Lisa Smith - Despertar
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– ¿Por qué me odias?
La miró sorprendido, y por un momento no pareció capaz de encontrar palabras. Luego dijo:
– No te odio.
– Sí lo haces -replicó Elena-. Sé que no… no es de buena educación decirlo, pero no me importa. Sé que debería estarte agradecida por salvarme esta noche, pero tampoco me importa. No te pedí que me salvaras. Para empezar, ni siquiera sé por qué estabas en el cementerio. Y, desde luego, no comprendo por qué lo hiciste, teniendo en cuenta lo que sientes respecto a mí.
Él negaba con la cabeza, pero su voz era baja.
– No te odio.
– Ya desde el principio me has evitado como si yo fuera… fuera alguna especie de leprosa. Intenté ser simpática contigo, y me lo echaste en cara. ¿Es eso lo que hace un caballero cuando alguien intenta darle la bienvenida?
Él intentaba decir algo, pero ella siguió imparable, sin prestarle atención.
– Me desairaste en público una y otra vez; me has humillado en la escuela. No estarías hablando conmigo ahora si no se hubiera tratado de una cuestión de vida o muerte. ¿Es eso lo que hace falta para sacarte una palabra? ¿Es necesario que alguien esté a punto de ser asesinado?
»E incluso ahora -prosiguió ella con amargura- no quieres ni que me acerque a ti. ¿Qué te sucede, Stefan Salvatore, para que tengas que vivir así? ¿Para que tengas que alzar muros ante la gente para mantenerla fuera? ¿Para que no puedas confiar en nadie? ¿Qué es lo que te pasa?
Él permaneció callado ahora, con el rostro desviado. Ella aspiró profundamente y luego irguió los hombros, alzando la cabeza incluso a pesar de que tenía los ojos doloridos y ardiendo.
– ¿Y qué hay de malo en mí -añadió en voz más sosegada- para que seas incapaz de mirarme siquiera, pero puedas dejar que Caroline Forbes se desviva por ti? Tengo derecho a saber esto, al menos. No volveré a molestarte jamás, ni siquiera te hablaré en el instituto, pero quiero saber la verdad antes de irme. ¿Por qué me odias tanto, Stefan?
Lentamente, el muchacho se volvió y alzó la cabeza. Sus ojos estaban sombríos, sin vida, y algo se retorció en Elena ante el dolor que vio en su rostro.
Stefan apenas podía mantener su voz bajo control. Ella pudo oír el esfuerzo que le costaba hablar con serenidad.
– Sí -dijo-; creo que tienes derecho a saberlo, Elena.
Los ojos del chico se fijaron en los suyos, devolviéndole la mirada directamente, y ella pensó: «¿Tan malo es?».
– No te odio -continuó él, pronunciando cada palabra con cuidado, con claridad-. No te he odiado nunca. Pero tú… me recuerdas a alguien.
Elena se sintió desconcertada. Fuera lo que fuera lo que había esperado, no era eso.
– ¿Te recuerdo a otra persona que conoces?
– A alguien que conocí -respondió él en voz baja-. Pero -añadió despacio, como descifrando algo por sí mismo- no eres como ella realmente. Se parecía a ti, pero era frágil, delicada y vulnerable. Tanto interior como exteriormente.
– Y yo no lo soy.
El muchacho emitió un sonido que podría haber sido una carcajada de haber habido algo de humor en él.
– No. Tú eres una luchadora. Tú eres… tú misma.
Elena permaneció en silencio un momento. No podía prolongar su enojo viendo el dolor que había en el rostro de Stefan Salvatore.
– ¿Estabas muy unido a ella?
– Sí.
– ¿Qué sucedió?
Hubo una larga pausa, tan larga que Elena pensó que no iba a responderle. Pero por fin dijo:
– Murió.
Elena soltó aire trémulamente. Lo que quedaba de su enojo se dobló sobre sí mismo y la abandonó.
– Eso debió de dolerte horriblemente -dijo en voz baja, pensando en la lápida blanca de los Gilbert que se alzaba entre la hierba-. Lo siento mucho.
Él no dijo nada. Su rostro se había vuelto a cerrar y parecía mirar algo a lo lejos, algo terrible y desgarrador que sólo él podía ver. Pero no había únicamente pesar en su expresión. A través de los muros, a través de todo su tembloroso control, ella pudo ver la expresión torturada de una culpa y soledad insoportables. Una expresión tan perdida y angustiada que ya se había colocado junto a él antes de darse cuenta de lo que hacía.
– Stefan -susurró.
No pareció oírla; parecía ir a la deriva en su propio mundo de aflicción.
Elena no pudo evitar posar una mano sobre su brazo.
– Stefan, sé lo que duele…
– No puedes saberlo -estalló él, toda su tranquilidad explotando en una furia colérica.
Bajó la mirada hacia la mano de Elena como si acabara de advertir que estaba allí, como enfurecido por su desfachatez al tocarle. Los ojos verdes estaban dilatados y oscuros cuando le apartó la mano violentamente, alzando la suya para impedirle que volviera a tocarle…
… y de algún modo, en lugar de ello, le sujetaba la mano, sus dedos fuertemente entrelazados con los de ella, aferrados como si le fuera la vida en ello. Bajó los ojos hacia sus manos juntas lleno de perplejidad. Luego, despacio, su mirada se movió de sus dedos enlazados al rostro de la muchacha.
– Elena… -musitó.
Y entonces ella la vio, vio la angustia haciendo añicos su mirada, como si sencillamente él ya no pudiera luchar más. La derrota a medida que los muros se desmoronaban por fin y veía lo que había debajo.
Y entonces, sin poderlo evitar, él inclinó la cabeza hacia sus labios.
– Espera…, para aquí -dijo Bonnie-. Me pareció ver algo.
El abollado Ford de Matt aminoró la marcha, acercándose lentamente al borde de la carretera, donde zarzas y matorrales crecían tupidos. Algo blanco centelleó allí, yendo hacia ellos.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo Meredith-. Es Vickie Bennett.
La joven apareció dando traspiés en la trayectoria de los faros y se quedó allí, tambaleante, mientras Matt frenaba en seco. Los cabellos castaño claro de la muchacha estaban enmarañados y desaliñados, y los ojos miraban vidriosos en un rostro tiznado y sucio de tierra. Llevaba puesta únicamente su ropa interior.
– Metedla en el coche -dijo Matt.
Meredith abría ya la portezuela del coche. Saltó afuera y corrió al encuentro de la aturdida muchacha.
– Vickie, ¿estás bien? ¿Qué te ha sucedido?
Vickie gimió, sin dejar de mirar directamente al frente. Luego pareció ver de improviso a Meredith y se aferró a ella, clavándole las uñas en los brazos.
– Marchaos de aquí -dijo con los ojos llenos de desesperada intensidad, la voz extraña y pastosa, como si tuviera algo en la boca-. Todos vosotros… ¡marchaos de aquí! Ya viene.
– ¿Quién viene? Vickie, ¿dónde está Elena?
– Marchaos ahora…
Meredith miró carretera adelante y luego se llevó a la temblorosa muchacha al coche.
– Te sacaremos de aquí -dijo-, pero tienes que decirnos qué ha sucedido. Bonnie, dame tu chal. Está helada.
– Y herida -dijo Matt sombrío-. Parece en estado de choque o algo así. La cuestión es, ¿dónde están los demás? Vickie, ¿iba Elena contigo?
Vickie sollozó, cubriéndose el rostro con las manos mientras Meredith colocaba el irisado chal de Bonnie alrededor de sus hombros.
– No…, Dick -dijo de un modo ininteligible; parecía como si hablar le provocara dolor-. Estábamos en la iglesia…, fue horrible. Apareció… como neblina todo alrededor. Neblina oscura. Y ojos. Vi sus ojos allí en la oscuridad, ardiendo. Me quemaron…
– Delira -dijo Bonnie-. O está histérica, o como queráis llamarlo.
– Vickie, por favor -dijo Matt, hablando despacio y con claridad-, sólo dinos una cosa. ¿Dónde está Elena? ¿Qué le sucedió?
– No lo sé -Vickie alzó un rostro manchado de lágrimas hacia el cielo-. Dick y yo… estábamos solos. Estábamos… y entonces de repente todo se oscureció a nuestro alrededor. No podía correr. Elena dijo que la tumba se había abierto. A lo mejor fue de ahí de donde salió. Fue horrible…
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