Robert Silverberg - Gilgamesh el rey

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“Gilgamesh el rey” es una de las más recientes obras de Silverberg, escrita después de una de sus últimas etapas de inactividad. Silverberg nos plantea en este libro una reexploración de la epopeya/mito de Gilgamesh, enfocada aquí no desde el punto de vista del héroe, sino del hombre. La figura legendaria del rey-dios de Sumer se convierte así en un personaje profundamente humano, con todos sus miedos, debilidades y ansias. Su temor a la muerte le llevará a un desesperado periplo en busca de la inmortalidad y a tomar conciencia de la verdad absoluta de la vida. Escrita en primera persona, como un diario íntimo, “Gilgamesh el rey” tiene a un tiempo la fuerza de la épica que le ha dado origen y la profundidad de un inimitable estudio psicológico.

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—Tienes que venir conmigo a la isla donde mora Ziusudra.

35

La isla era baja y llana y arenosa, y —al revés de la amurallada Dilmun—, carente por completo de defensas. Cualquiera podía desembarcar en ella y caminar directamente hasta la casa de Ziusudra. Al menos la isla no poseía defensas de tipo convencional; pero cuando Sursunabu empujó su pequeña embarcación a la orilla observé que a lo largo de la playa había tres hileras de pequeñas columnas de piedra del mismo tipo que yo había destrozado en mi estúpida ira. Le pregunté qué eran y me dijo que eran los símbolos que Enlil le había dado a Ziusudra en la época del Diluvio. Protegían la isla de los enemigos: nadie se atrevería a cruzar por el lugar donde se alzaban. Viajara a donde viajara Sursunabu, ya fuera a Dilmun o al continente, siempre se llevaba consigo algunas y las colocaba al lado de su bote para que le protegieran. Me sentí más avergonzado aún de la forma en que había dispersado y roto aquellas cosas como un toro salvaje loco de rabia. Pero evidentemente había sido perdonado, puesto que Ziusudra estaba dispuesto a recibirme.

Vi lo que parecía ser un templo cerca del centro de la isla, un edificio largo y bajo, de paredes blancas y brillantes a la caliente luz del sol. Sentí que se me erizaba el pelo de la nuca cuando miré hacia él: se me ocurrió que dentro de ese edificio, a sólo unos pocos cientos de pasos de mí, debía hallarse el anciano Ziu-sudra, el superviviente del Diluvio, que había caminado con Enki y Enlil hacía tanto tiempo. El aire era tranquilo; un gran silencio reinaba sobre el lugar. Había como doce o catorce edificios menores en torno a la estructura principal, y algunos pequeños campos cultivados. Eso era todo. Sursunabu me condujo a uno de los edificios exteriores, una pequeña casa cuadrada de una sola habitación, enteramente desprovista de muebles, y me dejó allí. —Vendrán a buscarte —dijo.

Cuando uno se halla en la isla de Ziusudra es como si estuviera en un tiempo fuera del tiempo. No puedo deciros cuánto tiempo permanecí sentado allí a solas, si fue un día o tres, o cinco.

Finalmente empecé a sentirme preocupado e incluso furioso. Pensé en dirigirme a la casa central y buscar yo mismo al patriarca; pero sabía que eso era absurdo y que perjudicaría mis propósitos. Caminé arriba y abajo por mi vacía habitación, yendo de esquina a esquina. Escuché el rumor y el zumbido de mi propio cerebro, esa incesante e ininteligible charla interior. Miré al mar, deslumbrándome con el fiero destello de la franja de luz solar que cruzaba su seno. Pensé en Meskiagnunna rey de Ur y en todo lo que estaba intentando hacer. Pensé en Inanna, que seguramente estaba haciendo planes contra mí en Uruk. Pensé en mi hijo el pequeño Ur-lugal, y me pregunté si alguna vez llegaría a ser rey. Pensé en esto, pensé en aquello. Pasaron las horas, y no vino nadie. Y gradualmente sentí que el gran silencio del lugar se infiltraba en mi alma: empecé a tranquilizarme. Fue algo maravilloso. El rumor y el zumbido en mi mente disminuyeron, aunque no desaparecieron por completo; y al cabo de un tiempo todo dentro de mí estuvo tan tranquilo como todo lo de fuera. En aquel momento no me importó lo que pudiera estar haciendo Meskiagnunna, o Inanna, o Ur-lugal. No importó que me dejaran sentado en aquel lugar durante doce días, o doce años, o ciento veinte, o mil doscientos. Era un tiempo fuera del tiempo. Pero luego pasé más allá de esa maravillosa calma y volví a sentirme furioso e impaciente. ¿Cuánto tiempo iba a ser abandonado así? ¿Acaso no sabían que yo era Gilgamesh rey de Uruk? ¡Asuntos urgentes me aguardaban en casa! Meskiagnunna, rey de Ur…, Inanna…, las necesidades de mi pueblo…, Meskiagnunna…, el cuidado de los canales…, ¿no tenía que estar de vuelta en casa para la ceremonia de encender la pipa?…, ¿la exhibición de la estatua de An?…, Meskiagnunna…, Ziusudra…, Inanna…, ¡oh, el incesante charloteo de la mente!

Y entonces, finalmente, vinieron en mi busca, cuando ya me sentía frenético como un jauría azuzada.

Eran dos. Primero apareció una esbelta y solemne muchacha con el elástico cuerpo de una danzarina, que creo no debería tener más de quince o dieciséis años: hubiera sido hermosa, si hubiera sonreído. Llevaba tina sencilla túnica de algodón blanco, sin ningún adorno, y un bastón de madera negra tallado con inscripciones de naturaleza misteriosa. Durante un largo instante se inmovilizó en el umbral de mi puerta, mirándome sin prisas. Luego dijo:

—Si eres Gilgamesh de Uruk, avanza.

—Soy Gilgamesh —dije.

Junto a la puerta, al otro lado, aguardaba un viejo alto de piel oscura y ojos feroces, todo él planos y ángulos. Él también llevaba una túnica de algodón y un bastón negro, y parecía como si el sol hubiera quemado toda la carne arrancándola de sus huesos. No pude decir lo viejo que sería, pero parecía de muy avanzada edad, y una oleada de violenta emoción me traspasó. Temblando, dije, tartamudeante:

—¿Es posible? ¿Estoy ante Ziusudra?

Se echó a reír ligeramente.

—Más bien no. Pero conocerás al Ziusudra a su debido tiempo, Gilgamesh. Soy el sacerdote Lu-Ninmarka; ésta es Dabbatum. Ven con nosotros. Era extraño lo que había dicho: él Ziusudra. Pero sabía que no debía pedir explicaciones. Me las ofrecerían si creían que era conveniente o cuando creyeran que era conveniente, o no me ofrecerían ninguna en absoluto. De ello estaba seguro.

Me condujeron a una casa de regular tamaño cerca del templo principal, donde me fue entregada una túnica blanca como la suya, y una comida de lentejas e higos. Apenas la toqué; supongo que hacía tanto que no había comido que mi estómago había olvidado el significado del hambre. Mientras permanecía allí, otros miembros del sacerdocio iban y venían por la casa para tomar su comida del mediodía, y me miraban sólo casualmente, sin hablar. Muchos de ellos parecían muy viejos, aunque todos eran robustos, nervudos, llenos de vitalidad. Después de comer rezaban ante un altar bajo que no contenía ninguna imagen, y salían a trabajar a los campos. Que es lo que hice yo también cuando Lu-Ninmarka y Dabbatum hubieron terminado su comida; me hicieron una seña con la cabeza y me condujeron fuera, y me pusieron a trabajar.

¡Qué bien me sentí, trabajando de rodillas bajo el caliente sol! Quizá creyeron que me estaban probando, viendo si un rey podía hacer el trabajo de un esclavo; pero si era así no. comprendían que algunos reyes disfrutan trabajando con sus manos. Era la estación de plantar la cebada. Habían arado ya la tierra en franjas de ocho surcos de anchura, y habían dejado caer su semilla a dos dedos de profundidad. Ahora yo recorrí los surcos, despejando el campo de terrones, nivelando la superficie con mis manos para que la cebada, cuando brotara, no tuviera que luchar contra colinas ni valles. Podéis decir que para esa tarea no se necesita una gran habilidad, y tendréis razón; sin embargo, disfruté con ella.

Después regresé a la casa comedor. Otro viejo —más viejo aún, arrugado y apergaminado— entró casi junto conmigo, y de nuevo mi corazón latió fuertemente ante su vista: ¿era éste finalmente Ziusudra? Pero uno de los otros lo saludó con el nombre de Hasidanum; era simplemente uno de los sacerdotes. Este viejo hizo una libación de aceite y encendió tres lámparas, y se arrodilló sobre ellas durante un tiempo murmurando plegarias en una voz demasiado débil y ligera para que pudiera oírlas. Luego salpicó sobre mí algo del aceite.

—Es para purificarte —susurró la muchacha Dabbatum a mi lado—. Aún llevas encima la polución del mundo.

Para la comida de la noche había de nuevo lentejas y fruta y unas gachas de cebolla y centeno. Bebimos leche de cabra. Allí no utilizaban la cerveza, ni el vino, y no comían carne. El trabajo de la tarde había despertado en mí el hambre, y también la sed, y lamenté la falta de carne y buena bebida. Pero no las utilizaban; no las probé de nuevo hasta que hube abandonado la isla.

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