Patrick Rothfuss - El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes - segundo día

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El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes: segundo día: краткое содержание, описание и аннотация

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Músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino. Kvothe es un personaje legendario, el héroe o el villano de miles de historias que circulan entre la gente. Todos le dan por muerto, cuando en realidad se ha ocultado con un nombre falso en una aldea perdida. Allí simplemente es el taciturno dueño de Roca de Guía, una posada en el camino. Hasta que hace un día un viajero llamado Cronista le reconoció y le suplicó que le revelase su historia, la auténtica, la que deshacía leyendas y rompía mitos, la que mostraba una verdad que sólo Kvothe conocía. A lo que finalmente Kvothe accedió, con una condición: había mucho que contar, y le llevaría tres días. Es la mañana del segundo día, y tres hombres se sientan a una mesa de Roca de Guía: un posadero de cabello rojo como una llama, su pupilo Bast y Cronista, que moja la pluma en el tintero y se prepara a transcribir…
El temor de un hombre sabio empieza donde terminaba El nombre del viento: en la Universidad. De la que luego Kvothe se verá obligado a partir en pos del nombre del viento, en pos de la aventura, en pos de esas historias que aparecen en libros o se cuentan junto a una hoguera del camino o en una taberna, en pos de la antigua orden de los caballeros Amyr y, sobre todo, en pos de los Chandrian. Su viaje le lleva a la corte plagada de intrigas del maer Alveron en el reino de Vintas, al bosque de Eld en persecución de unos bandidos, a las colinas azotadas por las tormentas que rodean la ciudad de Ademre, a los confines crepusculares del reino de los Fata. Y cada vez parece que tiene algo más cerca la solución del misterio de los Chandrian, y su venganza.

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– No, formaban parte de la burocracia atur. Tenían… Vecarum, poderes judiciales.

– Se llamaban la Orden Sagrada de Amyr. Eran el brazo fuerte de la iglesia.

– ¿Nos jugamos una iota?

– Vale. Si te quedas callado hasta el final de la historia.

El mendigo estaba encantado, pues sabía que los Amyr formaban parte de la iglesia de Tehlu, y a veces la iglesia era generosa con los pobres.

Al ver acercarse al anciano, el Amyr se levantó.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó. Hablaba con una voz potente y orgullosa, pero también cansada-. Te advierto que soy de la Orden Amyr. Nada debe interferir entre mis tareas y yo. Actuaré por el bien de todos, aunque los dioses y los hombres me cierren el paso.

– Señor -dijo el mendigo-, solo busco un poco de fuego y algo de caridad en mi largo camino.

El Amyr hizo señas al anciano para que se acercara. Iba protegido con una cota de brillantes anillos de acero, y su espada era tan alta como un hombre. Llevaba un tabardo de un blanco refulgente, pero a partir de los codos las mangas eran rojas, como si las hubieran remojado en sangre. En medio del pecho llevaba el símbolo de los Amyr: la torre negra envuelta en una llama roja.

El anciano se sentó cerca del fuego y dio un suspiro al empezar a notar el calor en sus huesos.

Al cabo de un momento, el Amyr dijo:

– Me temo que no puedo ofrecerte nada para comer. Esta noche mi caballo ha comido mejor que yo, y eso no significa que haya comido bien.

– Cualquier cosa será de agradecer -repuso el anciano-. Para mí, las sobras ya son algo. No soy orgulloso.

El Amyr suspiró.

– Mañana debo cabalgar ochenta kilómetros para detener un juicio. Si no llego a tiempo, morirá una mujer inocente. Esto es lo único que tengo.

El Amyr señaló un pedazo de tela con un mendrugo de pan y una raja de queso. Ambas cosas juntas difícilmente habrían aplacado el hambre del mendigo; para un hombre corpulento como el Amyr constituían una cena muy escasa.

– Mañana debo cabalgar y luchar -continuó el hombre con armadura-. Necesitaré de todas mis fuerzas. Por lo tanto, debo sopesar tu noche de hambre y la vida de esa mujer. -Mientras hablaba, el Amyr levantó ambas manos y las sostuvo en alto con las palmas hacia arriba, imitando los platillos de una balanza.

Al hacer el Amyr ese movimiento, el anciano le vio el dorso de las manos; al principio creyó que se había cortado, y que la sangre corría entre sus dedos y por sus brazos. Entonces las llamas de la hoguera se agitaron y el mendigo vio que solo era un tatuaje, y aun así se estremeció ante las marcas de las manos y los brazos del Amyr, que asemejaban sangre.

Si hubiera sabido qué significaban aquellas marcas, habría hecho algo más que temblar. Significaban que la Orden confiaba tanto en aquel Amyr que sus actos nunca serían cuestionados. Y como la Orden lo respaldaba, no había iglesia, tribunal ni rey que pudiera hacerle daño alguno. Porque era un Ciridae, el rango más alto de los Amyr.

Si mataba a un hombre desarmado, la Orden no lo juzgaría un asesinato. Si estrangulaba a una mujer embarazada en medio de la calle, nadie lo acusaría. Si quemaba una iglesia o destrozaba un viejo puente de piedra, el imperio lo consideraría inocente, convencido de que cuanto él hiciera lo haría por el bien mayor.

Pero el mendigo no sabía nada de eso, así que volvió a intentarlo:

– Si no te sobra nada de comida, ¿podrías darme un par de peniques? -Estaba pensando en el campamento de los ceáldicos, donde quizá pudiera comprar una tajada de carne o un trozo de pan.

El Amyr negó con la cabeza.

– Si los tuviera, te los daría de buen grado. Pero hace tres días le di el último dinero que tenía a una mujer que acababa de enviudar, para que alimentara a su hijo hambriento. Desde entonces, soy tan pobre como tú. -Sacudió la cabeza con gesto de cansancio y pesadumbre-. Me gustaría que las circunstancias fueran diferentes. Pero ahora debo dormir, así que debes marcharte.

Al anciano no le gustó nada aquel desenlace, pero había algo en la voz del Amyr que le hizo recelar. Así que se levantó, haciendo crujir sus huesos, y se alejó de la hoguera.

Antes de que el calor de la hoguera del Amyr lo abandonara, el anciano se ciñó el cinturón y decidió seguir caminando hasta que amaneciese. Confiaba en hallar mejor suerte al final del camino o, al menos, en encontrar a gente más amable.

Así que atravesó el centro de Faeriniel, y eso estaba haciendo cuando divisó un círculo de grandes piedras grises. Dentro de ese círculo distinguió el débil resplandor de un fuego oculto en un hoyo. El anciano se fijó en que no olía a humo, y comprendió que aquella gente estaba quemando madera de renelo, que arde produciendo un fuego intenso, pero sin humear ni desprender olores.

Entonces el anciano vio que dos de las grandes siluetas no eran piedras. Eran carromatos. Había un puñado de gente acurrucada alrededor de una olla, iluminada por la débil luz del fuego.

Pero el pobre hombre ya había perdido toda esperanza, así que siguió caminando. Estaba dejando atrás las piedras cuando una voz gritó:

– ¡Hola! ¿Quién eres, y por qué pasas de largo tan silenciosamente en medio de la noche?

– No soy nadie -contestó el anciano-. Solo un viejo mendigo que recorre su camino hasta el final.

– ¿Por qué sigues caminando en lugar de pararte a dormir? Estos caminos no son seguros por la noche -replicó la voz.

– No tengo cama- dijo el hombre-. Y esta noche no puedo suplicar ni pedir una.

– Aquí hay una cama para ti, si la quieres. Y algo de cena, si no te importa compartirla. Nadie debería caminar día y noche. -Un hombre apuesto, con barba, salió de detrás de las altas piedras grises. Cogió al anciano por el codo y lo guió hacia la hoguera, diciendo a sus compañeros-: ¡Oídme todos, esta noche tenemos un invitado!

El anciano vio moverse algo más allá, pero era una noche sin luna y el fuego estaba bien escondido en el hoyo, así que no supo distinguir qué pasaba. Curioso, preguntó:

– ¿Por qué escondéis vuestro fuego?

Su anfitrión dio un suspiro y contestó:

– No todos nos quieren bien. Estamos más seguros si nos mantenemos apartados. Además, esta noche nuestro fuego es pequeño.

– ¿Por qué? -preguntó el mendigo-. Con tantos árboles, debería ser fácil conseguir leña.

– Antes hemos ido a recoger leña -explicó el hombre de la barba-. Pero la gente nos ha llamado ladrones y nos ha disparado flechas. -Encogió los hombros-. Así que nos apañamos con esto, y mañana será otro día. -Sacudió la cabeza-. Pero hablo demasiado. ¿Puedo ofrecerte algo para beber, padre?

– Algo de agua, si te sobra.

– Nada de eso, tomarás vino.

Hacía mucho tiempo que el mendigo no probaba el vino, y solo de pensar en él se le hizo la boca agua. Pero sabía que el vino no era lo mejor para un estómago vacío que había caminado todo el día, así que replicó:

– Eres muy amable, y agradezco tu ofrecimiento. Pero prefiero beber agua.

El hombre que lo sujetaba por el codo sonrió.

– Entonces bebe agua y vino, como tú desees. -Y llevó al mendigo hasta el barril del agua.

El mendigo se agachó y bebió un cucharón de agua. Notó su frescor y su dulzura en los labios, pero al levantar el cucharón, no pudo evitar fijarse en que el barril estaba casi vacío.

A pesar de ello, su anfitrión le instó:

– Bebe otra vez y lávate el polvo de las manos y la cara. Se nota que llevas tiempo en el camino, y debes de estar cansado. -Así que el mendigo bebió otro cucharón de agua, y cuando se hubo lavado las manos y la cara, se sintió mucho más descansado.

Entonces su anfitrión volvió a cogerlo por el codo y lo guió hasta la hoguera.

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