Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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Que así fuera. ¡Ahora, a Uruk!

Había un barco mercante de Meluhha en el puerto, que ya había terminado todos sus negocios en tierra. Partiría hacia el norte hasta Eridu y Ur para intercambiar sus mercancías con los productos de la Tierra; y luego, cuando estuviera cargado, se dirigiría de vuelta al Mar del Sol Naciente y partiría hacia el distante y misterioso lugar en el este de donde había venido. Supe esto de un mercader de Lagash que se alojaba en mi hostería.

Fui al puerto y me dirigí al dueño del barco de Meluhhan. Era un hombre bajo y de aspecto delicado con una piel tan negra como el ébano y acusados rasgos, delicados y orgullosos; comprendía bastante bien mi lenguaje, y dijo que me tomaría como pasajero. Le pedí que fijara su precio, y lo hizo: calculo que era la mitad de lo que valía su barco. Me miró con unos ojos como ónice pulido y sonrió. ¿Esperaba que regateara con él? ¿Cómo podía yo hacer algo así? Soy rey de Uruk; no puedo regatear. Quizá él supiera eso y se estuviera aprovechando de ello. O quizá pensara que yo no era más que un fornido estúpido, con más plata que inteligencia. Bien, era un precio alto; se llevó casi toda la plata que me quedaba. Pero eso no importaba demasiado. Había permanecido demasiado tiempo lejos de la Tierra; pagaría eso y más con el corazón alegre, con tal de que me llevara de vuelta a casa.

Partimos, pues. Un día, mientras el cielo era tan llano y ardiente como un yunque, los pequeños hombres de Meluhha, de piel oscura, izaron su vela y saltaron a sus remos, y pusimos rumbo al norte, a mar abierto.

La carga era maderas de varias clases de su tierra, que estaban almacenadas en grandes montones en cubiertas, y arcones que contenían lingotes de oro, peines y figurillas de marfil, cornalina y lapislázuli. El capitán dijo que había hecho aquel viaje cincuenta veces y que tenía intención de hacerlo otras cincuenta antes de morir. Le pedí que me hablara de los países que se extienden entre Meluhha y la Tierra. Deseaba conocer la forma de sus costas, el color del aire, el aroma de las flores, y un centenar de otras cosas; pero él se limitó a encogerse de hombros y dijo:

—¿A qué viene este interés? El mundo es igual en todas partes.

Sentí una gran piedad hacia él al oírle decir eso.

Entre aquellos meluhhanos me sentía como un coloso. Desde hace tiempo me he acostumbrado a dominar con mi estatura a los hombres de la Tierra, superándoles la cabeza y los hombros e incluso el pecho; pero en este viaje mis compañeros apenas me llegaban al estómago, e iban de un lado para otro a mi alrededor casi como si fuesen pequeños monos. ¡Por Enlil, yo debía parecerles algo monstruoso! Sin embargo no me mostraban ni miedo ni admiración; para ellos era simplemente una curiosidad bárbara, supongo, algo que contarían en sus relatos de marinos cuando llegaran a su tierra natal:

—Creedlo si queréis, pero tuvimos un pasajero entre Dilmun y Eridu, ¡y su estatura era como la de un elefante! También era tan estúpido como un elefante, e igual de torpe…, cuidábamos mucho de permanecer fuera de su camino, ¡o de otro modo nos hubiera pisoteado sin darse cuenta de que estábamos allí!

En realidad, me hacían sentir como un patán, debido a lo pequeños y ágiles que eran; pero diré en mi defensa que el barco estaba construido para personas de un tamaño inferior al mío. No era culpa mía el que tuviera que ir constantemente semiagachado y con los brazos a los costados, apenas capaz de moverme sin chocar contra algo.

El sol era blanco y ardiente y el cielo sin nubes despiadado. Había poco viento; pero tan hábiles eran aquellos marinos que mantenían el barco en movimiento incluso con la más ligera de las brisas. Los observaba admirado. Trabajaban como si sólo tuvieran una mente; cada cual ejecutaba sus tareas sin necesidad de que nadie le mandara nada, rápido y silencioso bajo el bochornoso calor. Si me hubieran pedido que les ayudara en algo lo hubiera hecho, pero me dejaban de lado. ¿Sabían que yo era un rey? ¿Les importaba? Creo que eran una raza curiosa; pero trabajaban duro.

Al anochecer, cuando se reunían para su comida vespertina, me invitaban tímidamente a que me uniera a ellos. Cada noche comían un guiso de carne o de pescado de un sabor tan intenso que creí que iba a quemarme los labios, y una especie de gachas que sabían a leche cuajada. Después de comer cantaban: una música extraña, retorciendo y entrelazando sus voces para crear sorprendentes melodías que se agitaban como serpientes. Y así transcurrió el viaje. Me alegraba permanecer un tanto apartado de ellos, a solas conmigo mismo, porque me sentía cansado y tenía muchas cosas en que pensar. De tanto en tanto tocaba la perla de la planta Rejuvenece que colgaba de mi cuello; y pensaba a menudo en Uruk y en lo que allí me aguardaba.

Finalmente vi las queridas orillas de la oscura Tierra destacarse en el horizonte. Entramos en la amplia boca de los ríos gemelos y seguimos adelante, y adelante y adelante, hasta llegar al lugar donde los dos ríos se dividen. Y allí delante estaba el Idigna, abriéndose camino desde la derecha; y allí delante estaba también el Buranunu, nuestro gran río, procedente de la izquierda. Di las gracias a Enlil. Todavía no estaba en casa; pero el viento que llegaba a mi rostro era el viento que había soplado ayer sobre mi ciudad nativa, y eso sólo era suficiente para alegrarme.

Poco después atracamos en los muelles de la sagrada Eridu. Allí dije adiós al capitán meluhhano y bajé solo a tierra. No era prudente ir hasta más allá en aquel barco, porque el siguiente puerto de atraque sería Ur; y no habría ninguna forma de ocultarme allí bajo el disfraz de viajero solitario. En Ur sería reconocido. Si ponía el pie en aquel lugar sin un ejército a mis espaldas sabía que nunca volvería a ver Uruk de nuevo. También me conocían en Eridu. Apenas llevaba tres minutos fuera del barco cuando empecé a ver ojos que me miraban parpadeantes y dedos que me señalaban, y les oí susurrar con sorpresa y maravilla: “¡ Gilgamesh! ¡Gilgamesh!” Era de esperar. Había estado muchas veces en Eridu para los ritos de otoño que forman como una estela del Sagrado Matrimonio. Pero no estábamos en otoño, y yo llegaba sin ningún séquito. No era extraño que me señalaran y murmuraran.

Eridu es la ciudad más antigua del mundo. Decimos que fue la primera de las cinco ciudades que existieron antes del Diluvio. Quizá fuera así, aunque ya no tengo tanta fe en esas viejas historias como antes de mi visita al Ziusudra. Enki es el principal dios del lugar, el que tiene poder sobre las dulces aguas que fluyen por debajo de la tierra; su gran templo está aquí, y su morada principal se halla debajo de él, o así se dice. Creo que debe ser así: puedes cavar en cualquier lugar en el suelo de Eridu y descubrir agua fresca.

Eridu se halla algo apartada del Buranunu, pero está conectada al río mediante lagunas y buenos canales, es tan puerto fluvial como cualquiera de las otras ciudades del río. Su emplazamiento es difícil, sin embargo, porque el desierto se inicia inmediatamente al borde de la ciudad, y creo que algún día las dunas llegarán a cubrirla por completo. Ellos también deben creerlo así, porque han situado no sólo el templo sino toda la ciudad encima de una gran plataforma elevada. Hay mucha piedra en torno a Eridu, y los constructores de la ciudad han sabido usarla bien. La pared que sustenta la plataforma es una enorme estructura revestida de piedra caliza, y los escalones del templo son grandes losas de mármol. Es algo digno de ser envidiado, tener tanta piedra tan cerca de tu ciudad, y no verte obligado como nosotros a construir sólo a base de barro.

Los mercaderes de Uruk han mantenido desde hace mucho una casa comercial en Eridu, cerca del templo de Enki: un lugar que mantienen en común, donde pueden extenderse crédito los unos a los otros y hacer el balance de sus libros e intercambiar rumores acerca del mercado y hacer todas las demás cosas que hacen los mercaderes. Hacia allí me dirigí desde el muelle, avanzando sin preocuparme por entre una multitud cada vez mayor de murmuradores y señala-dores: “¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh!”, durante todo el camino. Cuando entré en la gran estancia comercial descubrí a tres hombres de mi ciudad realizando su trabajo de escribas con estilos y tablillas; saltaron en pie apenas me vieron, jadeando y poniéndose pálidos como si el propio Enlil hubiera entrado entre ellos. Luego cayeron de rodillas y se pusieron a hacer frenéticamente los signos reales, moviendo los brazos y agitando las cabezas como locos frenéticos. Pasó un tiempo antes de que se calmaran lo suficiente como para hacerse entender.

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