Como de costumbre, si encontraba o no lo que tenía que buscar no importaba mucho.
Yo solía alejarme de la troupe a última hora de la tarde. Siempre tenía que hacer algún encargo mientras mis padres preparaban la cena. Pero en realidad eso solo era una excusa para separarnos un rato. En el camino es difícil encontrar momentos de intimidad, y ellos los necesitaban tanto como yo. Así que si yo tardaba una hora en reunir un montón de leña, a mis padres no les importaba. Y si, cuando volvía, ellos no habían empezado a preparar la cena… Bueno, estaban en su derecho, ¿no?
Espero que pasaran esas últimas horas a gusto. Espero que no las malgastaran en tareas tontas como encender el fuego o trocear las verduras para la cena. Espero que cantaran juntos, como solían hacer. Espero que se retiraran a nuestro carromato y que pasasen un rato el uno en los brazos del otro. Espero que después se tumbaran lado a lado y hablasen en voz baja de cosas sin importancia. Espero que estuvieran juntos, amándose el uno al otro, hasta que llegó el final.
Es una esperanza pequeña, y en realidad absurda, porque de todas formas están muertos.
Pero yo lo espero.
Pasemos por alto el rato que pasé solo en el bosque esa tarde, jugando a juegos que los niños inventan para distraerse. Fueron las últimas horas despreocupadas de mi vida. Los últimos momentos de mi infancia.
Pasemos por alto mi regreso al campamento cuando empezaba a ponerse el sol. La imagen de los cadáveres esparcidos por el suelo como muñecas rotas. El olor a sangre y a pelo quemado. Cómo me paseé sin rumbo por allí, demasiado desorientado para sentir verdadero pánico, conmocionado y petrificado de miedo.
De hecho, me gustaría pasar por alto todo lo que ocurrió aquella noche. Os ahorraría los detalles si no fueran necesarios para la historia. Pero son vitales. Son el eje sobre el que pivota la historia, como una puerta que se abre. En cierto sentido, aquí es donde empieza la historia.
Así que vamos allá.
Había nubes de humo suspendidas en el aire. Reinaba el silencio, como si todos los miembros de la troupe aguzaran el oído para oír algo. Como si todos contuvieran la respiración. Una débil brisa agitó las hojas de los árboles y empujó una nube de humo hacia mí. Salí del bosque y me adentré en el humo, en dirección al campamento.
Salí de la nube de humo y me froté los ojos, que me escocían. Miré alrededor y vi la tienda de Trip medio derrumbada sobre un fuego. La lona, pisoteada, ardía de manera irregular, y el humo, acre y gris, se mantenía cerca del suelo.
Vi el cadáver de Teren junto a su carromato, con la espada rota en la mano. Tenía la ropa, de color verde y gris, empapada y teñida de rojo. Una pierna se le torcía en un ángulo absurdo, y el hueso, roto y muy blanco, sobresalía de la piel.
Me quedé inmóvil, incapaz de apartar la vista de Teren, de su camisa gris, de su roja sangre, de su blanco hueso. Lo miraba como si fuera un dibujo de un libro que tratara de comprender. Tenía todo el cuerpo entumecido. Era como si tratara de pensar a través de una masa de jarabe.
Una pequeña parte de mi mente, que todavía razonaba, comprendió que estaba conmocionado. Me lo repetí una y otra vez. Puse en práctica las enseñanzas de Ben. No quería pensar en lo que estaba viendo. No quería saber qué había pasado allí. No quería saber qué significaba todo aquello.
Al cabo de un rato, no sé cuánto, una voluta de humo entró en mi campo de visión. Me senté junto al fuego más cercano, aturdido. Era el fuego de Shandi, y tenía colgado un pequeño cazo donde hervían unas patatas; era un elemento extrañamente familiar en medio del caos.
Me concentré en el hervidor. Algo normal. Con un palo, pinché las patatas y vi que ya estaban cocidas. Normal. Levanté el hervidor del fuego y lo puse en el suelo, junto al cadáver de Shandi. Shandi tenía la ropa hecha jirones. Intenté apartarle el pelo de la cara y se me manchó la mano de sangre. La luz del fuego se reflejó en sus ojos, fijos e inexpresivos.
Me quedé plantado mirando alrededor sin saber qué hacer. La tienda de Trip ya estaba completamente en llamas, y el carromato de Shandi tenía una rueda en el fuego de Marión. Las llamas estaban teñidas de azul, y conferían a la escena un aire de ensueño, irreal.
Oí voces. Me asomé por detrás del carromato de Shandi y vi a unos desconocidos, hombres y mujeres, sentados alrededor de un fuego. El fuego de mis padres. Sentí mareo y estiré un brazo para sujetarme a la rueda del carromato. Cuando la así, las bandas de hierro que reforzaban la rueda se deshicieron en mi mano, descas-carillándose y formando ásperas virutas de óxido marrón. Cuando retiré la mano, la rueda chirrió y empezó a romperse. Me aparté al ver que cedía, y el carromato se derrumbó, como si la madera estuviera tan podrida como la de un viejo tocón.
Ya nada se interponía entre el fuego y yo. Uno de los hombres dio una voltereta hacia atrás y se puso en pie, con la espada en la mano. Su movimiento me recordó al mercurio cayendo de una jarra sobre una mesa: ágil y fluido. La expresión de su cara era de concentración, pero su cuerpo estaba relajado, como si acabara de levantarse y desperezarse.
Su espada era pálida y elegante. Al moverse, hendía el aire produciendo un débil zumbido. Me recordó al silencio que reina en los días más fríos del invierno, cuando duele respirar y todo está en calma.
El individuo estaba a dos docenas de pasos de mí, pero yo lo veía perfectamente bajo la luz del ocaso. Lo recuerdo tan claramente como recuerdo a mi madre, y a veces mejor. Tenía la cara estrecha y afilada, con la belleza perfecta de la porcelana. Llevaba el pelo por los hombros, y los rizos sueltos, del color de la escarcha, enmarcaban su cara. Era un ser de una palidez invernal. Todo en él era frío, afilado y blanco.
Excepto sus ojos. Tenía los ojos negros como los de una cabra, pero sin iris. Sus ojos eran como su espada: no reflejaban la luz del fuego ni la del sol poniente.
Al verme, se relajó. Bajó la punta de la espada y sonrió mostrando unos dientes impecables. Tenía una expresión de pesadilla. Una punzada de sentimiento penetró en la confusión que me rodeaba como una gruesa manta protectora y a la que me aferraba. Algo metió ambas manos en mi pecho y me lo comprimió. Creo que fue la primera vez en mi vida que sentí verdadero miedo.
Junto al fuego, un hombre calvo con barba gris soltó una risotada.
– Por lo visto nos hemos dejado un conejito. Ten cuidado, Ceniza; podría tener los dientes afilados.
El tal Ceniza envainó la espada, que produjo un sonido parecido al de un árbol que cruje bajo el peso del hielo en invierno. Se arrodilló, manteniendo las distancias. De nuevo me recordó al movimiento del mercurio. Ahora tenía la cabeza a la misma altura que la mía, y sus ojos, negros y mates, denotaban preocupación.
– ¿Cómo te llamas, muchacho?
Me quedé allí plantado, mudo. Paralizado como un cervato asustado.
Ceniza suspiró y miró un momento al suelo. Cuando volvió a mirarme, vi compasión en aquellos ojos vacíos.
– Dime, muchacho -insistió-, ¿dónde están tus padres? -Me sostuvo un momento la mirada y luego miró por encima del hombro hacia el fuego donde estaban sentados los otros-. ¿Alguien sabe dónde están sus padres?
Algunos soltaron risitas tensas y crispadas, como si acabaran de contarles un chiste buenísimo. Un par de ellos rieron abiertamente. Ceniza se volvió hacia mí, y la compasión desapareció de golpe de su rostro, como si se le hubiera roto una máscara, dejando solo aquella sonrisa de pesadilla.
– ¿Es este el fuego de tus padres? -me preguntó con un terrible placer en la voz.
Asentí como atontado.
Su sonrisa se borró lentamente. Me miró con fijeza, con gesto inexpresivo. Con voz queda, fría y afilada, dijo:
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