Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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—He soñado que dormía seis días y siete noches, y tú y tu esposa me observabais, y cada día ella horneaba una hogaza de pan; y luego tú me despertabas y yo negaba que hubiera dormido, pero vi las siete hogazas ante mí. Y cuando las vi sentí que la muerte se apoderaba de mí, y grité.

—Te oí gritar —dijo el Ziusudra—. Fue hace un momento, justo antes de que despertaras.

—Así que ahora estoy despierto —dije, aún inseguro.

—Estás despierto, Gilgamesh. Pero primero dormiste. No fuiste consciente de ello: pero el sueño se apoderó de ti en el primer momento de tu prueba.

—Entonces he fracasado —dije con voz hueca—. Estoy condenado a morir. No hay esperanza para mí. Allá donde ponga el pie, allá encontraré la muerte…, ¡incluso aquí!

Sonrió con una sonrisa tierna y cariñosa, como la que uno dirigiría a un bebé.

—¿Crees que nuestros misterios pueden salvarte de la muerte? Ni siquiera pueden salvarme a mí. ¿Entiendes eso? Estos ritos que observamos: ni siquiera pueden salvarme a mí.

—Ésa es la historia que cuentan, que tú estás exento de morir.

—Es la historia, sí. Pero no es la historia que contamos nosotros aquí. ¿Cuándo he dicho yo que estaba exento de morir? Dime cuándo he pronunciado esas palabras, Gilgamesh.

Le miré, asombrado.

—No existe la muerte, dijiste. Sólo cumple con tu tarea, y no habrá muerte. Tú dijiste eso.

—Lo dije. Pero no supiste captar el significado.

—Tomé el significado que creí que había aquí.

—Sí, lo hiciste. Fue el significado fácil; era el significado que esperabas encontrar; pero no era el auténtico significado. —De nuevo la tierna sonrisa, tan triste, tan cariñosa. Gentilmente, dijo—: Aquí hemos hecho nuestro pacto con la muerte. Conocemos sus caminos, y ella conoce los nuestros; y tenemos nuestros misterios, y nuestros misterios nos defienden por un tiempo de la muerte. Pero sólo por un tiempo. ¡Pobre Gilgamesh, has venido hasta tan lejos para tan poco! La comprensión me invadió. Sentí que se me erizaba la piel; me estremecí con el frío de la percepción a medida que la verdad se manifestaba por sí misma. Contuve bruscamente el aliento. Había una pregunta que debía formular ahora; pero no sabía si me atrevería a formularla, y no creía que tuviera una respuesta para ella. De todos modos, al cabo de un momento dije: —Dime esto. Tú eres el Ziusudra: ¿pero eres Ziusudra de Shuruppak?

Respondió sin la menor vacilación. Y lo que me dijo fue lo que ya había empezado a comprender.

—Ziusudra de Shuruppak lleva muerto mucho tiempo —dijo.

—¿El que condujo a su pueblo a las tierras altas cuando llegaron las lluvias?

—Muerto hace mucho tiempo.

—¿Y el Ziusudra que vino después de él?

—Muerto también. No te diré cuántos de ese nombre se han sentado en esta estancia; pero no soy el tercero, ni el cuarto, ni siquiera el quinto. Morimos, y otro ocupa el lugar y el título; y así continuamos en la observancia de nuestros misterios. Soy muy viejo, pero no permaneceré sentado aquí para siempre. Quizá Lu-Ninmarka sea el Ziusudra que me sustituya, o quizás algún otro. Quizás incluso tú, Gilgamesh.

—No —dije—. No seré yo, creo.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Regresaré a Uruk. Volveré a ocupar mi trono. Viviré mis días en el número que me haya sido asignado.

—Sabes que puedes quedarte con nosotros si quieres, y tomar parte en nuestros ritos, y recibir entrenamiento en nuestras habilidades.

—Y aprender de ti cómo mantener la muerte a raya…, aunque no vencerla por completo. Porque eso es imposible.

—Sí.

—Pero si me entrego a ti, nunca podré abandonar esta isla. ¿No es así?

—No desearás abandonarla, si te conviertes en uno de nosotros.

—¿De qué forma será esto distinto a la muerte? —pregunté—. Perderé todo el mundo, y sólo tendré una pequeña isla arenosa a cambio de ello. Vivir en una pequeña habitación, y trabajar en esos campos, y rezar plegarias por la noche, y comer sólo ciertos alimentos…, vivir como un prisionero en una isla tan pequeña que puedo recorrerla de orilla a orilla en una o dos horas…

—No serás un prisionero. Si te quedas, dispondrás de todo tu libre albedrío.

—No es ésa la vida que quiero para mí, padre.

—No —dijo—, no creo que lo sea.

—Te agradezco la oferta.

—Que no será retirada en ningún momento. Puedes acudir a nosotros siempre que quieras, Gilgamesh, si así lo decides. Pero no creo que sea eso lo que decidirás. —Sonrió de nuevo, y tendió su mano; y como había hecho la primera vez, tocó mi rostro con las yemas de sus dedos como bendición. Su mano era muy fría. Su contacto producía un hormigueo. Cuando Lu-Ninmarka me condujo de nuevo a la superficie, seguía sintiendo los lugares donde me había tocado como huellas blancas contra mi piel.

37

Me preparé para abandonar la pequeña isla. Siguiendo las órdenes del Ziusudra, me fue entregada una nueva y fina capa, y una banda para colocar en torno a mi cabeza, y me bañé hasta que estuve tan limpio como la nieve recién caída. El barquero Sursu-nabu me cruzó hasta Dilmun; allí arreglé las cosas para mi viaje de vuelta a casa. Me sentía de un humor sombrío, triste y melancólico, ¿y por qué no debería ser así? El Ziusudra lo había dicho claramente: había ido hasta tan lejos para tan poco. Sin embargo, no me sentía desconsolado por ello. Había jugado y había perdido, pero la apuesta había sido grande. Sólo un loco lloraría cuando le pide a sus dados lo imposible y éstos no se lo proporcionan.

Se acercaba ya el momento de mi partida cuando el viejo sacerdote Lu-Ninmarka acudió a mí y pronunció un pequeño discurso, diciendo:

—El Ziusudra lamenta profundamente que hayas tenido que soportar tantas dificultades y te hayas agotado tanto sin conseguir ninguna recompensa. A fin de consolarte ha decidido revelarte algo oculto, uno de los secretos de los dioses. Te lo ofrece como un regalo, para que lo lleves contigo de vuelta a tu país. —¿Y de qué se trata? —pregunté. —Ven conmigo.

En verdad me sentía tan desanimado que mi anhelo hacia cualquier regalo del Ziusudra era prácticamente nulo; sólo deseaba marcharme de aquel lugar y regresar lo más aprisa posible a Uruk. Pero sabía que no sería cortés ni educado rehusar. Así que acompañé al sacerdote a un lugar alejado de la isla, donde la tierra penetraba en el mar en una larga y estrecha punta con la forma de la hoja de un cuchillo. Al extremo de esa punta vi un gran montón de miles de grises conchas marinas de extraña forma, todas retorcidas y ásperas por un lado, suaves y resplandecientes por el otro. Cerca de ellas había el tipo de piedra que utilizan los buceadores como lastre cuando se sumergen en el mar, y algunas cuerdas para atarlas a sus piernas. —¿Te preguntas por qué te he traído aquí? —dijo Lu-Ninmarka. Sonrió. Creo que pretendía ser agradable, aunque para mí era como la sonrisa de una calavera, tan delgado y carente de carne era su anguloso rostro. Recogió una de las conchas grises, la sostuvo un momento en la palma de su mano, con el lado liso hacia abajo, y la arrojó al suelo. Luego señaló al mar. —Este es el lugar donde se encuentra la planta conocida como Rejuvenece: ahí, en el fondo del mar. Fruncí el ceño y dije: —¿Rejuvenece? ¿De qué planta se trata? Me miró sorprendido.

—¿No la conoces? Esa planta es la maravilla de las maravillas. De ella extraemos una medicina que cura la más implacable de las enfermedades: me refiero a la devastación de la edad. Es una medicina que restablece en el hombre su anterior fuerza, que borra las arrugas de su rostro, que hace que su pelo vuelva a crecer oscuro. Y la planta de la que procede vive en estas aguas. ¿Ves estas conchas? Son sus hojas. Nos sumergimos en busca de la planta, la sacamos a la superficie, extraemos su poder, y desechamos el resto. De su fruto hacemos la poción que nos preserva de la edad. Éste es el regalo de partida que te hace Ziusudra: se me ha permitido que te entregue el fruto de la planta Rejuvenece para que te la lleves contigo en tu viaje.

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