Cuando me di cuenta de lo que había ocurrido empujé a Abisimti a un lado y corrí desesperado tras la más preciosa de las joyas. Por un momento no pude ver dónde había caído. Luego capté su lustre reflejado a la débil luz del brasero. Estaba a una docena de pasos de mí. Pero la maldita serpiente de Inanna la había espiado también y —sólo los dioses saben por qué— estaba deslizándose rápidamente hacia ella. —¡No! —rugí, y salté hacia adelante. Pero era demasiado tarde. Antes de que estuviera a medio camino la serpiente había alcanzado la perla y la tomó en su boca, tan delicadamente como una gata tomaría a su gatito. Giró en redondo, enfrentándose a mí, para mostrarme su trofeo. Por un instante sus amarillos ojos brillaron con la más amarga de las burlas que haya presenciado nunca. Luego la serpiente alzó muy alta su cabeza y abrió sus mandíbulas, y la perla se deslizó por sus fauces. Si hubiera agarrado aquella serpiente la hubiera retorcido violentamente hasta obligarla a vomitar la piedra; pero ante mi horror la inmunda criatura se deslizó astutamente más allá de mi alcance y desapareció ondulante por debajo del faldón de la tienda. Avancé rápidamente sobre manos y rodillas tras ella, pero no tenía ninguna posibilidad de alcanzarla. Era la más sutil de las bestias. Hocicó delicadamente la arena y en un momento hubo desaparecido culebreando bajo tierra, esfumándose de mi vista. En su lugar sólo quedaron unas pocas escamas de su espejeante piel que se habían desprendido de su cuerpo en su escapatoria. En aquellos momentos ya debía estar mudando su antiguo yo, e iniciando la renovación de su cuerpo que estaba destinada a mí. Toda mi labor había sido en vano: había penado en lugares lejanos sólo para obtener el beneficio de una nueva vida para la serpiente. Para mí no había conseguido nada.
Permanecí abrumado unos momentos. Luego volví la vista hacia Abisimti. Mientras había estado luchando por recuperar la perla ella había tomado el bol de vino y había bebido un largo sorbo de él: sus mejillas goteaban negro líquido. Se alzó en pie en un movimiento lleno de temor, y me miró con una pena y un dolor que estuvieron a punto de partir mi corazón. Cada músculo de su cuerpo se estremecía a un ritmo distinto: parecía una mujer poseída por un millar de demonios.
—Comprende…, yo no quería hacerlo… —dijo con una voz que era un denso y terrible gruñido.
Entonces el bol cayó de sus manos sin vida, y se derrumbó al suelo, virtualmente a mis pies.
Pensé que iba a volverme loco en aquel momento, o al menos iba a ser barrido a los temblores de un acceso. Pero una extraña calma me inundó, como si mi alma, golpeada con excesiva dureza, se hubiera protegido encerrándose en sí misma para hacerme invulnerable. No sufrí ningún acceso. Ni siquiera lloré. Bajé la vista y contemplé la oscura mancha del vino derramado en la arena, y calmadamente arrojé un poco de arena sobre él con mi pie hasta que quedó oculto. Luego me arrodillé y cerré los ojos de Abisimti, de la mujer que había sido enviada allí para matarme y que en cambio me había ofrecido su vida. No sentía ira hacia ella, sólo piedad y pesar: era una sacerdotisa, había jurado obedecer en todo a su diosa. Bien, su juramento a Inanna la había llevado ahora a la Casa del Polvo y la Oscuridad, donde yo también podría estar encaminándome en estos momentos, de no ser por aquella expresión de miedo y vergüenza que había detectado en el rostro de Abisimti mientras me tendía el vino envenenado. Ahora ella ya no estaba. Y la perla de la planta Rejuvenece había desaparecido también, entre un momento y el siguiente. Si-duri la tabernera había dicho la verdad: Nunca encontrarás esta vida eterna que buscas. Pero no importaba. Estaba cansado de perseguir un sueño. La burla de la serpiente me había dado mi respuesta: no iba a ser así, tenía que buscar alguna otra forma. Me vestí de nuevo y ceñí mi espada al cinto y salí de la tienda. La deslumbrante luz del sol me golpeó los ojos como un puño cuando emergí. Pero al cabo de uri momento pude ver. Las tres sacerdotisas de Inan-na estaban de pie ante mí, las bocas abiertas por la sorpresa: no creían volver a verme vivo.
—He efectuado el rito —dije tranquilamente—. Ahora estoy limpio de todas las cosas impuras. Id a haceros cargo de la sacerdotisa Abisimti; necesitará que sean dichas las palabras.
La sacerdotisa que llevaba la voz cantante dijo, asombrada:
—Entonces, ¿has bebido el vino sagrado? —He hecho una libación a la diosa con él —respondí—. Y ahora entraré en la ciudad, y presentaré mis respetos a la diosa en persona. —Pero…, tú…
—Apártate —dije. Apoyé la mano en la empuñadura de mi espada—. Déjame pasar, o te partiré como si fueras un pato asado. Apártate, mujer. ¡Échate a un lado!
Cedió terreno como la oscuridad cede ante el sol matutino, retrocediendo lentamente pero sin acabar de desaparecer. Pasé junto a ella hacia el carro que aguardaba. Ninurta-mansum se me acercó, apoyó una mano en mi muñeca y apretó fuerte. Los ojos del auriga brillaban con lágrimas. Creo que no esperaba volver a verme vivo.
—Ya hemos terminado lo que teníamos que hacer aquí —le dije—. Entremos en Uruk.
Ninurta-mansum tomó las riendas. Rodeamos los brillantes pabellones y nos encaminarnos hacia la Puerta Alta. Vi gente en los parapetos, mirándome; y cuando el carro alcanzó el portal la puerta se abrió de par en par y fui admitido sin ningún desafío. Como era de ley: porque todos ellos sabían que yo era Gilgamesh el rey.
—¿Ves allí? —le dije a mi auriga—. ¿Donde se alza la Plataforma Blanca, al final de esta gran avenida? Allí está el templo de Inanna, el templo que construí con mis propias manos. Llévame hasta ese lugar.
Miles de ciudadanos de Uruk habían acudido a presenciar mi regreso a casa; pero parecían extrañamente asombrados y como atemorizados, y pocos pronunciaron mi nombre cuando pasé por su lado. Miraban; se volvían los unos a los otros y murmuraban; hacían signos sagrados, extraídos de su gran temor. Así que avanzamos por una silenciosa ciudad, recorriendo la amplia avenida hacia el recinto del templo. Al extremo de la Plataforma Blanca, Ninurta-mansum hizo detener el carro y bajé. Subí solo los soberbios escalones hasta el pórtico del inmenso templo que por amor a la diosa había construido en lugar del templo de mi abuelo el real Enmerkar. Algunos sacerdotes salieron y se detuvieron ante mí mientras me acercaba a la puerta del templo.
Uno de ellos dijo osadamente:
—¿Qué asuntos te traen aquí, oh Gilgamesh?
—Quiero ver a Inanna.
—El rey no puede entrar en el recinto de Inanna a menos que haya sido llamado. Es la costumbre. Tú lo sabes.
—La costumbre acaba de ser alterada —respondí—. Apártate.
—¡Está prohibido! ¡Es impropio!
—Échate a un lado —dije en voz muy baja. Fue suficiente. Se apartó.
Las estancias del templo eran oscuras y frías incluso en aquel caluroso día, tan gruesas eran sus paredes. Ardían lámparas, arrojando una suave luz sobre los coloreados adornos de arcilla cocida que había puesto a miles en aquellas paredes. Caminé rápido. Aquél era mi templo. Yo lo había diseñado y conocía todos sus caminos. Esperaba encontrar a Inanna en la gran estancia de la diosa, y allí estaba: de pie en el centro de la habitación, completamente vestida y con sus más finos cubrepechos y adornos, como si se hubiera preparado para alguna gran ceremonia. Llevaba un adorno que nunca antes había visto en ella: una máscara de resplandeciente oro batido que cubría todo su rostro excepto sus labios y barbilla, con sólo dos pequeñas rendijas para sus ojos.
—No deberías estar aquí, Gilgamesh —dijo fríamente.
—No, no debería estar. En este momento debería estar tendido, muerto, en una tienda ruera de las murallas. ¿No es así? —No dejé que la ira penetrara en mi voz—. Ahora están diciendo las palabras sobre Abi-simti. Ella bebió el vino por mí. Hizo lo que le ordenaste y me ofreció el bol, pero yo no bebí de él, así que fue ella quien bebió el vino, por su propia voluntad.
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