Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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—¿Lo dices de veras? —pregunté, asombrado.

—Nunca bromearíamos contigo, Gilgamesh. El desconcierto y la admiración me silenciaron por un momento. Cuando pude hablar de nuevo dije con voz apenas audible:

—¿Cómo obtendré esta milagrosa materia? Lu-Ninmarka hizo un gesto con la mano hacia las piedras de los buceadores, las cuerdas, el mar. Indicó que debía despojarme de mis ropas y descender al interior de las aguas. Vacilé sólo un momento. El mar es el dominio de Enki, y yo nunca me he sentido muy atraído por ese dios. Sería una nueva experiencia para mí entrar en el mar. Bien, pensé, en mi travesía a Dilmun, Enki no me había hecho ningún mal; cuando niño me había sumergido a menudo en las aguas del río. ¿Qué tenía que temer allí? La planta Rejuvenece me aguardaba en aquellas aguas. Eché a un lado mi capa; até las pesadas piedras a mis pies; avancé torpemente hacia el borde del mar.

¡Qué clara era el agua, que cálida, qué suave! Lamía la rosada arena de la orilla y adquiría ella misma una tonalidad rosada. Miré hacia Lu-Ninmarka, que me animó a seguir adelante. Había que avanzar lentamente, con aquellas piedras. El agua era poco profunda; avancé chapoteando con el agua hasta las rodillas por un tiempo interminable. Pero finalmente llegué a un lugar donde el reborde hundido de la tierra cedía y dejaba paso ante mí a lo que parecían ser las fauces de un gran abismo. Miré de nuevo hacia atrás; de nuevo Lu-Ninmarka me señaló hacia delante. Llené mi pecho de aire y me arrojé de cabeza, y las piedras me arrastraron hacia abajo.

¡Ah, qué alegría era sumergirse en aquellas profundidades! Era como volar, sereno y sin esfuerzo, pero volar hacia abajo, un puro y dulce descenso. Me sentía absolutamente libre de cualquier temor. El color del mar se hacía más profundo a mi alrededor: ahora era de un intenso zafiro, atravesado por franjas de resplandeciente luz procedentes de arriba. Mientras descendía, los peces se me acercaron y me estudiaron con sus grandes ojos saltones. Eran de todos los colores, amarillos con franjas azules, escarlatas, azules, topacio, esmeralda, turquesa; eran de colores que jamás había visto antes, y de mezclas de colores que jamás hubiera creído que fuesen posibles. Hubiera podido tocarlos, tan cerca estaban. Danzaban a mi alrededor con una gracia inimaginable.

Abajo, abajo, abajo. Alcé mis brazos muy arriba por encima de mi cabeza y me dejé arrastrar libremente por el tirón del abismo. Mi pelo se abría en abanico alrededor de mi cabeza; una ristra de burbujas brotaba de mis labios; había un tremendo resonar en mi pecho. Mi corazón estaba alegre; el más absoluto de los deleites fluía a través de todo mi cuerpo. Era incapaz de decir cuánto tiempo hacía desde que había experimentado por última vez una alegría semejante. No desde que Enkidu se había ido de mi lado, por supuesto. ¡Ah, Enkidu, Enkidu, si hubieras podido estar aquí a mi lado mientras me abría camino hacia el abismo!

El agua era mucho más fría aquí. La brillante luz, muy arriba, era pálida, azul, remota, como la luz de la luna velada por pesadas nubes. De pronto sentí algo firme bajo mis pies: había alcanzado el suelo del reino sumergido. Suave arena debajo, oscuras y dentadas rocas delante. ¿Dónde estaba la planta? ¿Dónde estaba Rejuvenece? ¡Ah, aquí, aquí! Vi una multitud de ellas: pétreas hojas grises aferradas a las rocas. Toqué ligeramente varias de ellas, maravillado, pensando: ¿Es ésta la que producirá la magia? ¿Es ésta la que volverá hacia atrás los años? Arranqué una de las plantas. Me costó. La superficie exterior era retorcida y aristada, como si estuviera cubierta por pequeñas hojas afiladas, y pinchó mis manos como una rosa. Vi la nube carmesí de mi sangre ascender a lo largo de mis brazos. Pero tenía la planta de la vida y del aliento; la aferré fuerte; la alcé jubiloso, y hubiera lanzado un grito de triunfo si eso hubiera sido posible en aquel mundo silencioso. ¡La Rejuvenece! ¡Sí! Quizá no pudiera ser mía la vida eterna, pero al menos tendría alguna forma de escudarme contra el mordisco de los dientes del tiempo.

¡Sube ahora, Gilgamesh! ¡Vuelve a la superficie del mar! Mi búsqueda había terminado; y me di cuenta entonces por primera vez de que había agotado todo mi aliento.

Me liberé de las piedras que había atado a mis pies y ascendí en el agua como una flecha, dispersando a los asustados peces. El resplandor me envolvió. Salí como un estallido al aire y sentí el bendito calor del sol. Riendo, chapoteando, tambaleándome, salí del seno del mar y avancé hacia la orilla. En unos pocos momentos hube alcanzado un lugar donde el agua era lo bastante somera como para poder permanecer en pie; y avancé corriendo hasta que me hallé de nuevo en tierra firme.

Tendí mi mano hacia Lu-Ninmarka, mostrándole la cosa gris e irregular que sujetaba en ella. La sangre seguía brotando de los cortes que había causado en mi carne, y sentí la sal del mar que escocía en ellos; pero eso no importaba.

—¿Es ésta? —exclamé—. ¿Es ésta la correcta? —Déjame ver —murmuró—. Dame tu cuchillo. Lo tomó y deslizó diestramente la hoja entre las dos valvas pétreas. Con una fuerza que no creí que tuviera el viejo sacerdote abrió las dos valvas y las volvió del revés. Dentro vi algo extraño, una cosa carnosa y arrugada, pulsante, de color rosado, tan suave e intrincada y misteriosa como la parte más íntima de una mujer. Pero eso no preocupó a Lu-Ninmarka; rebuscó con los dedos entre los repliegues y, al cabo de un momento, lanzó una exclamación y extrajo algo redondo y liso y resplandeciente, la perla que es el fruto de la planta Rejuvenece. —Eso es lo que buscamos —dijo. Arrojó descuidadamente a un lado las valvas pétreas y la cosa rosada que contenían; un pájaro picó de inmediato para devorar aquella tierna carne. Pero Lu-Ninmarka mantuvo la perla protegida en la palma de su mano, acunándola como si fuese el más querido hijo de sus entrañas. A la cálida luz del sol pareció brillar con una radiación interior; y su color era intenso y espléndido, con un toque de azul mezclado en el cremoso rosa. La tocó ligeramente con la punta de un dedo, haciéndola rodar en su palma, pareciendo extraer de ello el máximo deleite. Luego, al cabo de un rato, la colocó en mi mano y dobló mis ensangrentados dedos a su alrededor.

—Ponía en tu bolsa —dijo—, y consérvala como lo harías con el más grande de tus tesoros. Llévala contigo a Uruk la de las grandes murallas, y guárdala en tu caja fuerte. Y cuando sientas que los años empiezan a pesar sobre ti, Gilgamesh, sácala, conviértela en un fino polvo, mézclala con un vino bueno y fuerte, y bébela de un solo sorbo. Eso es todo. Tus ojos se volverán nítidos de nuevo, tu aliento volverá en grandes inhalaciones, tu fuerza será otra vez la fuerza del matador de leones que fuiste antes. Éste es nuestro regalo para ti, Gilgamesh de Uruk.

Miré la perla con ojos muy abiertos.

—No hubiera podido pedir nada mejor.

—Ahora vamos. El barquero te espera.

38

Hosco y melancólico y silencioso como siempre, Sursunabu el barquero me llevó de vuelta por la tarde a la gran isla cercana. Una vez más me alojé en la ciudad principal de Dilmun por unos días, hasta que pude conseguir pasaje a bordo de un barco que se dirigía a la Tierra. Recorrí ociosamente las empinadas calles, pasé por delante de las tiendas de ladrillo y madera con sus amplias entradas donde los artesanos del oro y del cobre y de las piedras preciosas exhibían el producto de sus habilidades, y miré hacia la playa y sus barcos, y más allá hacia la amplia sábana azul del mar y la pequeña y arenosa isla. Pensé en el Ziu-sudra que no era Ziusudra, y en los sacerdotes y sacerdotisas que lo servían en los misterios de su culto, y en el auténtico relato que me habían contado de la llegada del Diluvio, tan diferente del que me habían contado en la Tierra; y pensé también en el pétreo fruto de la planta Rejuvenece guardado en una bolsita en torno a mi cuello y que ardía contra mi pecho como una esfera de llamas. Así que al fin mi búsqueda había terminado. Volvía a casa; y aunque no había encontrado lo que había venido a buscar, al menos había conseguido parte de ello, un medio de luchar contra el destino que tanto aborrecía.

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