Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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Inanna no dijo nada. Los labios bajo la máscara estaban firmemente apretados, hasta ser sólo una delgada línea.

—Me dijeron mientras estaba en Eridu —proseguí— que en mi ausencia me declaraste muerto, y solicitaste que fuera elegido un nuevo rey. ¿Fue así, Inanna?

—La ciudad debe tener un rey —dijo.

—La ciudad tiene uno.

—Huiste de la ciudad. Huiste a las selvas y los páramos como un loco. Aunque no estuvieras muerto, podías estarlo.

—Fui en busca de algo. Y ahora he regresado.

—¿Encontraste lo que buscabas?

—Sí —dije—. Y no. No importa. ¿Por qué llevas esta máscara, Inanna?

—No importa.

—Nunca te he visto enmascarada antes.

—Es una nueva costumbre —dijo.

—Ah. Veo que hay muchas nuevas costumbres.

—Incluida la costumbre de que el rey entre en este templo sin haber sido llamado.

—Y —dije— la costumbre de ofrecer al rey, a su regreso a la ciudad tras un viaje, un bol de vino que mata. —Avancé unos pasos hacia ella—. Quítate la máscara, Inanna. Déjame ver de nuevo tu rostro.

—No lo haré —dijo. —Quítate la máscara. Te lo ordeno.

—Déjame. No me quitaré la máscara.

Pero yo no podía hablar con aquella desconocida de rostro de metal. Era a la mujer de carne y hueso a la que quería ver de nuevo, a la traidora y hermosa mujer que había conocido hacía tanto tiempo, a la que había amado, a mi manera, como nunca había amado a otra mujer. Quería contemplar una vez más a aquella mujer.

Dije con suavidad:

—Quiero ver de nuevo el esplendor de tu rostro. Creo que no hay un rostro más hermoso en todo el mundo. ¿Sabías eso, Inanna? ¿Sabías lo hermosa que siempre me has parecido? —Me eché a reír—. ¿Recuerdas las noches que celebramos el rito del Sagrado Matrimonio juntos? Por supuesto. Por supuesto. ¿Cómo podrías olvidarlo? Ese año que fui el nuevo rey, y que yací toda la noche en tus brazos, y por la mañana llegó la lluvia. Lo recuerdo. Recuerdo aquellas veces, antes de que fueras Inanna, en que me llamaste a las profundas estancias debajo del antiguo templo. Entonces yo no era más que un muchacho asustado, y apenas me daba cuenta de la forma en que se jugaba conmigo. O aquella primera vez, cuando estaban pronunciando el rito de coronación de Dumuzi, y yo me puse a vagar por los corredores del templo y tú me encontraste. Tú también eras sólo una niña entonces, aunque ya tenías tus pechos. ¿Lo recuerdas? ¿Lo recuerdas? Ah, Inanna, llegó un momento en que empecé a comprender la forma en que jugabas conmigo. Pero ahora quiero ver tu rostro de nuevo. Retira la máscara.

—Gilgamesh…

—Retira la máscara —dije—. Retírala. —Y la llamé por su nombre: no su nombre de sacerdotisa, sino el otro nombre más antiguo, su nombre de nacimiento, que nadie había pronunciado desde que se había convertido en Inanna. La conjuré por aquel nombre. Ante su sonido, jadeó y alzó las manos en un signo secreto de la diosa, protegiéndose con él. No podía ver sus ojos tras la máscara, pero imaginé que estaban clavados en mí, sin parpadear, penetrantes, fríos.

—¡Estás loco llamándome por ese nombre! —susurró.

—¿Lo estoy? Entonces estoy loco. Quiero ver tu rostro de nuevo, una última vez.

Ahora había un temblor en su voz.

—Déjame, Gilgamesh. No quiero hacerte ningún daño. Lo que hice lo hice por el bien de la ciudad: la ciudad necesita un rey, y tú te habías ido… La diosa me ordenó…

—Sí. La diosa te ordenó que te libraras de Dumuzi, y tú lo hiciste. La diosa te ordenó que te libraras de Gilgamesh, y tú lo hubieras hecho también. Ah, Inanna, Inanna…, fue por el bien de la ciudad, sí. Y por el bien de la ciudad te concedo mi perdón. Olvidaré todas tus maquinaciones. Olvidaré lo que has hecho en nombre de la diosa para causarme daño y para minar mi poder. Olvidaré tu odio, tu ira, tu furia. Incluso olvidaré tu venganza, porque fuiste tú quien llamaste a los dioses sobre Enkidu, a quien amaba, y creo que de no ser por ti él seguiría vivo hoy. Pero te perdono. Te lo perdono todo, Inanna. Si no hubiéramos sido rey y sacerdotisa, creo que te hubiera amado mucho más de lo que lo amé a él, más de lo que me amé a mí mismo. Pero yo era rey; tú eras sacerdotisa. Ah, Inanna, Inanna…

No usé la espada. Tomé la daga de mi cadera y la apoyé en su costado, entre el cubrepechos y las cuentas de lapislázuli que rodeaban su cintura, y giré la muñeca hacia arriba hasta que alcancé su corazón. Emitió un pequeño ruido ahogado y cayó. Creo que murió al momento. Dejé escapar con lentitud el aliento. Al fin me había librado de ella; pero había sido como arrancarme una parte de mi alma.

Me arrodillé a su lado, y solté la máscara y la alcé de su rostro.

Desearía no haber hecho aquello. Es difícil para mi mente dar crédito a lo que se había convertido desde la última vez que la viera. Sus ojos no habían perdido nada de su belleza, ni sus labios; pero todo lo demás era una ruina. Una horrible mácula se había apoderado de su rostro y se había ido extendiendo. Su piel estaba llena de manchas y cráteres, y se veía como roja y despellejada aquí, grisácea y colgante allí: una arpía de pesadilla, una cosa con rostro de demonio. Parecía tener mil años. Hubiera sido mejor que dejara la máscara en su sitio. Pero la había retirado, y ahora debía cargar con el peso de aquello. Me incliné hacia delante; apoyé mis labios en los suyos y los besé por última vez; luego volví a colocar la máscara en su sitio, y me alcé, y salí fuera del templo para convocar a la gente y comunicarle el nuevo orden de cosas que pensaba proclamar cuando reanudara mi reinado en Uruk.

41

Han sido unos años atareados, y llenos de recompensas. Los dioses han sido bondadosos con Uruk y con Gilgamesh su rey. La ciudad prospera; las murallas se alzan majestuosas; hemos pintado la Plataforma Blanca con una nueva capa de yeso, y resplandece al sol. Todo está bien. Aún quedan muchas cosas por hacer, pero todo está bien. Ahora estoy sentado en mis habitaciones en este palacio, inscribiendo la última de mis tablillas, porque creo que mi relato ya está completo. No dejaré de luchar —nunca dejaré de hacerlo—, pero sobre mí ha caído una paz que nunca antes había conocido, y eso es nuevo; no gozaba de paz en los tiempos sobre los que he estado escribiendo, pero ahora gozo de ella. Os lo digo: todo está bien.

Fue bastante fácil frenar las desmedidas ambiciones de Meskiagnunna de Ur y devolverlas a la tierra: esa fue mi primera empresa después de mi restauración. Le envié un mensaje confirmándole en su reinado de Ur, y garantizándole la administración de Kish como un feudo adicional. Él sabía lo que yo le estaba diciendo, cuando condescendí a dejarle conservar las ciudades que ya tenía. “Pero Nippur y Eridu —le dije— me las reservo para mí, puesto que los dioses así lo han decretado: ya que son ciudades sagradas, sometidas al gobierno del rey supremo de la Tierra.” xión este mensaje le envié mi afirmación de supremacía. Y al mismo tiempo envié mi ejército, bajo el mando del fiel Zabardibunugga, para que entrara en Nippur y persuadiera a los soldados de Ur de que se marcharan. Yo no abandoné Uruk, puesto que tenía muchas cosas que hacer allí: elegir una nueva suma sacerdotisa, por ejemplo, y entrenarla convenientemente para que comprendiera el papel que se esperaba que ejerciese en mi gobierno.

Mientras me ocupaba con esos asuntos, Zabardibunugga consiguió liberar Nippur con toda efectividad, aunque no sin algunos pequeños daños. Los hombres de Ur se refugiaron en el Tummal, que es la casa de Enlil allí, y fue necesario derribar las paredes de aquel templo para sacarlos. He enviado a mi hijo Urlugal a reedificar el Tummal, ahora que Nippur es nuestra. Han sido tiempos ajetreados para mí. En realidad, no he tenido ni un momento de descanso. No hubiera podido hacerlo de otra manera. ¿Qué otra cosa hay, excepto planear, trabajar, construir, hacer? Es la salvación de nuestras almas. Escuchad la música en el patio: el arpista toca su instrumento, y creando sus melodías paga el precio de su nacimiento. Contemplad al orfebre, inclinado sobre su mesa. El carpintero, el pescador, el escriba, el sacerdote, el rey…, realizando nuestras tareas todos cumplimos con los mandamientos de los dioses, que es la única finalidad en esta vida para la que vinimos a la existencia. La voluntad de los dioses nos ha arrojado a un mundo aleatorio, donde reina la incertidumbre; dentro de ese torbellino debemos hallar un lugar seguro para nosotros. Eso lo conseguimos a través del trabajo; y mi trabajo es ser rey. Así que trabajo, y mi pueblo trabaja. Los templos, los canales, las murallas de la ciudad, el pavimento de las calles…, ¿cómo podemos dejar de reconstruir y reparar y restaurarlo todo? Éste es el camino. Los ritos y sacrificios con los cuales mantenemos a raya los crecientes poderes del caos…, ¿cómo podemos dejar de realizarlos? Éste es el camino. Conocemos nuestras tareas, y las hacemos, y así todo está bien. escuchad esa música, en el patio. ¡Escuchad! ¡Escuchad!

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