ser. Había desaparecido otra vez… —dijo.

Al fin alguien a quien Miles conocía por su nombre. Demasiado bien. Más explicaciones para el caso eran casi innecesarias.

—Ah, soldado Danio. Me alegra verle aquí.

Danio consiguió ponerse firmes, alzándose sobre Miles. Una antigua pistola, las cachas llenas de muescas, colgaba amenazante de su gruesa mano. Miles la señaló.

—¿Es ésta el arma mortal que me han dicho que venga a recoger? Hablaban como si hubieran bajado aquí la mitad de nuestro maldito arsenal.

—¡No, señor! —dijo Danio—. Eso iría contra las ordenanzas.

Acarició afectuosamente la pistola.

—Es de mi propiedad. Porque nunca se sabe. Hay locos por todas partes.

—¿Llevan ustedes otras armas?

—Yalen tiene su cuchillo de monte.

Miles logró controlar un retortijón de alivio prematuro. Al fin y al cabo, si aquellos subnormales actuaban por su cuenta, la Flota Dendarii tal vez no se viera involucrada oficialmente en aquel asunto.

—¿Sabían que llevar armas es un delito criminal en esta jurisdicción?

Danio lo meditó.

—Mariquitas —comentó por fin.

—En cualquier caso —dijo Miles con firmeza—, voy a tener que recogerlas y llevarlas a la nave insignia.

Miles se asomó detrás del estante. El hombre que estaba en el suelo (Yalen, presumiblemente) tenía en las manos un enorme pedazo de acero adecuado para abrir a un ciervo entero, si llegaba a encontrar uno bramando por las calles metálicas y las aeropistas de Londres. Miles, tras pensárselo, se lo pidió.

—Entrégueme ese cuchillo, soldado Danio.

Danio soltó el arma de la tenaza de su camarada.

—Nooo… —dijo el que estaba en posición horizontal.

Miles respiró más tranquilo cuando tuvo las dos armas en las manos.

—Ahora, Danio… rápido, porque se están poniendo nerviosos ahí fuera… ¿Qué ha pasado aquí exactamente?

—Bueno, señor, estábamos celebrando una fiesta. Habíamos alquilado una habitación —señaló con la cabeza al portero medio desnudo que escuchaba cerca—. Nos quedamos sin suministros y vinimos aquí a comprar más, porque estaba cerquita. ¡Lo teníamos todo preparado y empaquetado, y entonces la zorra no quiso aceptar nuestro crédito! ¡Buen crédito dendarii!

—¿La zorra…? —Miles miró en derredor y más allá del desarmado Yalen. «Oh, dioses…» La empleada de la tienda, una mujer regordeta de mediana edad, yacía de costado en el suelo al otro lado del estante, amordazada, atada con la chaqueta del soldado desnudo y sus pantalones.

Miles desenfundó el cuchillo de monte y se acercó. La mujer emitió histéricos sonidos guturales.

—Yo de usted no la soltaría —advirtió el soldado desnudo—. Hace un montón de ruido.

Miles se detuvo y estudió a la mujer. Su pelo gris destacaba salvajemente, excepto allí donde lo tenía pegado al cuello y la frente por el sudor. Sus ojos aterrorizados giraron enloquecidos; se debatió contra las ligaduras.

—Mm.

Miles se guardó el cuchillo en el cinturón temporalmente. Leyó por fin el nombre del soldado desnudo en su uniforme, e hizo una desagradable conexión mental.

—Xaviera. Sí, ahora lo recuerdo. Se portó usted bien en Dagoola.

Xaviera se enderezó aún más.

Maldición. Se acabó su incipiente plan de entregar a todo el grupo a las autoridades locales y rezar para que estuvieran aún en la cárcel cuando la flota abandonara la órbita. ¿Podría separar de algún modo a Xaviera de sus indignos camaradas? Ay, parecía que todos estaban en aquello juntos.

—Así que ella no quiso aceptar sus tarjetas de crédito. Usted, Xaviera… ¿qué pasó a continuación?

—Er… se intercambiaron insultos, señor.

—¿Y?

—Los nervios se desbocaron un tanto. Se lanzaron botellas y cayeron al suelo. La mujer llamó a la policía. Recibió un puñetazo —Xaviera miró con cautela a Danio.

Miles captó la falta de protagonistas de toda la acción en la sintaxis de Xaviera.

—¿Y?

—Y la policía llegó. Y les dijimos que volaríamos el lugar en pedazos si trataban de entrar.

—¿Y tienen ustedes los medios para llevar a cabo esa amenaza, soldado Xaviera?

—No, señor. Fue todo un farol. Intentaba pensar… bueno, qué haría usted en esta situación, señor.

«Éste es demasiado observador. Aunque esté como una cuba», pensó Miles con amargura. Suspiró y se pasó las manos por el pelo.

—¿Por qué no quiso aceptar sus tarjetas de crédito? ¿No son las Universales Terrestres que les asignaron en el espaciopuerto? No intentarían colarle las que quedaron de Mahata Solaris, ¿no?

—No, señor —dijo Xaviera. Sacó su tarjeta para probarlo. Parecía en orden. Miles se volvió con intención de pasarla por la comuconsola del mostrador, sólo para descubrir que había sido hecha pedazos de un disparo. El agujero de bala de la placa estaba centrado con precisión y debía de haber sido considerado el tiro de gracia, aunque la comuconsola aún emitía leves ruiditos de vez en cuando. Miles añadió su precio a la factura que llevaba ya en mente, y dio un respingo.

—De hecho —Xaviera se aclaró la garganta—, fue la máquina la que la escupió, señor.

—No tendría que haber hecho eso —empezó a decir Miles—, a menos…

«A menos que suceda algo en la central de cuentas», pensó. Sintió la boca del estómago súbitamente helada.

—Lo comprobaré —prometió—. Mientras tanto, tenemos que acabar con este asunto y sacarlos de aquí sin que los policías locales los frían a tiros.

Danio señaló excitado la pistola que Miles empuñaba.

—Podríamos abrirnos paso por detrás. Echar a correr hacia el tubo más cercano.

Miles, momentáneamente sin habla, pensó en cargarse a Danio con su propia pistola. El hombre se salvó solamente porque Miles tuvo en cuenta que el retroceso podría romperle el brazo. Se había roto la mano derecha en Dagoola y el recuerdo del dolor estaba aún fresco.

—No, Danio —dijo Miles cuando pudo controlar su voz—. Vamos a salir tranquilamente… muy tranquilamente, por la puerta principal. Y nos vamos a rendir.

—Pero los dendarii no se rinden nunca —dijo Xaviera.

—Esto no es una base de instrucción —dijo Miles con paciencia—. Es una licorería. O al menos lo era. Aún más, ni siquiera es nuestra licorería. —«Aunque sin duda me veré obligado a comprarla.»—. Piensen en los policías de Londres no como en sus enemigos, sino como en sus mejores amigos. Lo son, ¿saben? Porque —miró fríamente a Xaviera—, hasta que ellos acaben con ustedes, yo no podré empezar.

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