Pero estaba equivocado una vez más. Las tres sacerdotisas alzaron la cortina de la tienda un poco y retrocedieron, indicándome que debía entrar. Entré, y me encontré en un lugar perfumado de ricas y lustrosas esterillas y hermosos tapices; y aguardándome en su centro, sentada sobre sus talones en un bajo camastro, había una mujer de voluptuosas formas cuyo cuerpo estaba desnudo excepto un resplandeciente pendiente de oro que colgaba entre sus pechos y la olivácea serpiente de la diosa con el grueso cuerpo enroscado como una cuerda en torno a su cintura, moviéndose con lentas y deslizantes pulsaciones. Pero no era Inanna. Era Abisimti, la sagrada cortesana, la que me había iniciado en los ritos de la hombría hacía tanto tiempo, la que había hecho lo mismo con Enkidu cuando todavía moraba en la salvaje estepa. Me había preparado para Inanna; la sorpresa y la impresión de hallar a una persona distinta en el lugar de Inanna me dejaron tan desconcertado que me tambaleé y me di cuenta de que iba a hundirme en mi acceso. Me vi a mí mismo al borde de un abismo. Oscilé; me agité; conseguí dominarme apelando hasta a mis últimas fuerzas.
Abisimti me miró. Sus ojos brillaban de una torma extraña; ardían en sus órbitas como esferas de resplandeciente cornalina. Con una voz que pareció llegarme desde algún mundo que no era este mundo, dijo:
—Te saludo, oh rey. ¡Te saludo, Gilgamesh! —Y me hizo señas de que me acercara a su lado.
Por un instante tuve doce años de nuevo y estaba yendo de nuevo con mi tío al claustro del templo para mi iniciación; me vi a mi mismo con mi faldellín de suave lino blanco, con la estrecha franja roja de renunciación a la inocencia pintada en mi hombro y un mechón de mi cabello en mi mano para entregárselo a la sacerdotisa. Y vi de nuevo a la hermosa Abisimti de dieciséis años de mi adolescencia, cuyos pechos eran redondos como granadas, cuyo largo pelo negro caía más allá de sus mejillas pintadas de dorado.
Ahora seguía siendo hermosa todavía. ¿Quién podía contar a los hombres que había abrazado en nombre de la diosa antes de que yo fuera a ella por primera vez, o a los hombres que había abrazado desde entonces? Pero el número de aquellos que la habían poseído podía ser tan grande como el número de los granos de arena en el desierto, y sin embargo no habían podido arrebatarle su belleza: sólo habían podido realzarla. Ya no era joven; sus pechos ya no eran tan redondos; y sin embargo seguía siendo hermosa. Me pregunté, sin embargo, por qué sus ojos parecían tan extraños, por qué su voz era tan poco familiar. Parecía casi aturdida. Debían haberle dado alguna poción, pensé: eso debía ser. ¿Pero por qué? ¿Por qué? —Esperaba hallar aquí a Inanna —dije.
Habló lentamente, como en un sueño:
—¿Te sientes disgustado? Ella no puede abandonar el templo. La verás más tarde, Gilgamesh.
Hubiera debido pensar que Inanna no iba a salir de las murallas de la ciudad. Le dije a Abisimti:
—Me siento igual de contento de encontrarte a tí. Me sorprendió, eso es todo…
—Ven. Quítate la ropa. Arrodíllate ante mí.
—¿Pero qué rito es el que tenemos que realizar?
—No debes preguntar. ¡Ven, Gilgamesh! Desnúdate. Arrodíllate.
Me sentía cauteloso pero extrañamente tranquilo. Quizá se tratara de un auténtico rito después de todo; quizás Inanna sólo deseara servir, y hubiera pensado en todo aquello para purificarme de Enlil sabía qué impureza antes de entrar en la ciudad. No podía creer que la gentil Abisimti formara parte de algún complot contra mí. Así que dejé a un lado mi espada y me despojé de mis ropas, y me arrodillé en la esterilla ante ella. Ambos estábamos desnudos, aunque ella llevaba el colgante y la serpiente viva en torno a su cintura, y yo llevaba la perla de la planta Rejuvenece colgando de una cuerda sobre mi pecho. Vi que ella la miraba. No podía tener ninguna idea de lo que era; pero sus cejas se juntaron por un momento.
—Dime qué debo hacer —indiqué.
—Esto es lo primero —dijo Abisimti.
Alcanzó algo a su lado y alzó con ambas manos un bol de alabastro de maravillosa finura y elegancia, tallado con los sagrados signos de la diosa. Lo tendió hacia mí, manteniéndolo entre los dos. Estaba lleno de oscuro vino. Así que debíamos derramar una libación, pensé, y luego quizá efectuáramos alguna especie de sacrificio —sacrificar la serpiente de Inanna, ¿era aquello posible?—, y después de eso supuse que pronunciaríamos un rito juntos; y finalmente, ella me arrastraría hacia el camastro y me haría penetrar en su cuerpo. En nuestra copulación yo expulsaría lo que fuera que debía ser purgado de mí antes de poder entrar en Uruk. Así imaginé que se desarrollarían las cosas.
Pero Abisimti tendió el bol hacia mí y dijo con un vago susurro:
—Toma esto, Gilgamesh. Bébelo hasta el fondo.
Depositó el bol en mis manos. Lo sostuve un momento, contemplando el vino, antes de llevarlo a mis labios.
Y noté algo extraño. Abisimti estaba temblando pese al gran calor del día. Todo su cuerpo estaba temblando. Sus hombros estaban extrañamente hundidos, sus pechos se agitaban como árboles en una tormenta, las comisuras de su boca se fruncían de una manera rara. Vi miedo en su rostro, y algo casi parecido a la vergüenza. Pero sus ojos resplandecían más y más brillantes; y tuve la impresión de que estaban fijos en mí como los ojos de una serpiente cuando se clavan en su impotente presa un momento antes de atacar. No puedo deciros por qué la vi de aquel modo, pero así fue. Estaba observando; estaba esperando. ¿Qué?
Dije, bruscamente suspicaz de nuevo:
—Si tenemos que tomar parte en este rito juntos, debemos compartirlo todo. Bebe tú primero; luego beberé yo.
Su cabeza se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado.
—¡Eso no es posible! —exclamó.
—¿Por qué?
—El vino… es para ti, Gilgamesh…
—Te lo ofrezco libremente. Compártelo conmigo, Abisimti.
—¡No me está permitido!
—Soy tu rey. Te lo ordeno.
Cruzó los brazos sobre sus pechos y los apretó contra su cuerpo. Estaba temblando. Sus ojos ya no estaban fijos en los míos. Dijo, tan suavemente que apenas pude oírla:
—No…, por favor, no… —Da sólo un sorbo, antes de que lo haga yo.
—No…, te lo suplico…
—¿Por qué tienes tanto miedo, Abisimti? ¿Es este vino algo tan sagrado que puede hacerte algún daño?
—Te lo suplico…, Gilgamesh…
Le tendí el bol, colocándolo prácticamente ante su rostro. Lo apartó a un lado; apretó fuertemente los labios, quizá temiendo que forzara su contenido en su boca. Entonces estuve seguro de la traición. Dejé el bol del vino a un lado y me incliné hacia delante, sujetándola por la muñeca.
—Creí que había amor entre nosotros, pero veo que tal vez estaba equivocado —dije con voz muy suave—. Ahora dime, Abisimti, por qué no quieres beber el vino conmigo, y dime la verdad.
No respondió.
—¡Dímelo!
—Mi señor…
—¡Dímelo!
Agitó la cabeza. Luego, con una fuerza que me sorprendió, liberó su brazo de mi presa y giró en redondo tan bruscamente que su serpiente se alarmó y se desenrolló de su cintura, deslizándose libre de ella. Un instante más tarde vi una daga de cobre en su mano. La había sacado de debajo de un almohadón que tenía al lado. Pensé que iba destinada a mí; pero fue hacia su propio pecho hacia donde la dirigió. Sujeté su brazo y mantuve la punta del arma lejos de su piel. Me costó un cierto esfuerzo, porque ella era casi presa de un ataque y su fuerza era casi increíble. Lentamente vencí; obligué a la daga a retroceder; luego la retiré de su mano y la arrojé al otro lado de la estancia. Inmediatamente ella se lanzó contra mí como una leona. Nuestros cuerpos se entrelazaron, resbaladizos por el sudor, en una feroz lucha. Clavó sus uñas en mí, me mordió, sollozó y chilló; y mientras luchábamos sus dedos se enredaron en la cuerda que sujetaba la perla de la planta Rejuvenece. Tiró de ella; sentí que la cuerda quemaba como fuego contra mi cuello cuan do se tensó; luego la cuerda se rompió, y la perla cayó de mi cuerpo y rodó por el suelo.
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