Louise Cooper - Infanta
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La loba la interrumpió.
—No, Índigo. Ya has dicho lo mismo o... tras veces. No hice caso de ellas en... entonces, y no lo ha... re ahora. Soy tu a... miga. Eso es todo lo que im... importa.
—No merezco una amistad así.
—Eso lo decido yo.
Índigo sabía —como le había sucedido en otras ocasiones— que no habría forma de hacer cambiar de opinión a su amiga. Y aunque saberlo no tranquilizó su conciencia, alegró su corazón.
— Grimya, me parece que eres una insensata. —Parpadeó, para luego echarse a reír con timidez para encubrir la emoción que sentía—. ¡Escúchame: empiezo a hablar como Vasi! Pero es cierto. —Sonrió en dirección a la loba—. Y me siento más agradecida por ello de lo que puedo expresar.
De repente sopló una ardiente brisa procedente de tierra adentro, que agitó sus cabellos y trajo un seco y penetrante aroma que desterró parte del hedor del poblado. Un soplo procedente del desierto que era como una invitación... Índigo decidió pensar que era un buen presagio.
Hizo girar la cabeza del chimelo, y vio cómo sus orejas se volvían hacia adelante cuando, también él, olió el desierto. Entonces lo azuzó ligeramente con los talones y, con Grimya a su lado, le dio la espalda a la carretera y se puso en marcha en dirección este.
CAPÍTULO 3
El sol empezaba a moverse hacia poniente detrás de ellas, aunque todavía no soplaba la menor brisa que mitigara el terrible calor, cuando Grimya avistó por fin una mancha verde en la distancia que interrumpía la interminable monotonía de la arena.
Habían viajado por el desierto durante un día y medio, e Índigo empezaba a comprender el significado de la frase «locura del desierto», que había oído de labios de algunos de los mercaderes de Huon Parita. Hasta donde podía ver en cualquier dirección, no existía nada excepto el implacable vacío del Palor, arena amarillenta confluyendo con un cielo amarillento en una total y tersa unidad. El sol se reflejaba sobre el árido terreno en enormes y temibles oleadas que difuminaban el paisaje bajo una ondulante neblina de calor, y tan sólo a la llegada de la noche surgían del cegador resplandor las formas ondulantes de dunas y montículos y devolvían a Índigo su sentido de la perspectiva. En las Islas Meridionales, su país de origen, había oído relatos de personas atrapadas en la tundra sin un lugar donde refugiarse durante las terribles ventiscas invernales. Personas que habían perdido el rumbo, el sentido de la orientación y por último la cordura cuando tierra, cielo y nieve se convirtieron en una sola cosa y sus mentes no pudieron resistir el impacto del blanco total a su alrededor. El desierto resultaba muy parecido a aquella letal ilusión, y dio gracias por no estar sola.
Hasta ahora, el viaje había transcurrido sin incidentes. Viajaban durante las horas más frescas de la mañana y la tarde, y bajo la luz de las estrellas durante gran parte de la noche, para descansar —aunque resultaba casi imposible encontrar una sombra— durante la parte más tórrida del día. El chimelo parecía incansable; eran animales criados en el desierto, y aunque a simple vista parecían caballos de piernas y cuellos extraordinariamente largos, sus pies planos y almohadillados, el pelaje pálido y ralo y la habilidad que poseían para avanzar durante horas —incluso días— sin beber, los convertían en seres adaptados a la perfección a la dura vida del desierto, Índigo se había acostumbrado ya al casi hipnótico trote peculiar del chimelo, y calculó que a su actual velocidad podrían virar hacia el sudoeste a la mañana siguiente y avistar las murallas de Simhara al cabo de otro día de viaje.
Acababan de escalar la ladera de una amplia duna, los pies del chimelo se movían sin dificultad sobre la suave y amontonada arena, cuando Grimya ladró un aviso. La loba estaba parada en la cima de la duna, su sombra se proyectaba muy alargada frente a ella, y su voz le llegó con gran claridad.
—¡Hay algo ahí delante! ¡Es verde!
Índigo forzó la vista, pero la interminable arena le devolvió su brillo y no pudo ver nada. Se frotó los ojos, los resguardó con una mano y, tras gruñir una maldición, lo intentó de nuevo. Y esta vez le pareció ver una mancha oscura en el horizonte, una salpicadura de color que rompía la monotonía del desierto.
El chimelo tiró de la brida, en un intento por seguir adelante, pero ella lo retuvo. Cuando volvió a mirar, la mancha seguía allí. Podía tratarse de un espejismo. O podía ser un grupo de falorim. O un campamento de soldados...
De repente empezó a soplar el viento y arrojó contra su rostro desprotegido partículas de
arena que picaban como avispas. Grimya alzó la cabeza y paladeó el agitado aire; luego lanzó un grito con voz excitada y apenas descifrable:
—¡A... gua! ¡Huelo a... gua!
Un oasis, Índigo se echo a reír de alegría, al recordar la última vez que había consultado el mapa que llevaba. Había visto la señal verde que representaba una charca, pero había decidido muy a su pesar que visitarla las alejaría demasiado de su camino, y había lamentado luego su decisión cuando sus reservas empezaron a volverse más salobres y desagradables con cada hora que pasaba. Ahora, no obstante, parecía como si sus cálculos hubieran estado equivocados, y habían ido a parar al ansiado oasis después de todo.
Recuperó la calma, apresuró al chimelo para que fuera hasta donde los esperaba Grimya balanceando la cola excitada.
—Lo mejor será que vayamos con cuidado, cariño —aconsejó a la loba—. Si hay alguien más allí, puede que no le guste nuestra presencia.
La lengua de Grimya colgaba fuera de su boca.
—No hay... nadie —dijo—. ¡Lo veo. Y... quiero be... ber!
La idea de conseguir agua fresca y potable, de poderse lavar la arena de los cabellos y las ropas, resultaba maravillosa. Podía confiarse en la agudeza visual de Grimya. Además: no había necesidad de pensárselo, e Índigo espoleó al chimelo duna abajo.
La amorfa mancha que tenían delante cambió rápidamente, convirtiéndose en un conjunto de árboles larguiruchos y matorrales a través de los cuales se divisaba con claridad el centelleo del agua. El oasis era grande; estaba situado en una hondonada natural en la que crecía un poco de hierba, y a medida que se acercaban incluso Índigo con sus inferiores sentidos humanos, pudo oler el cambio en el aire cuando el viento transportó indicios de humedad hacia ellas. El sol era una vivida llamarada naranja a sus espaldas; el cielo que tenían delante empezaba a cambiar de un tono dorado y verde a un suave púrpura, con algunas débiles estrellas brillando en el horizonte. Estaban solo a unos cien metros de los árboles cuando Grimya se detuvo de repente.
—¿Que sucede?
Índigo tuvo que luchar con el chimelo para que redujera la marcha; también él había olido el agua y estaba ansioso por llegar a ella.
La loba tenía las orejas pegadas a la cabeza; mostró los dientes en un gruñido vacilante.
—No... lo sé. Pensé que no había nadie aquí, pero... estaba... equivocada.
El pulso de Índigo se aceleró y miró con atención hacia adelante.
—No veo nada.
—No puedes, aún no. Pero hay... un animal... —Grimya olfateó el viento—. Espera aquí. Iré a ver.
— ¡Grimya!
Pero su protesta no fue escuchada; la loba corría ya a toda velocidad por la arena, Índigo vio cómo se acercaba al oasis y se dejaba caer sobre el suelo, arrastrándose hacia adelante sobre el vientre mientras el terreno empezaba a descender en dirección a los árboles. Diez pasos, doce... entonces se quedó inmóvil. Su cabeza se levantó despacio, las orejas se movieron hacia adelante... y se puso en pie de un salto. Su voz telepática gritó en la mente de la muchacha.
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