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Lois Bujold: Hermanos de armas

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Lois Bujold Hermanos de armas

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El inefable Miles Vorkosigan se encuentra en esta ocasión en la Tierra, sin dinero y con los dolores de cabeza que le da el interpretar a dos personajes a la vez con sus respectivos enemigos. La situación se complica cuando algunos de sus hombres organizan un escándalo en una tienda de licores cuando la máquina no les acepta la tarjeta de crédito. Por culpa de una periodista perspicaz Miles se ve obligado a dar una nueva vuelta de tuerca en su farsa: decide que su otra identidad es en realidad un clon suyo, y engaña a la periodista. Sin embargo, lo que no se podía esperar es que realmente un clon suyo estuviera dispuesto a reemplazarle.

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—Sí, señor —suspiró Miles—. Pero sigo necesitando contactar con los dendarii, por si se produce una emergencia.

—Me encargaré de que la comandante Quinn reciba un enlace comunicador seguro cuando se marche. De hecho —tocó su comuconsola—, ¿sargento Barth?

—¿Sí, señor? —respondió una voz.

—¿Tiene preparado ya ese comunicador?

—Acabo de terminar de codificarlo, señor.

—Bien, tráigalo a mi despacho.

Barth, todavía de civil, apareció en cuestión de segundos. Galeni acompañó a Elli a la salida.

—El sargento Barth la escoltará fuera de la embajada, comandante Quinn.

Ella miró por encima del hombro a Miles, que le esbozó un saludo tranquilizador.

—¿Qué les digo a los dendarii? —preguntó.

—Diles… diles que sus fondos vienen de camino —respondió Miles. Las puertas se cerraron con un susurro, eclipsándola.

Galeni regresó a la comuconsola, que parpadeaba para llamar su atención.

—Vorpatril, por favor, encárguese de que su primo se libre de ese… disfraz, y de que llevar un uniforme adecuado sea la principal prioridad.

«¿Le asusta el almirante Naismith… sólo un poco, señor?», se preguntó Miles, irritado.

—El uniforme dendarii es tan auténtico como el suyo propio, señor.

Galeni se lo quedó mirando desde el otro lado de su mesa destellante.

—No puedo saberlo, teniente. Mi padre sólo pudo comprarme soldaditos de juguete cuando yo era niño. Pueden retirarse.

Miles, ardiendo, esperó a que las puertas se hubieran cerrado tras ellos antes de quitarse la chaqueta gris y blanca y arrojarla al suelo del pasillo.

—¡Disfraz! ¡Soldaditos de juguete! ¡Creo que voy a matar a ese komarrés hijo de puta!

—Oh —dijo Ivan—. Sí que estamos quisquillosos hoy.

—¡Has oído lo que ha dicho!

—Sí, claro… Galeni tiene razón. Un poco de regulación nunca viene mal. Hay una docena de pequeños puestos de mercenarios dispersos por todos los rincones del nexo de agujero de gusano. Algunos de ellos hacen equilibrios entre lo legal y lo ilegal. ¿Cómo puede saber que tus dendarii no están a un paso de convertirse en secuestradores?

Miles recogió la chaquetilla del uniforme, la sacudió y la dobló cuidadosamente sobre su brazo.

—Ja.

—Vamos —dijo Ivan—. Te llevaré a intendencia y te buscaré un traje más de tu gusto.

—¿Tienen algo de mi tamaño?

—Hacen un mapa-láser de tu cuerpo y confeccionan las prendas una a una, todo controlado por ordenador, igual que ese pirata carero al que acudes en Vorbarr Sultana. Esto es la Tierra, hijo.

—Mi hombre en Barrayar lleva diez años confeccionándome la ropa. Tiene algunos trucos que no están en el ordenador… Bueno, supongo que sobreviviré. ¿Puede fabricar la embajada ropa civil?

Ivan hizo una mueca.

—Si tus gustos son conservadores. Pero si quieres algo de moda para asombrar a las chicas locales, debes ir a otro sitio.

—Con Galeni como carabina, tengo la impresión de que no voy a poder ir muy lejos —suspiró Miles—. Tendrá que valer.

Miles contempló la manga verde bosque de su uniforme de gala barrayarés, alisó el puño y alzó la barbilla para acomodar mejor la cabeza al cuello alto. Casi había olvidado lo incómodo que era aquel maldito cuello. Por delante, los rectángulos rojos de su rango de teniente se le clavaban en la mandíbula; por detrás, se le enganchaba en el pelo, aún sin cortar. Y las botas le daban calor. El hueso del pie izquierdo que se había roto en Dagoola aún le dolía, incluso después de que lo hubieran vuelto a romper, enderezado y tratado con estimulación eléctrica.

Con todo, el uniforme verde era su hogar. Su auténtico yo. Tal vez fuera el momento de tomarse unas vacaciones del almirante Naismith y sus intratables responsabilidades, hora de recordar los problemas más razonables del teniente Vorkosigan cuya única tarea era ahora aprender los procedimientos de una pequeña oficina y soportar a Ivan Vorpatril. Los dendarii no le necesitaban para dirigir su descanso y el rutinario avituallamiento, ni podría haber preparado una desaparición más segura y concienzuda para el almirante Naismith.

El destino de Ivan era una diminuta habitación sin ventanas situada en las entrañas de la embajada; su tarea: suministrar cientos de discos de datos a un ordenador seguro que los concentraba en resúmenes semanales de la situación de la Tierra para enviarlos al jefe Illyan y al personal general de Barrayar. Allí, supuso Miles, eran filtrados por ordenador con cientos de otros informes similares para crear la visión del universo que tenía Barrayar. Miles esperaba fervientemente que Ivan no estuviera anotando kilovatios y megavatios en la misma columna.

—Con diferencia, el grueso de este material consiste en estadísticas públicas —explicaba Ivan, sentado ante su consola y con aspecto complacido—. Variaciones de población, cifras de producción agrícola e industrial, los presupuestos militares publicados de las diversas facciones políticas. El ordenador los calibra de dieciséis formas distintas y llama la atención cuando no encajan. Como en su origen también hay ordenadores, esto no sucede demasiado a menudo… todas las mentiras son coladas antes de que lleguen a nosotros, dice Galeni. Más importante para Barrayar son los informes de movimiento de las naves que entran y salen del espacio local terrestre.

»Luego tenemos material más interesante, auténtico trabajo de espías. Hay varios centenares de personas en la Tierra a quienes esta embajada intenta seguir la pista, por una razón de seguridad u otra. Uno de los grupos mayores es el de los expatriados komarreses rebeldes.

Un gesto con la mano, y docenas de rostros se sucedieron sobre la placa vid.

—¿Ah, sí? —dijo Miles, interesado a su pesar—. ¿Tiene Galeni contactos secretos con ellos y cosas así? ¿Por eso lo han destinado aquí? Doble agente… triple agente.

—Qué más quisiera Illyan —respondió Ivan—. Por lo que sé, consideran a Galeni un apestado. Un colaborador maligno con los opresores imperialistas y todo eso.

—Sin duda no supondrán una gran amenaza para Barrayar a estas alturas y esta distancia. Refugiados…

—Algunos fueron los refugiados listos, te lo advierto, los que sacaron su dinero antes de que la cosa estallara. Algunos tuvieron relación con la financiación de la revuelta komarresa durante la Regencia… la mayoría son ahora mucho más pobres. Viejos además. Otra media generación, si la política de integración de tu padre funciona, y habrán perdido por completo el impulso; eso dice el capitán Galeni.

Ivan cogió otro disco de datos.

—Y finalmente llegamos a la auténtica patata caliente, que es seguir la pista de lo que hacen las otras embajadas. Como la cetagandana.

—Espero que estén en el otro lado del planeta —dijo Miles con toda sinceridad.

—No, la mayoría de las embajadas y los consulados galácticos están concentrados aquí, en Londres. Eso hace que vigilarnos unos a otros resulte mucho más cómodo.

—Dioses —gimió Miles—, no me digas que están al otro lado de la calle o algo por el estilo.

Ivan sonrió.

—Casi. Están a unos dos kilómetros de distancia. Asistimos mucho a las recepciones mutuas, para practicar nuestras habilidades sinuosas, y jugar al sé-que-sabes-que-sé.

Miles se sentó, hiperventilando un poco.

—Oh, mierda.

—¿Qué te pasa, primito?

—Esa gente está intentando matarme.

—No, hombre, no. Empezarían una guerra. Ahora mismo estamos en paz, más o menos, ¿recuerdas?

—Bueno, intentan matar al almirante Naismith, al menos.

—Que desapareció ayer.

—Sí, pero… uno de los motivos por los que toda la cortina de humo de los dendarii ha aguantado tanto tiempo es la distancia. El almirante Naismith y el teniente Vorkosigan nunca aparecen a menos de cientos de años luz el uno del otro. Nunca hemos sido atrapados en el mismo planeta juntos, mucho menos en la misma ciudad.

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