Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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Hablamos hasta bien entrada la noche. Sabía que yo había estado algún tiempo fuera de Uruk, pero no se atrevió a preguntar por qué, ni dónde había estado. Intenté obtener de él un relato de los acontecimientos más recientes en mi ciudad, pero no pudo o no quiso decirme mucho, sólo que había oído decir que la cosecha había sido pobre y que se habían producido algunas inundaciones a lo largo de los canales durante la estación de las aguas altas. Pero el centro de su preocupación, evidentemente, no era Uruk sino Ur. Esa poderosa ciudad, después de todo, estaba sólo a unas pocas leguas de Eridu; y Meskiagnunna había engullido ya a Kish y Nippur. ¿Cuál sería la próxima, si no Eridu?

—¿Cómo podemos dudarlo? —me dijo Shulutula—. Quiere reinar sobre toda la Tierra.

—Los dioses no han concedido el sumo reinado a Ur —dije.

Miró sombrío su copa de vino.

—¿Podemos estar seguros de eso?

—No es posible.

—Hubo una ocasión en que el reinado recayó en Eridu, ¿no? —dijo Shulutula—. Hace mucho, antes del Diluvio. Luego pasó a Badtibira, a Larak, a…

—Sí —corté, impaciente—. No hace falta que me lo digas, conozco los antiguos anales tan bien como tú.

Aunque evidentemente mi tono brusco lo alteró, no se dejó impresionar. Me gustó por aquello.

—Suplico tu indulgencia —fue todo lo que dijo, y luego, con sorprendente atrevimiento, continuó como si yo no hubiera comentado nada—:…a Sippar y a Shuruppak. Luego vino el Diluvio, y todo resultó destruido. Después del Diluvio, cuando el reinado de la tierra descendió de nuevo de los cielos, el lugar donde fue a residir fue Kish, ¿no?

—Exacto —dije.

—Meskiagnunna se ha hecho el amo de Kish; no puede decirse entonces que el reinado ha sido de Kish aUr?

Entonces vi a dónde quería ir.

Agité la cabeza.

—Es difícil —dije—. El reinado residió en Kish, sí. Pero olvidas algo. En los primeros años de mi reinado Agga de Kish acudió a Uruk para hacer la guerra, y fue derrotado y tomado cautivo. Resulta claro que el reinado pasó de Kish a Uruk en ese momento. Cuando el rey de Ur se apoderó de Kish, sólo se apoderó de algo vacío. El reinado había desaparecido de allí; había ido a Uruk. Donde reside ahora.

—Entonces, ¿mantienes que el rey de Uruk es el rey de toda la Tierra?

—Absolutamente —dije.

—¡Pero no ha habido rey en Uruk en todos esos meses pasados!

—Muy pronto habrá de nuevo rey en Uruk, Shulutula —le dije. Me incliné hacia delante hasta que casi pude tocar la enorme protuberancia de su nariz con la punta de la mía, y dije de una forma que no admitía equívocos—: Meskiagnunna puede quedarse con Kish si lo desea. Pero no le permitiré que conserve Nippur, porque es una ciudad sagrada y debe ser libre; y te digo esto: nunca tendrá Eridu tampoco. No tienes nada que temer. —Entonces me levanté; bostecé y me estiré; y vacié mi última copa de vino—. Ya es bastante festín para esta noche, creo. El sueño me reclama. Por la mañana visitaré los templos, y luego iniciaré mi viaje a casa. Necesitaré de ti un carro y una reata de asnos, y un auriga que conozca el camino del norte.

Pareció desconcertado.

—¿Piensas ir por tierra, majestad?

Asentí.

—Daré a mi pueblo más tiempo para preparar mi recibimiento.

—Entonces te proporcionaré una escolta de quinientos soldados para ti, y cualquier otra cosa que puedas…

—No —dije—. Sólo un carro, y animales para tirar de él. Un sólo auriga. No necesito más que esto. Los dioses me protegerán, Shulutula, como siempre lo han hecho. Iré solo.

Le costó comprender aquello. No podía ver que yo no deseaba entrar en Uruk a la cabeza de un ejército de soldados extranjeros: quería entrar en mi ciudad del mismo modo que la había abandonado, solo, sin temor. Mi pueblo me aceptaría como su rey porque era su rey, no porque quisiera reimponerme por la fuerza. Cuando los hombres son dominados por la fuerza de las armas, no someten sus almas, simplemente doblegan sus cuerpos porque no tienen otra elección. Pero cuando los hombres son dominados por el poder del carácter ceden hasta lo más profundo de sus corazones, y se someten de forma absoluta. Cualquier rey inteligente sabe estas cosas.

Así que acepté de Shulutula de Eridu solamente lo que le había pedido: un carro, un auriga. También me dio algunas provisiones y un carcaj de espléndidas jabalinas, en caso de que encontrásemos leones o lobos a lo largo del camino; pero, aunque no dejó de dar vueltas a mi alrededor intentando ansiosamente persuadirme de que aceptar a una escolta algo más imponente de sus hombres, no cedí.

Permanecí en Eridu cinco días más. Había purificaciones que debía hacer ante los santuarios de Enki y An, y un rito privado en honor de Lugalbanda. Esos asuntos me ocuparon tres días; el cuarto, según los conjuradores de Shulutula, era un día nefasto, así que me quedé hasta el quinto. Partí hacia Uruk al despuntar el alba. Era el duodécimo día del mes du'uzu, cuando el pleno calor del verano empieza a caer sobre la Tierra. El auriga que me dio era un hombre corpulento llamado Ninurta-mansum, que tendría quizás unos treinta años, con los primeros flecos grises asomando en su barba. Llevaba cruzando su pecho la banda escarlata que anunciaba que había jurado su vida al servicio de Enki. De una forma curiosa, me hizo recordar la gruesa cicatriz rojiza que había marcado el cuerpo del viejo Namhani, que había conducido mi carro hacía mucho, cuando yo era un joven príncipe al servicio de Agga de Kish. Lo cual era sorprendentemente apropiado, puesto que el único auriga que haya llegado a conocer nunca que pudiera igualarse en habilidad a Ninurta-mansum fue Namhani: parecían hermanos gemelos en eso. Cuando sujetaban las riendas, era como si sujetaran en sus manos las almas de sus animales. A la hora de mi partida, abracé a Shulutula y le juré una vez más que protegería su ciudad contra las ambiciones del rey de Ur; él sacrificó una cabra y derramó una libación de sangre y miel en la puerta principal para asegurar mi feliz paso hasta casa; y luego salí en la mañana. Abandonamos la ciudad por la Puerta del Abismo y cruzamos las altas dunas y un gran bosquecillo de espinosos árboles kiskanu, casi un auténtico bosque: cuando miré hacia atrás, vi las torres del palacio y los templos de Eridu alzarse como los castillos de los príncipes demonio contra el pálido cielo de primera hora de la mañana. Luego cruzamos un tosco puente de piedra y descendimos al valle, y la ciudad se perdió a nuestras espaldas.

Ninurta-mansum sabía muy bien quién era yo y qué sería lo más probable que ocurriera si caía en manos de algún escuadrón de en patrulla de hombres de Ur. Así que dio un amplio rodeo a esa ciudad y se adentró en la desierta y desolada tierra de la parte occidental de Eridu. Todo era yermo allí, y soplaba un áspero y deprimente viento: la arena se elevaba en grandes torbellinos y tomaba la forma de tenues fantasmas cuyos melancólicos ojos no me abandonaban a lo largo de todo el día. Pero no sentía miedo. No eran más que torbellinos de arena.

Los asnos parecían incansables. Avanzaban hora tras hora, y no parecían conocer ni hambre, ni sed ni fatiga. Puede que estuvieran encantados, o quizá fueran demonios bajo un conjuro, tan incansables eran. Cuando se detenían al anochecer, apenas parecían cortos de aliento. Me pregunté cómo los animales iban a obtener agua en aquella sequedad; pero Ninurta-mansum empezó de inmediato a cavar, y al cabo de pocos momentos un fresco y suave manantial aparecía burbujeando entre la arena. Sin duda la bendición de Enki estaba sobre aquel hombre.

Cuando ya no corríamos riesgo de encontrarnos con guerreros de Ur, el auriga empezó a guiarnos más cerca del río. Estábamos en el lado de poniente del Buranunu, y en algún punto tendríamos que cruzarlo para alcanzar Uruk; pero eso no significaba una gran tarea para Ninurta-mansum. Conocía un lugar donde, en aquella época del año, el río era poco profundo y el fondo era firme, y nos llevó a través de él. Pasamos un mal momento cuando el asno delantero de la izquierda perdió pie y cayó, lo cual creí que iba a hacer volcar el carro. Pero Ninurta-mansum aferró fuertemente las riendas y reunió todas sus fuerzas para mantenernos erguidos. Los otros tres asnos aguantaron firmes. El que había caído salió del río bufando y escupiendo agua, y volvió a equilibrarse en su sitio; y salimos sanos y salvos a la orilla de levante del río. Quizá ni siquiera Namhani hubiera sido capaz de aquello.

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