Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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Y de pronto dijo, con una perfecta claridad: —No existe la muerte, si sólo cumplimos con las tareas que nos imponen los dioses. ¿Me comprendes? No existe la muerte.

Se volvió hacia mí, y pareció aguardar. —Y tu tarea fue hacer que la Tierra se recuperara cuando las aguas se retiraran; y por eso los dioses te libraron de la muerte. Entonces, ¿cuál es mi tarea, Ziusudra? Sabes que yo también puedo ser liberado de la muerte. —Sé eso.

—Pero el Diluvio no volverá. ¿Qué debo hacer? Construiría un barco como el tuyo, si fuera necesario. Pero no hay necesidad de ninguno.

—¿Crees que hubo un barco, Gilgamesh? ¿Crees que hubo un Diluvio?

A la débil y parpadeante luz de su pequeña lámpara, intenté, y fracasé, leer los misterios de su rostro. Su mente era demasiado ágil para mí; se alejaba de mi comprensión. Estaba perdiendo las esperanzas de que pudiera ayudarme a encontrar lo que buscaba. —He oído lo que dicen aquí en el templo —admití—. ¿Pero qué debo hacer con ello? En la Tierra cuentan una historia diferente.

—Créela como la contamos nosotros. Vinieron las lluvias; en Shuruppak el rey reunió a su gente, y separaron provisiones y las llevaron a las tierras altas, y permanecieron allí hasta que se agotó la furia de la tormenta. Entonces regresaron a la Tierra y reconstruyeron todo lo que había sido destruido. Eso es lo que ocurrió, hace tantos cientos de años. Todo lo demás es fábula.

—¿Incluida —dije— la parte donde Enlil vino a ti y te bendijo y te envió a Dilmun para vivir eternamente?

Agitó la cabeza.

—El rey de Shuruppak huyó a Dilmun desesperado. Vino aquí cuando vio que había sido una estupidez haber salvado a la humanidad, porque los viejos males aún seguían latiendo. Abandonó la Tierra; cedió su reino; buscó la virtud y la pureza en esta isla. Eso fue todo, Gilgamesh. Todo lo demás es fábula.

—La historia dice que los dioses te concedieron la vida eterna. ¿Fue eso también una fábula? Hay vida eterna aquí, o al menos lo parece.

—No existe la muerte —dijo el Ziusudra—. ¿No es eso lo que te he dicho? —Me lo has dicho, sí. Debemos cumplir con las tareas que los dioses decreten para nosotros, y entonces no habrá muerte. Pero te pregunto de nuevo: ¿Cuál es mi tarea, Ziusudra? ¿Cómo la reconoceré? ¿Qué secreto debo aprender?

—¿Por qué crees que hay un secreto?

—Tiene que haberlo. Has vivido tanto tiempo. Viste el Diluvio: eso fue hace diez vidas, o veinte; y sin embargo estás sentado aquí. A todo tu alrededor hay hombres y mujeres que parecen tan sin edad como tú. ¿Qué edad tiene Lu-Ninmarka? ¿Qué edad tiene Hasi-danum? —Miré al Ziusudra larga y ansiosamente. Mis manos temblaban, y sentía dentro de mí los inicios del aura del dios, el zumbar, el crujir y el silbar, todas aquellas extrañas cosas que vienen a mí en los momentos en que estoy más encerrado en mí mismo en la necesidad—. ¡Dime, padre, cómo puedo derrotar a la muerte! Los dioses en asamblea confirieron la vida sobre ti: ¿quién puede llamarlos en asamblea para mí?

—Tú eres el único que puede hacerlo —dijo el Ziusudra.

Apenas podía respirar.

—¿Cómo? ¿Cómo?

Respondió, de la manera más espontánea:

—Primero muéstrame que puedes dominar el sueño, y luego veremos la forma de dominar la muerte. Puedes matar leones, oh el más grande de los héroes; ¿puedes matar el sueño? Te invito a que lo intentes. Siéntate aquí a mi lado durante seis días y siete noches sin dormir; y entonces quizá puedas hallar la vida que buscas.

—¿Es ése el camino, entonces?

—Es el camino al camino.

El zumbido en mi alma disminuyó. Me sentí invadido por una nueva calma. Aceptaba guiarme, después de todo.

—Lo intentaré —dije.

La prueba era realmente dura: ¡seis días, siete noches! ¿Cómo podía un hombre mortal hacer algo así? Pero me sentía confiado. Era más que un mortal; así lo había creído desde mi niñez, con buenas razones. Había matado leones e incluso demonios; podía matar también al sueño. ¿No había transcurrido día tras día sin más que una hora o dos de sueño en las estaciones de la guerra? ¿No había caminado a través de selvas y páramos de noche y de día como si no necesitara el sueño? Lo haría. Estaba seguro de eso. Tenía la fuerza necesaria; tenía el celo. Me acuclillé cerca de él y fijé mis ojos en su liso, rosado y sereno rostro, y me dediqué a la tarea.

Y para mi vergüenza el sueño vino sobre mí en un momento, como un torbellino. Aunque no supe que dormía.

Mis ojos estaban cerrados, mi respiración era pausada; como digo, había ocurrido en un momento. Creía que estaba despierto y que permanecía sentado mirando al Ziusudra; pero dormía, y soñaba. En mi sueño vi a Ziusudra y a su esposa, que era tan vieja como él; y él me señalaba y le decía a ella:

—¡Mira a este héroe, el hombre fuerte que busca la vida eterna! El sueño ha caído sobre él como un torbellino.

—Tócale —dijo ella—. Despiértale. Déjale regresar en paz a su tierra, a través de la puerta por la que la abandonamos.

—No —dijo Ziusudra en mi sueño—. Le dejaré dormir. Pero mientras duerme, esposa, hornea una hogaza de pan cada día, y deposítala aquí junto a su cabeza. Y haz una marca en la pared para llevar la cuenta de los días que duerme. Porque la humanidad es engañosa; y cuando despierte intentará engañarnos.

Así que ella horneó hogazas de pan e hizo marcas en la pared cada día, y yo soñé que seguía durmiendo, día tras día, pensando que estaba despierto. Ellos me observaban y sonreían ante mi insensatez; y luego, finalmente, Ziusudra me tocó y desperté. Pero esto estaba también en mi sueño.

—¿Por qué me has tocado? —pregunté. Y él respondió: —Para despertarte.

Le miré sorprendido, y le dije acaloradamente que no había dormido, que sólo había pasado un momento desde que me había acuclillado junto a él, y que mis ojos apenas se habían cerrado un momento desde aquel instante. Se echó a reír, y dijo gentilmente que su esposa había horneado una hogaza de pan cada día mientras yo dormía y que había depositado las hogazas a mi lado.

—¡Adelante, Gilgamesh: cuéntalas, y comprueba los días que has dormido!

Miré las hogazas. Había siete: la primera era como un ladrillo, la segunda estaba casi igual de pasada, la tercera estaba pastosa. La cuarta tenía toda la corteza blanca a causa del moho; la quinta estaba cubierta de moho también. Sólo la sexta hogaza estaba aún fresca. Vi la séptima cocerse sobre los carbones. Me mostró las marcas en las paredes, y había siete, una para cada día. Así supe que había caído dormido pese a mí mismo, y comprendí que había fracasado en mi comprensión. No era digno. Nunca sería capaz de hallar mi destino a lo largo del sendero a la vida eterna. La desesperación se apoderó de mí. Sentí que la muerte llegaba sobre mí como un ladrón en la noche, entrando en mi dormitorio, aferrando mis miembros con su fría presa. Y lancé un gran gemido y desperté; porque todo aquello seguía estando en mi sueño.

Miré al Ziusudra y me llevé la mano a la cabeza como para librarla de un sudario. Me sentía perdido en mis confusiones. Dormir creyendo que estaba despierto, y soñar, y despertar dentro de mi sueño, y luego despertar realmente, y seguir sin saber si había soñado o había estado despierto incluso entonces… ¡Oh, me sentía perdido, perdido!

Apreté las puntas de mis dedos contra mis ojos, inseguro.

—¿Estoy despierto? —pregunté.

—Creo que sí.

—¿Pero he dormido?

—Has dormido, sí. —¿He dormido mucho?

Se alzó de hombros.

—Quizás una hora. Quizás un día. —Lo hizo sonar como si para él lo uno mera lo mismo que lo otro.

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