– ¿Cómo te llamas, padre?
El mendigo volvió a sorprenderse. Hacía años que nadie se molestaba en preguntarle su nombre. Hacía tanto tiempo que tuvo que pararse y pensarlo un momento.
– Sceop -contestó por fin-. Me llamo Sceop, ¿y tú?
– Me llamo Terris -respondió su anfitrión acercando al anciano al fuego-. Estos son Sila, mi esposa, y Wint, nuestro hijo. Estos son Shari, Benthum, Lil, Peter y Fent.
Entonces Terris ofreció vino a Sceop. Sila le sirvió un cucharón lleno de sopa de patata, una rebanada de pan caliente y media calabaza de verano dorada, con mantequilla dulce en el centro. Era una comida sencilla, y no había mucha cantidad, pero a Sceop le pareció un banquete. Y mientras comía, Wint mantenía llena su taza de vino, y le sonreía, y se quedaba sentado junto a sus rodillas y lo llamaba «abuelo».
Eso fue demasiado para el mendigo, que se puso a llorar en silencio. Quizá fuera porque era viejo, y porque había sido un día muy largo. Quizá fuera porque no estaba acostumbrado a que lo tratasen con amabilidad. Quizá fuera el vino. Fuera cual fuese la razón, las lágrimas empezaron a rodarle por las mejillas y se perdieron en su poblada barba blanca.
Terris lo vio y se apresuró a preguntar:
– ¿Qué sucede, padre?
– Soy un viejo idiota -dijo Sceop como si hablara para sí-. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien conmigo, y lamento no poder recompensaros.
Terris sonrió y le puso una mano en el hombro.
– ¿De verdad te gustaría pagarnos?
– No puedo. No tengo nada que daros.
Terris ensanchó la sonrisa.
– Somos Edena Ruh, Sceop. Lo que más valoramos es una cosa que todo el mundo posee. -Sceop vio que, una a una, las caras que había alrededor del fuego alzaban los ojos para mirarle expectantes-. Podrías contarnos tu historia -dijo Terris.
Como no sabía qué otra cosa hacer, Sceop empezó a hablar. Les contó cómo había llegado a Faeriniel. Que había ido de una hoguera a otra, con la esperanza de recibir algo de caridad. Al principio le temblaba la voz, y su relato se tambaleaba, porque había pasado mucho tiempo solo y no estaba acostumbrado a hablar. Pero pronto su voz cobró fuerza, y sus palabras se volvieron más enérgicas; y mientras el fuego parpadeaba y se reflejaba en sus ojos, azules y brillantes, sus manos danzaban al ritmo de su vieja y reseca voz. Hasta los Edena Ruh, que saben todas las historias del mundo, escuchaban embelesados.
Cuando el anciano terminó su historia, los Edena Ruh se rebulleron como si salieran de un sueño profundo. Al principio se quedaron mirándose unos a otros, y luego miraron a Sceop.
Terris sabía qué estaban pensando sus compañeros.
– Sceop -dijo con dulzura-, ¿adónde te dirigías antes de detenerte aquí esta noche?
– Me dirigía a Tinué -contestó Sceop, un poco abochornado por haberse enfrascado tanto en su relato. Tenía el rostro acalorado, y se sentía ridículo.
– Nosotros vamos a Belenay -dijo Terris-. ¿Qué te parecería venir con nosotros?
Al principio, la esperanza iluminó el rostro de Sceop, pero luego volvió a adoptar una expresión de desánimo.
– Solo sería una carga para vosotros. Hasta un mendigo tiene su orgullo.
– ¿Te atreves a hablar de orgullo a los Edena? -dijo Terris riendo-. No te lo pedimos por lástima. Te lo pedimos porque perteneces a nuestra familia, y te haríamos contarnos un centenar de historias en los años venideros.
El mendigo sacudió la cabeza.
– Mi sangre no es vuestra sangre. No formo parte de vuestra familia.
– ¿Qué tiene que ver eso con el precio de la mantequilla? -preguntó Terris-. Los Ruh decidimos quién forma parte de nuestra familia y quién no. Tu sitio está con nosotros. Mira alrededor y dime si crees que miento.
Sceop recorrió el corro de caras y vio que Terris tenía razón.
Y el anciano se quedó con los Edena Ruh, y vivió con ellos muchos años antes de que se separaran. Vio muchas cosas, y contó muchas historias, y a consecuencia de ello, al final todos eran un poco más sabios.
Estos son hechos reales, pese a que pasaron hace muchos años y muy lejos de aquí. Es una historia que me contaron los Edena Ruh, y por eso sé que es cierta.
Pizcas de verdad
¿Acaba así? -preguntó Sim tras una pausa educada. Estaba tumbado boca arriba mirando las estrellas.
– Sí.
– Pues no acaba como yo esperaba -dijo.
– Y ¿qué esperabas?
– Esperaba saber quién era en realidad el viejo mendigo. Creía que en cuanto alguien fuera agradable con él, resultaría ser Táborlin el Grande. Entonces les entregaría su bastón y un saco de dinero y… no lo sé. Utilizaría su magia para algo.
– Diría: «Cuando estéis en peligro, golpead el suelo con este bastón y decid "¡Rápido, bastón!"», y entonces el bastón giraría sobre sí mismo y los defendería de quienquiera que los atacase -terció Wilem. El también estaba tumbado boca arriba en la hierba-. Creía que en realidad no era un viejo mendigo.
– Los viejos mendigos de las historias nunca son viejos mendigos -dijo Simmon con un tono ligeramente acusador-. Siempre son una bruja, un príncipe, un ángel o algo.
– En la vida real, los mendigos casi siempre son mendigos -señalé-. Pero ya sé en qué clase de historia estáis pensando. Esas son historias que contamos a otros para distraerlos. Esta historia es diferente. Es una historia que nos contamos entre nosotros.
– ¿Para qué contar una historia si no es para distraer?
– Para ayudarnos a recordar. Para enseñarnos… -hice un ademán impreciso- cosas.
– ¿Como estereotipos exagerados? -preguntó Simmon.
– ¿Qué quieres decir con eso? -pregunté, molesto.
– ¿ «Lo engancharemos al carro y le haremos tirar de él»? -Simmon dejó ir un ruidito de disgusto-. Si no te conociera, me sentiría ofendido.
– Y si yo no te conociera a ti -dije, acalorado-, me sentiría ofendido. ¿Sabes que los atures mataban a la gente que encontraban viviendo en el camino? Uno de tus emperadores declaró que eran perjudiciales para el imperio. La mayoría solo eran mendigos que habían perdido su casa por culpa de las guerras y los impuestos. A la mayoría los obligaron a alistarse en el ejército.
Tiré de la pechera de mi camisa y añadí:
– Pero los Edena eran los más valorados. Nos perseguían como a zorros. Durante cien años, la caza de Ruhs fue el pasatiempo favorito de la flor y nata atur.
Se hizo un profundo silencio. Me dolía la garganta, y me di cuenta de que había gritado.
– Eso no lo sabía -dijo Simmon con voz débil.
Me reprendí a mí mismo y di un suspiro.
– Lo siento, Simmon. Es una… Eso pasó hace mucho tiempo. Y no es culpa tuya. Es una vieja historia.
– Sin duda, puesto que contiene una referencia a los Amyr -terció Wilem, que evidentemente trataba de cambiar de tema-. ¿Cuánto hace que se disolvieron? ¿Trescientos años?
– De todas formas -dije-, todos los estereotipos encierran algo de verdad. Una semilla de la que surgieron.
– Basil es de Vintas -dijo Wil-. Y es muy peculiar respecto a ciertas cosas. Duerme con un penique bajo la almohada, cosas así.
– Cuando vine a la Universidad, viajé con un par de mercenarios adem -aportó Simmon-. No hablaban con nadie, solo entre ellos. Y siempre estaban moviéndose y haciendo gestos con las manos.
– Debo admitir -dijo Wil con vacilación- que conozco a muchos ceáldimos que se preocupan mucho de forrar sus botas con plata.
– Sus bolsas -le corrigió Simmon-. Las botas son lo que te pones en los pies. -Agitó un pie para ilustrar sus palabras.
– Sé muy bien qué es una bota -dijo Wilem con enojo-. Hablo esta lengua vulgar mejor que tú. Quería decir botas, patu. El dinero que llevas en la bolsa es para gastar. El dinero que quieres guardar lo llevas en las botas.
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