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Lois Bujold: Hermanos de armas

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Lois Bujold Hermanos de armas

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El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

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Un cascabeleo de risas, suave como campanillas, atrajo su atención hacia el otro extremo de la fuente. Ivan Vorpatril estaba apoyado en la barandilla cromada con la cabeza inclinada hacia una melena rubia. Ella iba vestida con un traje rosa salmón y plata que parecía ondular incluso mientras estaba quieta, como ahora. Una artística trenza de cabello dorado le caía sobre un hombro blanco. Sus uñas destellaron en rosa plateado cuando gesticuló animadamente.

Tabor susurró algo, se inclinó con exquisitez sobre la mano de la matrona y siguió de largo. Miles lo vio a continuación al otro lado de la fuente, situándose cerca de Ivan… pero sospechó que no eran secretos militares lo que buscaba. No era extraño que hubiera parecido interesado en Miles sólo de refilón. Pero el acecho a la rubia fue interrumpido por una señal de su embajador, y Tabor tuvo que acompañar a los dignatarios a la salida.

—Es un joven tan agradable, lord Vorpatril —canturreó la matrona de Miles—. Lo apreciamos mucho por aquí. La esposa del embajador me ha dicho que son ustedes parientes, ¿no es así? —ladeó la cabeza, animada y expectante.

—Primos, más o menos —explicó Miles—. Ah… ¿quién es la joven dama que le acompaña?

La matrona sonrió orgullosa.

—Es mi hija, Sylveth.

Hija, por supuesto. El embajador y su esposa tenían una aguda apreciación barrayaresa de los matices del rango social. Miles, al ser el mayor del linaje familiar y por ende hijo del primer ministro conde Vorkosigan, superaba a Ivan social aunque no militarmente. Lo que significaba, oh Dios, que estaba condenado. Quedaría atrapado con todas las matronas VIP eternamente mientras que Ivan… Ivan se llevaría a todas las hijas.

—Una pareja encantadora —dijo, haciendo un esfuerzo.

—¿Verdad que sí? ¿Qué tipo de primos, lord Vorkosigan?

—¿Uh? Oh, Ivan y yo, sí. Nuestras abuelas eran hermanas. Mi abuela fue la hija mayor del príncipe Xav Vorbarra, la de Ivan la más joven.

—¿Princesas? Qué romántico.

Miles pensó en describir con detalle cómo su abuela, su hermano y la mayoría de sus hijos habían sido convertidos en carne picada durante el reino de terror del loco emperador Yuri. No, la esposa del alcalde podría considerarlo un relato de miedo pasado de moda, o aún peor, una historia romántica. Miles dudaba de que pudiera comprender la violenta estupidez de los asuntos de Yuri, con sus consiguientes huidas en todas direcciones para complicar la historia de Barrayar hasta la fecha.

—¿Posee un castillo lord Vorpatril? —inquirió ella, con segundas.

—Ah, no. Su madre, mi tía Vorpatril —«que es una barracuda social que te comería viva»—, tiene un apartamento muy bonito en la capital de Vorbarr Sultana. —Miles hizo una pausa—. Nosotros solíamos tener un castillo. Pero acabó ardiendo al final de la Era del Aislamiento.

—Un castillo en ruinas. Es casi mejor.

—Pintoresco como el infierno —le aseguró Miles.

Alguien había dejado un platito con los restos de los aperitivos apoyado en la barandilla, junto a la fuente. Miles cogió el bollito de pan y empezó a lanzar migas para los peces de colores, que se acercaron a devorarlas de un breve bocado.

Uno se negó a morder el anzuelo y permaneció acechando en el fondo. Qué interesante, un pez de colores que no comía… bueno, era una solución a los problemas de inventario de peces de Ivan. Quizás el pez testarudo era una maligna construcción cetagandana, cuyas frías escamas brillaban como si fueran de oro porque lo eran.

Miles podría sacarlo del agua de un salto felino, aplastarlo con el pie en medio de un chasquido mecánico y un chisporroteo metálico, y luego alzarlo con un grito triunfal:

—¡Ah! ¡Gracias a mi inteligencia y mis rápidos reflejos, he descubierto al espía!

Pero si sus suposiciones eran equivocadas, ah. El chirrido viscoso bajo sus botas, la matrona retrocediendo, y el hijo del primer ministro de Barrayar habría adquirido una instantánea reputación de tener serias dificultades emocionales…

—¡Ajá! —se imaginó riéndose ante la vieja horrorizada mientras las vísceras del pez se rebullían bajo sus pies—. ¡Tendría que ver lo que hago con los gatitos!

El gran pez de colores se alzó perezosamente por fin y cogió la miga con una salpicadura que ensució las pulcras botas de Miles. «Gracias, pez. Me acabas de salvar de una tremenda vergüenza social.» Naturalmente, si los artificieros cetagandanos eran realmente listos, habrían diseñado un pez mecánico que comiera de verdad y excretara un poco…

La esposa del alcalde acababa de hacer otra interesante pregunta sobre Ivan, que Miles, entretenido, no había acabado de pillar.

—Sí, es una lástima lo de su enfermedad —murmuró, y se preparaba para enzarzarse en un monólogo sobre los malignos genes de Ivan, debidos a la consanguinidad aristocrática, las zonas de radiación tras la primera guerra cetagandana y el loco emperador Yuri, cuando el comunicador que llevaba en el bolsillo trinó.

—Discúlpeme, señora. Me llaman.

«Bendita seas, Elli», pensó mientras abandonaba a la matrona para encontrar un rincón tranquilo desde donde contestar. No había cetagandanos a la vista. Encontró un hueco libre en el segundo piso e inició la comunicación.

—¿Sí, comandante Quinn?

—Miles, gracias a Dios —su voz era apremiante—. Parece que tenemos una Situación aquí, y eres el oficial dendarii más cercano.

—¿Qué tipo de situación? —no le importaban las situaciones en mayúsculas. Elli no solía dejarse llevar por el pánico ni era dada a las exageraciones. Su estómago se tensó, nervioso.

—No he podido conseguir detalles fiables, pero parece que cuatro o cinco de nuestros soldados de permiso en Londres se han encerrado en una especie de tienda con un rehén, y se enfrentan a la policía. Van armados.

—¿Nuestros chicos o la policía?

—Por desgracia, ambos. El comandante de la policía con el que hablé parecía dispuesto a manchar las paredes de sangre. Muy pronto.

—Tanto peor. ¿Qué demonios piensan que están haciendo?

—Que me aspen si lo sé. Estoy en órbita ahora mismo, preparándome para partir, pero pasarán entre cuarenta y cinco minutos y una hora antes de que consiga llegar. Tung está en una posición aún peor, ya que el vuelo suborbital desde Brasil dura dos horas. Pero creo que tú podrías estar allí en diez minutos. Ten, introduciré la dirección en tu comunicador.

—¿Cómo se ha permitido que nuestros chicos lleven armas dendarii a tierra?

—Buena pregunta, pero me temo que tendremos que reservarla para el post mortem. Es una forma de hablar —dijo, sombría—. ¿Encontrarás el lugar?

Miles miró la dirección en su lector.

—Creo que sí. Te veré allí.

De algún modo…

—Bien. Corto y cierro.

La comunicación se cortó con un chasquido.

3

Miles se metió el comunicador en el bolsillo y echó un vistazo al salón principal. La recepción iba en declive. Tal vez un centenar de asistentes constituían todavía un deslumbrante despliegue de modas terrestres y galácticas, y había un buen montón de uniformes además de los de Barrayar. Unos cuantos de los primeros en llegar se marchaban ya, franqueando las medidas de seguridad acompañados por sus escoltas barrayareses. Al parecer los cetagandanos se habían ido con sus amigos. Su escapada debía de ser oportuna más que astuta.

Ivan estaba aún charlando con su bella acompañante al otro lado de la fuente. Miles lo asaltó, implacable.

—Ivan. Reúnete conmigo en la puerta principal dentro de cinco minutos.

—¿Qué?

—Es una emergencia. Ya te lo explicaré más tarde.

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