Me senté.
– Vamos a ver el resto -dije.
El segundo libro de Sim era más de lo mismo. Pero el tercero encerraba una sorpresa.
– «Gran preponderancia de mojones en los alrededores, lo que indica que en el pasado esa zona debían atravesarla rutas de comercio…» -Sim se interrumpió, se encogió de hombros y me pasó el libro-. Mira por dónde, este defiende tu tesis.
No pude evitar reírme.
– Pero ¿cómo? ¿No los has leído antes de traerlos aquí?
– ¿En una hora? -Sim también rió-. No, qué va. Se los he pedido a un secretario.
Wilem lo miró con severidad.
– No es verdad. Se lo has preguntado a Títere, ¿verdad?
Simmon adoptó una expresión de inocencia, pero solo consiguió que su semblante, inocente por naturaleza, delatara su culpabilidad.
– Quizá haya pasado a verlo -dijo sin definirse-. Y quizá él me haya sugerido un par de libros que contenían información sobre itinolitos. -Al ver la expresión de Wilem, levantó una mano-. No me mires mal. De todas formas, me ha salido el tiro por la culata.
– Títere, otra vez -gruñí-. ¿Pensáis presentármelo algún día? No entiendo por qué mantenéis ese silencio hermético sobre él.
Wilem se encogió de hombros.
– Lo entenderás cuando lo conozcas -dijo.
Los libros de Sim se dividían en tres categorías. Una apoyaba su tesis, y hablaba de ritos paganos y sacrificios de animales. La otra especulaba sobre una civilización antigua que los utilizaba como mojones para señalizar los caminos, pese a que algunos estaban situados en laderas escarpadas o lechos de ríos donde no podía haber ningún camino.
El último libro era interesante por otros motivos:
– «… un par de monolitos idénticos con un tercero atravesado encima» -leyó Simmon-. «Los lugareños lo llaman "la jamba". Si bien durante las fiestas de primavera se los decora y se baila alrededor de ellos, los padres prohíben a sus hijos que se acerquen cuando hay luna llena. Un anciano muy respetado y razonable afirmaba…» -Sim dejó de leer-. Yo qué sé -dijo con desdén, y se dispuso a cerrar el libro.
– ¿Qué afirmaba? -quiso saber Wilem; Sim había conseguido picar su curiosidad.
Simmon puso los ojos en blanco y siguió leyendo:
– «… afirmaba que en determinados momentos los hombres podían trasponer esa puerta de piedra y acceder al país mágico donde mora Felurian, y donde ama y destruye a los hombres con su abrazo.»
– Interesante -murmuró Wilem.
– No tiene nada de interesante. Son tonterías infantiles y supersticiosas -lo contradijo Simmon, obstinado-. Y nada de todo esto nos ayuda a decidir quién tiene razón.
– ¿Cómo vamos hasta ahora, Wilem? -pregunté-. Tú eres nuestro juez imparcial.
Wilem fue a la mesa y hojeó los libros de Sim. Sus oscuras cejas se movían arriba y abajo mientras reflexionaba.
– Siete a favor de Simmon y seis a favor de Kvothe. Tres indistintos.
Echamos un vistazo a los cuatro libros que había llevado yo. Wilem descartó uno de ellos, y el recuento quedó en siete a favor de Simmon y nueve a mi favor.
– No es un resultado del todo concluyente -observó Wilem.
– Podríamos decir que hemos quedado en tablas -propuse, magnánimo.
Simmon frunció el entrecejo. Pese a su natural bondadoso, no soportaba perder una apuesta.
– Me parece bien -dijo.
Me volví hacia Wilem y eché una elocuente mirada al par de libros que había encima de la mesa y que todavía no habíamos tocado.
– Por lo visto, nuestra apuesta se decidirá un poco más deprisa, ¿nia?
Wilem compuso una sonrisa rapaz.
– Muy deprisa. -Levantó el libro-. Aquí tengo una copia de la orden de disolución de los Amyr. -Abrió el volumen por una página marcada y empezó a leer-: «En lo sucesivo, rendirán cuentas de sus actos ante las leyes del imperio. Ningún miembro de la Orden se atreverá a atribuirse el derecho a ver un caso, ni a juzgar a nadie en un tribunal».
Me miró con aire de suficiencia.
– ¿Lo ves? -dijo-. Si les retiraron sus poderes arbitrales, quiere decir que los tuvieron. Por tanto, es obvio que formaron parte de la burocracia atur.
– De hecho -dije a modo de disculpa-, la iglesia siempre ha tenido poderes arbitrales en Atur. -Levanté uno de mis dos libros-. Es curioso que hayas traído el Alpura Prolycia Amyr. Yo también lo he traído. El decreto lo publicó la propia iglesia.
– No, no lo publicó la iglesia -dijo Wilem con expresión torva-. Aquí figura como el decreto sesenta y tres del emperador Nalto.
Asombrados, comparamos nuestros dos libros y vimos que la información que daban era contradictoria.
– Supongo que eso anula los dos -dijo Sim-. ¿Qué más tenéis, chicos?
– Esto es un Feltemi Reis. Las luces de la Historia -refunfuñó Wilem-. Es definitivo. No creía que fuera a necesitar ninguna prueba más.
– ¿No os inquieta? -Golpeé los dos libros contradictorios con los nudillos-. Estos dos libros no deberían afirmar cosas diferentes.
– Acabamos de ver veinte libros que afirman cosas diferentes -observó Simmon-. ¿Por qué iban a inquietarme dos más?
– El propósito de los itinolitos es especulativo. Es lógico que haya diversidad de opiniones. Pero el Alpura Prolycia Amyr era un decreto abierto. Convirtió a miles de hombres y mujeres poderosos del imperio de Atur en forajidos. Fue una de las razones primordiales de la caída del imperio. No hay ninguna razón para que tenga informaciones que entren en conflicto.
– Pero la Orden lleva más de trescientos años disuelta -razonó Simmon-. Es mucho tiempo, suficiente para que surjan contradicciones.
Negué con la cabeza y hojeé los dos libros.
– Una cosa son las opiniones contrarias, y otra, los hechos contrarios. -Cogí mi libro y lo levanté-. Esto es La caída del imperio, de Greggor el Menor. Es un charlatán y un fanático, pero es el mejor historiador de su época. -Levanté el libro de Wilem-. Feltemi Reis no es exactamente historiador, pero es mucho más erudito que Greggor, y muy escrupuloso con los hechos. -Miré uno y otro libro con el ceño fruncido-. Esto no tiene ningún sentido.
– Pues ¿qué hacemos? -preguntó Sim-. ¿Otro empate? Qué decepción.
– Necesitamos a un juez imparcial -propuso Wilem-. Alguien con más autoridad.
– ¿Con más autoridad que Feltemi Reis? -pregunté-. Dudo que Lorren se moleste en ayudarnos a resolver nuestra apuesta.
Wil negó con la cabeza, se levantó y se alisó la pechera de la camisa con una mano.
– Eso significa que por fin vas a conocer a Títere.
Títere
Lo más importante es ser educado -dijo Simmon en voz baja mientras recorríamos un pasillo estrecho con las paredes forradas de libros. Nuestras lámparas simpáticas lanzaban haces de luz por los estantes y hacían bailar las sombras-. Pero no lo trates con prepotencia. Es un poco… raro, pero no es idiota. Trátalo como tratarías a cualquier otro.
– Pero con educación -dije con sarcasmo, cansado de su letanía de consejos.
– Exactamente -repuso Simmon, muy serio.
– Pero ¿adónde vamos? -pregunté, sobre todo para impedir que Simmon siguiera dándome órdenes.
– A menos tres -contestó Wilem, y empezamos a descender por una larga escalera de piedra. Largos siglos de uso habían gastado la piedra, y los peldaños estaban hundidos como estantes sobrecargados de libros. Las sombras hacían que los escalones parecieran lisos, oscuros y sin cantos, como el lecho de un río seco labrado en la roca.
– ¿Estáis seguros de que lo encontraremos allí?
– Sí -me confirmó Wil-. Creo que no sale mucho de sus habitaciones.
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