– No fue por cantar «Calderero, curtidor» -me sorprendí explicando-. Fue por cantar una canción que mi padre había escrito sobre ella…
Me interrumpí un momento. Y entonces lo dije:
– Sobre Laurian.
Era la primera vez desde hacía muchos años que pronunciaba el nombre de mi madre. La primera vez desde su muerte. Me produjo una sensación extraña en la boca.
Y entonces, sin proponérmelo, me puse a cantar:
Mi morena Laurian, de Arliden esposa,
tiene el rostro afilado de una raposa
y la voz erizada de una hechicera,
pero lleva las cuentas como una usurera.
Mi dulce contable de cocinar no sabe,
pero con el ábaco no hay quien la gane.
Aun con todos sus defectos, lo confieso,
ya me valdrá
que mi señora
no cuente de menos…
Me sentí extrañamente entumecido, desconectado de mi propio cuerpo. Curiosamente, aunque era un recuerdo muy vivido, no era doloroso.
– No me extraña que tu madre hiciera dormir a tu padre bajo el carromato -dijo Wilem con gravedad.
– No era por eso -me oí decir-. Ella era hermosa, y ambos lo sabían. Se chinchaban el uno al otro continuamente. Era la métrica. Ella no soportaba aquella pésima métrica.
Nunca hablaba de mis padres, y referirme a ellos en pasado me hizo sentir incómodo. Desleal. A Wil y a Simmon no les sorprendió mi revelación. Cualquiera que me conociese debía de saber que no tenía familia. Nunca había contado nada, pero ellos eran buenos amigos. Ellos sí sabían.
– En Atur los hombres duermen en las perreras cuando sus esposas se enfadan -dijo Simmon llevando la conversación a un terreno más seguro.
– Melosi rehu eda Stiti -murmuró Wilem.
– ¡En atur! -gritó Simmon, risueño-. ¡No hables en esa lengua de asnos!
– ¿Eda Stiti? -repetí-. ¿Dormís junto al fuego?
Wilem asintió con la cabeza.
– Permíteme elevar una queja formal por lo rápido que has aprendido siaru -dijo Sim levantando un dedo-. Yo tuve que estudiar un año para entender algo. ¡Un año! A ti te ha bastado con un bimestre.
– Aprendí mucho cuando era pequeño -dije-. Este bimestre no he hecho más que pulirlo.
– Tú tienes mejor acento -le aseguró Wil a Simmon-. Kvothe parece un comerciante del sur, es muy basto. Tu siaru suena mucho más refinado.
Eso aplacó a Sim.
– Junto al fuego -repitió-. ¿No os parece raro que tengan que ser siempre los hombres quienes vayan a dormir a otro sitio?
– Es evidente que las mujeres controlan la cama -dije.
– No es una idea desagradable -dijo Wil-. Depende de la mujer.
– Distrel es guapa -dijo Sim.
– Keh -repuso Wil-. Demasiado pálida. Fela.
– Fela juega en otra liga -dijo Simmon sacudiendo la cabeza con pesar.
– Es modegana -dijo Wilem, y compuso una sonrisa casi diabólica.
– Ah, ¿sí? -preguntó Sim. Wil asintió; nunca lo había visto sonreír tan abiertamente. Sim suspiró desconsolado-. Claro. Qué mala suerte. Además de ser la mujer más hermosa de la Mancomunidad, resulta que es modegana.
– Acepto que digas que es la chica más guapa al otro lado del río -le corregí-. Porque en este lado está…
– Ya nos has recordado lo guapa que es tu Denna -me interrumpió Wil-. Cinco veces.
– Mira -terció Simmon con repentina seriedad-, tienes que dar el paso. Es evidente que a Denna le interesas.
– Nunca me lo ha dicho.
– Las mujeres nunca te dicen que les interesas. -Simmon se rió de lo absurdo de esa idea-. Hay pequeños juegos. Es como una danza. -Levantó ambas manos e hizo como si hablaran una con otra-. «Oh, qué bien que te encuentro aquí.» «Ah, hola. Iba a comer algo.» «Qué casualidad, yo también. ¿Me dejas que te lleve los libros?»
Levanté una mano para hacerle callar.
– ¿Por qué no pasamos al final de ese espectáculo de marionetas, cuando te pasas un ciclo sollozando con la nariz metida en una jarra de cerveza?
Simmon me miró con el ceño fruncido. Wilem se rió.
– Tiene toda una corte de pretendientes -continué-. Vienen y van como… -Intenté buscar una analogía, pero no la encontré-. Prefiero que seamos amigos.
– Prefieres estar cerca de su corazón -dijo Wilem sin dar a su voz ninguna entonación en particular-. Prefieres ser feliz en sus brazos. Pero temes que te rechace. Te da miedo que se ría de ti y que quedes en ridículo. -Wilem encogió los hombros-. No eres el primero al que le pasa. No tienes de qué avergonzarte.
Wilem había dado en el blanco, mal que me pesara, y me quedé un buen rato sin saber qué decir.
– Me gustaría -admití en voz baja-. Pero no quiero dar nada por hecho. He visto lo que les pasa a los hombres que dan demasiado por hecho y que se aferran a ella.
Wilem asintió con solemnidad.
– Te regaló el estuche del laúd -dijo Sim para animarme-. Eso tiene que significar algo.
– Pero ¿qué significa? -pregunté-. Da la impresión de que le intereso, pero ¿y si solo son ilusiones mías? Todos esos otros hombres también deben de pensar que le interesan. Pero es evidente que se equivocan. ¿Y si yo también me equivoco?
– Si no lo pruebas, nunca lo sabrás -dijo Sim con cierta amargura-. Eso es lo que suelo decirme yo. Pero ¿sabes qué? No sirve de nada. Las persigo, y ellas me echan de una patada, como si fuera un perro que se acerca a pedir a la mesa. Estoy harto de esforzarme tanto. -Dio un hondo suspiro; seguía tumbado boca arriba-. Lo único que quiero es gustarle a alguien.
– Yo solo quiero una señal clara -dije.
– Yo quiero un caballo mágico que me quepa en el bolsillo -dijo Wil-. Y un anillo de ámbar rojo que me confiera poder contra los demonios. Y provisiones inagotables de pasteles.
Hubo otro momento de cómodo silencio. El viento susurraba entre los árboles.
– Dicen que los Ruh conocen todas las historias del mundo -dijo Simmon al cabo de un rato.
– Seguramente es cierto -admití.
– Cuéntanos una -dijo él.
Lo miré con los ojos entornados.
– No me mires así -protestó él-. Me apetece oír una historia, nada más.
– Nos falta entretenimiento -aportó Wilem.
– Está bien. Dejadme pensar. -Cerré los ojos, y surgió de mi memoria una historia en que aparecían los Amyr. No me extrañó. Desde que Nina me había encontrado, no había dejado de pensar en ellos.
Me incorporé.
– Muy bien. -Inspiré e hice una pausa-. Si tenéis que mear, id ahora. No me gusta tener que parar a la mitad.
Silencio.
– Vale. -Carraspeé-. Hay un lugar que muy poca gente conoce. Un lugar extraño llamado Faeriniel. Si crees en lo que cuentan las historias, hay dos cosas que hacen que Faeriniel sea un sitio único. En primer lugar, es a donde van a parar todos los caminos del mundo. Y segundo, es un lugar que ningún hombre ha encontrado buscándolo. No es un lugar al que puedas viajar, sino un lugar por el que pasas cuando vas de camino a algún otro sitio.
»Dicen que cualquiera que viaje el tiempo suficiente llegará allí. Esta es una historia de ese lugar, y de un anciano que viajaba por un largo camino, y de una larga y solitaria noche sin luna…
Un poco de fuego
Faeriniel era una gran encrucijada, pero donde convergían los caminos no había posada. Solo había claros entre los árboles, donde los viajeros montaban sus campamentos y pasaban la noche.
Una vez, hace muchos años, muy lejos de aquí, llegaron a Faeriniel cinco grupos de viajeros. Cuando empezó a ponerse el sol, escogieron sus claros y encendieron sus fogatas, e hicieron un alto en el camino de un sitio a otro.
Más tarde, cuando el sol ya se había ocultado y la noche se había adueñado del cielo, llegó por el camino un viejo mendigo con la túnica hecha jirones. Caminaba despacio, con mucho cuidado, apoyándose en un bastón.
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