Patrick Rothfuss - El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes - segundo día

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El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes: segundo día: краткое содержание, описание и аннотация

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Músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino. Kvothe es un personaje legendario, el héroe o el villano de miles de historias que circulan entre la gente. Todos le dan por muerto, cuando en realidad se ha ocultado con un nombre falso en una aldea perdida. Allí simplemente es el taciturno dueño de Roca de Guía, una posada en el camino. Hasta que hace un día un viajero llamado Cronista le reconoció y le suplicó que le revelase su historia, la auténtica, la que deshacía leyendas y rompía mitos, la que mostraba una verdad que sólo Kvothe conocía. A lo que finalmente Kvothe accedió, con una condición: había mucho que contar, y le llevaría tres días. Es la mañana del segundo día, y tres hombres se sientan a una mesa de Roca de Guía: un posadero de cabello rojo como una llama, su pupilo Bast y Cronista, que moja la pluma en el tintero y se prepara a transcribir…
El temor de un hombre sabio empieza donde terminaba El nombre del viento: en la Universidad. De la que luego Kvothe se verá obligado a partir en pos del nombre del viento, en pos de la aventura, en pos de esas historias que aparecen en libros o se cuentan junto a una hoguera del camino o en una taberna, en pos de la antigua orden de los caballeros Amyr y, sobre todo, en pos de los Chandrian. Su viaje le lleva a la corte plagada de intrigas del maer Alveron en el reino de Vintas, al bosque de Eld en persecución de unos bandidos, a las colinas azotadas por las tormentas que rodean la ciudad de Ademre, a los confines crepusculares del reino de los Fata. Y cada vez parece que tiene algo más cerca la solución del misterio de los Chandrian, y su venganza.

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– ¿Dónde está mi laúd? -pregunté, exaltado.

– Se lo has dejado a Stanchion en el Eolio -me recordó Wilem-. Temía que tropezases con él y te partieras el cuello.

Simmon se había parado en medio del camino. Choqué con él, perdí el equilibrio y me caí al suelo. Simmon apenas pareció darse cuenta.

– Bueno -dijo, muy serio-, ahora no me veo con ánimos para eso.

El Puente de Piedra se alzaba ante nosotros: sesenta metros de longitud, con un arco de una altura equivalente a cinco plantas sobre el río. Formaba parte del Gran Camino de Piedra, recto como un clavo, plano como una tabla y más viejo que Dios. Yo sabía que pesaba más que una montaña. Sabía que tenía un parapeto de un metro de alto a lo largo de ambos bordes.

Pese a saber todo eso, la idea de cruzarlo me producía un profundo desasosiego. Me levanté del suelo con dificultad.

Mientras los tres examinábamos el puente, Wilem empezó a inclinarse lentamente hacia un lado. Estiré un brazo para enderezarlo, y al mismo tiempo Simmon me cogió por el brazo, aunque no supe si lo hacía para ayudarme o para sujetarse a mí.

– Ahora no me veo con ánimos para eso -repitió Simmon.

– Allí hay un sitio para sentarse -observó Wilem-. Kella trelle turen navor ka.

Simmon y yo contuvimos la risa, y Wilem nos guió entre los árboles hasta un pequeño claro que había a solo quince metros de la entrada del puente. Me llevé una sorpresa al ver un alto itinolito apuntando al cielo en medio del calvero.

Wil entró en el claro como si lo conociera muy bien. Yo lo hice más despacio, mirando alrededor con curiosidad. Los itinolitos tienen algo especial para los artistas de troupe, y verlo me produjo una mezcla de sensaciones.

Simmon se dejó caer en la densa alfombra de hierba mientras Wilem apoyaba la espalda en el tronco inclinado de un abedul. Fui hasta el itinolito y lo toqué con las yemas de los dedos. Estaba caliente al tacto, y me resultaba familiar.

– No empujes esa cosa -dijo Simmon, inquieto-. Se puede caer.

Me reí.

– Esta piedra lleva mil años aquí, Sim. Dudo mucho que mi aliento le haga daño alguno.

– No importa, apártate. Esas cosas no son nada buenas.

– Es un itinolito -dije, y le di una palmadita-. Señalan los caminos antiguos. En todo caso, estamos más seguros a su lado. Los itinolitos señalan los lugares seguros. Eso lo sabe todo el mundo.

– Son reliquias paganas -me contradijo Simmon sacudiendo la cabeza con testarudez.

– Me juego una iota a que tengo razón -le provoqué.

– ¡Ja! -Sim, que seguía tumbado boca arriba, levantó una mano. Me acerqué y entrechoque mi palma con la suya, formalizando nuestra apuesta-. Mañana podemos ir al Archivo a comprobarlo.

Me senté junto al itinolito, y cuando estaba empezando a relajarme, me invadió un pánico repentino.

– ¡Cuerpo de Dios! -exclamé-. ¡Mi laúd! -Intenté levantarme, pero no pude, y estuve a punto de abrirme el cráneo al golpearme contra el itinolito.

Simmon quiso incorporarse y tranquilizarme, pero cayó con torpeza hacia un lado y se puso a reír a carcajadas.

– ¡No tiene gracia! -grité.

– Está en el Eolio -dijo Wilem-. Ya nos lo has preguntado cuatro veces desde que hemos salido.

– No es verdad -dije con más convicción de la que sentía en realidad. Me froté la parte de la cabeza que me había golpeado contra el itinolito.

– No tienes por qué avergonzarte. -Wilem agitó una mano para enfatizar sus palabras-. Es propio del ser humano pensar en lo que tiene muy cerca del corazón.

– Me han contado que Kilvin pilló una cogorza en La Espita hace un par de meses y no paraba de hablar de su nueva lámpara fría de azufre -intervino Simmon.

Wil dio un resoplido.

– Lorren daría la lata sobre la forma correcta de guardar los libros en los estantes. «Cógelo por el lomo. Cógelo por el lomo.» -Gruñía y hacía como si agarrara algo con ambas manos-. Si le oigo decir eso una sola vez más, creo que lo cogeré a él por el lomo.

De pronto recordé una cosa.

– Tehlu misericordioso -dije, aterrorizado-. ¿Esta noche he cantado «Calderero, curtidor» en el Eolio?

– Sí -confirmó Simmon-. Y por cierto, no sabía que tuviera tantas estrofas.

Arrugué la frente y traté desesperadamente de recordar.

– ¿He cantado la estrofa del tehlino y la oveja?

No era una estrofa muy apropiada cuando había gente importante entre el público.

– No -dijo Wilem.

– Menos mal -dije, aliviado.

– Era una cabra -consiguió decir Wilem con seriedad, y a continuación rompió a reír a carcajadas.

– «¡… en la túnica del tehlino!» -cantó Simmon, y unió sus risas a las de Wilem.

– ¡No, no, no! -me lamenté, y me cogí la cabeza con ambas manos-. Mi madre hacía dormir a mi padre bajo el carromato cuando cantaba esa canción en público. Cuando vuelva a ver a Stanchion, me dará con un bastón y me quitará el caramillo.

– Pues les ha encantado -me tranquilizó Simmon.

– Y yo he visto a Stanchion coreándola -añadió Wilem-. El también tenía la nariz un poco roja.

Hubo un momento de agradable silencio.

– ¿Kvothe? -dijo entonces Simmon.

– ¿Sí?

– ¿Es verdad que eres un Edena Ruh?

Esa pregunta me pilló desprevenido. Normalmente me habría puesto en guardia, pero en ese momento no sabía muy bien cómo tomármela.

– ¿Importa mucho?

– No. Solo me lo preguntaba.

– Ya. -Seguí contemplando las estrellas un rato-. ¿Y qué te preguntabas?

– Nada en concreto. Ambrose te ha llamado Ruh un par de veces, pero también te ha llamado otras cosas insultantes.

– Eso no es un insulto -puntualicé.

– Me refiero a que te ha llamado cosas que no eran verdad -se apresuró a decir Simmon-. Nunca hablas de tu familia, pero a veces has dicho cosas que me han dejado intrigado. -Encogió los hombros; seguía tumbado boca arriba, contemplando las estrellas-. Nunca he conocido a ningún Edena. Bueno, nunca he conocido bien a ninguno.

– Lo que cuentan no es cierto -dije-. No robamos niños, ni adoramos a dioses oscuros ni nada parecido.

– Nunca me he creído esas cosas -dijo él con desdén, y añadió-: Pero algunas de las cosas que cuentan deben de ser verdad. Nunca he oído a nadie tocar como tú.

– Eso no tiene nada que ver con ser un Edena Ruh -repuse, pero luego me lo pensé mejor-. Bueno, quizá sí, un poco.

– ¿Sabes bailar? -preguntó Wilem, que hasta ese momento había permanecido muy callado.

Si ese comentario lo hubiera hecho cualquier otra persona, o el propio Wil en otro momento, seguramente habría provocado una pelea.

– Así es como la gente nos imagina. Tocando caramillos y violines. Bailando alrededor de las fogatas. Cuando no estamos robando cualquier cosa que no esté sujeta con clavos, claro. -El tono de mi voz adquirió un deje amargo cuando dije-: Ser un Edena Ruh no tiene nada que ver con eso.

– Entonces, ¿en qué consiste? -preguntó Simmon.

Reflexioné un momento, pero mi aturdido cerebro no estaba por la labor.

– En realidad somos gente normal y corriente -dije por fin-. Solo que nunca permanecemos mucho tiempo en un mismo sitio y que todo el mundo nos odia.

Nos quedamos los tres contemplando el cielo en silencio.

– ¿Es verdad que lo hacía dormir bajo el carromato? -preguntó Simmon.

– ¿Qué?

– Has dicho que tu madre hacía dormir a tu padre bajo el carromato cuando cantaba la estrofa de la oveja. ¿Es verdad?

– Básicamente es una expresión metafórica -dije-. Pero una vez lo hizo.

No pensaba mucho en mi pasado con la troupe, cuando mis padres todavía vivían. Evitaba hablar del tema del mismo modo que un lisiado aprende a no cargar el peso del cuerpo sobre su pierna mala. Pero la pregunta de Sim hizo emerger un recuerdo del fondo de mi memoria.

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