«Esto es un sauce. Puedes masticar la corteza para aliviar el dolor. -'Era amarga y un poco arenosa-. Esto es vedegambre. No toques las hojas. -No lo hice-. Esto es cimífuga. Los frutos son comestibles cuando están rojos, pero nunca cuando están verdes, amarillos o naranjas.
»Así es como tienes que pisar cuando quieras caminar sin hacer ruido. -Lo probé y me dolieron las pantorrillas-. Así es como tienes que apartar silenciosamente la maleza sin dejar señales de tu paso. Aquí es donde encontrarás madera seca. Así es como te proteges de la lluvia cuando no tienes una lona. Eso es paterradícula. Puedes comerla, pero sabe mal. Esto -continuó señalando- es ferularia, y eso, naranjina: no las comas nunca. La que tiene pequeños nudos es burrum. Solo debes comerla si antes has comido ferularia, por ejemplo. Te hará vomitar lo que tengas en el estómago.
»Con este cepo nunca atraparás un conejo. Con este, en cambio, sí.» Hizo un lazo con una cuerda, y luego hizo otro diferente.
Mientras veía cómo sus manos manipulaban la cuerda, comprendí que ya no era Laclith, sino Abenthy. íbamos en el carromato, y él me estaba enseñando a hacer nudos de marinero.
«Los nudos son interesantes -comentó Ben-. El nudo puede ser la parte más fuerte o la más débil de la cuerda. Depende por completo de lo bien que lo ates.» Levantó las manos y me mostró un nudo muy complejo que se extendía entre sus dedos.
Le brillaron los ojos.
«¿Alguna pregunta?»
«¿Alguna pregunta?», dijo mi padre. Habíamos parado porque habíamos encontrado un itinolito. Estaba sentado afinando su laúd; por fin iba a cantarnos su canción a mi madre y a mí. Habíamos esperado mucho ese momento. «¿Alguna pregunta?», repitió, sentado con la espalda apoyada en la gran piedra gris.
«¿Por qué nos paramos en las rocas de guía?»
«Sobre todo por tradición. Pero hay gente que dice que señalaban antiguos caminos… -la voz de mi padre cambió y se convirtió en la voz de Ben- caminos seguros. A veces, caminos a lugares seguros; otras, caminos seguros que conducían a lugares peligrosos. -Ben acercó una mano a la piedra, como si se la calentara junto al fuego-. Pero tienen poder. Eso solo un loco lo negaría.»
Entonces Ben ya no estaba, y no había una piedra erguida, sino muchas. Más de las que yo había visto jamás juntas en un sitio. Formaban un doble círculo a mi alrededor. Una piedra estaba apoyada sobre otras dos, formando un arco enorme bajo el que había espesas sombras. Estiré un brazo para tocarla…
Y desperté. Mi mente había cubierto el dolor con los nombres de un centenar de raíces y bayas, cuatro maneras de hacer fuego, nueve cepos hechos con solo un árbol joven y una cuerda, y un truco para encontrar agua potable.
El resto del sueño no me pareció tan interesante. Ben nunca me había enseñado nudos de marinero. Y mi padre no había terminado su canción.
Hice inventario de lo que tenía: un saco de lona, un cuchillo pequeño, un ovillo de cuerda, cera, un penique de cobre, dos ardites de hierro y Retórica y lógica, el libro que me había regalado Ben. Aparte de mi ropa y el laúd de mi padre, no tenía nada más.
Me puse a buscar agua. «Lo primero es el agua -me había dicho Laclith-. Sin todo lo demás puedes aguantar varios días.» Me fijé en la inclinación del terreno y seguí algunos rastros de animales. Para cuando encontré una pequeña charca, alimentada por un manantial, entre unos abedules, el cielo empezaba a teñirse de rojo detrás de los árboles. Estaba muerto de sed, pero fui prudente y solo bebí un pequeño sorbo.
Luego recogí leña seca de los huecos de los árboles y de debajo de las copas más espesas. Hice un cepo sencillo. Busqué tallos de balsamaría y me unté las heridas de los dedos con la savia. El escozor me ayudó a no recordar cómo me los había lastimado.
Mientras esperaba a que se secara la savia, miré por primera vez alrededor. Los robles y los abedules competían por el espacio. Sus troncos componían un dibujo de luz y oscuridad alternas bajo el toldo formado por las ramas. Un riachuelo salía de la charca, discurría entre unas rocas y se perdía hacia el este. Debía de ser bonito, pero no me di cuenta. No podía darme cuenta. Para mí, los árboles eran un refugio; la maleza, una fuente de alimento; y la charca en que se reflejaba la luz de la luna solo me recordaba la sed que tenía.
También había una gran piedra rectangular, tumbada sobre un lado, cerca de la charca. Unos días atrás, la habría reconocido al instante: era un itinolito. Sin embargo, ahora la veía como un eficaz cortavientos, algo en lo que apoyar la espalda para dormir.
Vi, a través del toldo de hojas, que habían salido las estrellas. Eso significaba que habían pasado varias horas desde que probara el agua. Como no me había encontrado mal, deduje que debía de ser potable y di un largo sorbo.
En lugar de reanimarme, lo único que conseguí al beber fue darme cuenta de lo hambriento que estaba. Me senté en la piedra, al borde de la charca. Arranqué las hojas de los tallos de balsamaría y me comí una. Era áspera, rugosa y amarga. Me comí el resto, pero no sirvió de nada. Bebí un poco más de agua y me tumbé para dormir; no me importaba que la piedra fuera dura y estuviese fría, o al menos hice como si no me importara.
Desperté, bebí agua y fui a ver el cepo que había puesto. Me sorprendió encontrar un conejo todavía vivo atrapado en la cuerda. Cogí mi cuchillo y recordé lo que Laclith me había explicado que había que hacer para matar y desollar un conejo. Entonces pensé en la sangre y en lo que sentiría cuando me manchara las manos. Sentí náuseas y vomité. Solté el conejo y volví a la charca.
Bebí un poco más de agua y me senté en la piedra. Estaba un poco mareado, y me pregunté si sería de hambre.
Al cabo de un rato me despejé y me reprendí por lo estúpido que había sido. Vi unas setas que crecían en un árbol muerto y me las comí después de lavarlas en la charca. Eran arenosas y sabían a tierra. Me comí todas las que encontré.
Puse otro cepo, un cepo que matara a la presa. Entonces olí que se avecinaba lluvia y volví al itinolito para hacerle un refugio a mi laúd.
Al principio era casi como un autómata y realizaba sin pensar las acciones imprescindibles para mantenerme vivo.
Me comí el segundo conejo que atrapé, y el tercero. Encontré unas matas de fresas silvestres. Arranqué raíces. Al final del cuarto día, tenía cuanto necesitaba para sobrevivir: un hoyo rodeado de piedras donde hacer fuego y un refugio para mi laúd. Incluso había reunido un pequeño montón de alimentos a los que podría recurrir en caso de emergencia.
También tenía una cosa que no necesitaba: tiempo. Una vez que me hube ocupado de mis necesidades inmediatas, me di cuenta de que no tenía nada que hacer. Creo que fue entonces cuando una pequeña porción de mi mente empezó a despertar poco a poco.
No os confundáis: ya no era yo mismo. Al menos no era la misma persona que un ciclo atrás. En todo lo que hacía empleaba por entero mi cerebro, para que no quedara ninguna parte desocupada, libre para recordar.
Adelgacé y mi aspecto físico empeoró. Dormía bajo la lluvia o bajo el sol, sobre la blanda hierba, sobre la húmeda tierra o sobre las piedras con una indiferencia que solo el sufrimiento puede proporcionar. Únicamente me fijaba en mi entorno cuando llovía, porque entonces no podía sacar mi laúd para tocar, y eso me dolía.
Claro que tocaba. Tocar era mi único consuelo.
Hacia finales del primer mes, se me habían formado unos callos duros como piedras en los dedos y podía tocar durante horas seguidas. Tocaba y volvía a tocar todas las canciones que sabía de memoria. Luego empecé a tocar también las canciones que recordaba a medias, llenando como podía las partes que había olvidado.
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