Louise Cooper - Infanta
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Se agachó y tomó las manos de la mujer entre las suyas.
—¿Qué os sucedió? ¿Podéis contármelo?
—Yo... —arrugó la frente; luego de repente la expresión frenética regresó a sus ojos—. ¡Je... Jessamin! Mi hija, ¿dónde está?
Índigo dirigió una rápida mirada al cesto. El bebé no había hecho el menor ruido durante el ataque de su madre y, al igual que antes, parecía contemplar los acontecimientos con infantil fascinación.
—La niña está aquí, y no ha sufrido el menor daño —repuso Índigo, con suavidad.
—¡Dádmela!
El cuerpo de la mujer se agitó espasmódicamente mientras intentaba alcanzar el cesto¿ pero lo único que consiguió fue rodar sobre la hierba, Índigo la ayudó a sentarse, y, cuando intentó levantarse de nuevo, apoyó con suavidad pero con firmeza las manos sobre sus hombros para impedírselo.
—Tranquila —dijo—. No os alteréis. Vuestra hija está bien, os lo juro. Ahora, ¿podéis decirme que ha sucedido en Simhara?
La mujer aspiró entrecortadamente.
—Acabada —respondió—. ¡Está acabada!
—¿Acabada? —Índigo estaba asombrada.
—Ha ca... caído. Nos asediaron, y nosotros... no teníamos defensas. Nuestro ejército estaba desperdigado por Khimiz, intentando rechazarlos, y... y... —Desasió sus manos de las de Índigo y se cubrió el rostro—. Derribaron las murallas y penetraron en el interior como una oleada, y nosotros... ¡oh, Gran Diosa! Nosotros...
Aspiró con dificultad.
—Tenía que sacar a mi hija. Tenía que hacerlo, ¿comprendéis? Mi tío, él consiguió sacarnos minutos antes de que nos invadieran, me envió al desierto, ¡y ya... ya no sé qué sucedió después de eso!
—¿Quiénes son ellos? —Índigo se odió por tan cruel persistencia frente a la congoja de la mujer, pero tenía que saberlo: algo que no comprendía la empujaba a hacerlo y no podía contenerse—. Los invasores, ¿quiénes son?
—¡No lo sé! ¡Maldita sea, no lo sé! No es suficiente que nos destruyeran, y nos asesinaran y... y... ¡Oh, Gran Madre, me siento mareada!
Intentó ponerse en pie, una mano presionada sobre el estómago. Por un instante permaneció erguida, balanceándose, luego se dobló hacia adelante y al final se derrumbó en el suelo, inconsciente.
Índigo la contempló, horrorizada por lo que había oído. Sólo tenía una muy pobre imagen de lo que esta mujer había tenido que pasar, pero su mente evocaba ya terribles analogías mientras recordaba Carn Caille, su propio hogar, y la monstruosa horda que había destruido su mundo. El desagradable ensueño se rompió sólo cuando Grimya presionó con ansiedad su hocico contra la mano de Índigo y la devolvió a la realidad, con un sobresalto.
«¿Se ha desmayado?», comunicó la loba en silencio.
—Sí...
Índigo obligó al recuerdo a regresar a la parte más recóndita de su ser a la que había aprendido a desterrarlo, se inclinó sobre la mujer y apartó los enmarañados cabellos de su rostro. Estaba inconsciente, y su piel tenía una enfermiza frialdad. La muchacha levantó la mirada hacia el cielo. El sol se había desvanecido ya casi por completo; las sombras se convertían en oscura penumbra y la noche caía rápidamente. La mujer necesitaba con urgencia cobijo y calor, si es que quería sobrevivir a la fría noche del desierto.
Se volvió hacia Grimya.
—Tengo que encender un fuego. Vigílala, y avísame si se despierta.
Había gran cantidad de maleza seca entre los árboles y matorrales que rodeaban el oasis, y para cuando la mujer empezó a recobrar el conocimiento, Índigo tenía ya un buen fuego ardiendo. Estaba desensillando el chimelo cuando el silencioso aviso de Grimya la alertó, y corrió de regreso al círculo iluminado por la luz de la hoguera, a tiempo para ayudar a la mujer cuando, mareada, abrió los ojos e intentó incorporarse.
—¿Qué...? —Una mano se extendió hacia adelante, pero sin coordinación, y parpadeó indecisa ante las llamas—. ¿Qué sois...?
—Os desmayasteis —le dijo Índigo—. Todo está bien; no pasa nada. Mirad. —Indicó el cesto y a la criatura, la cual con extraordinaria placidez se había vuelto a dormir—. Vuestra hija duerme profundamente, y tenemos un fuego para calentarnos. Hay comida en mis alforjas; podemos descansar aquí a salvo durante la noche.
—¡No! —Los ojos de la mujer se desorbitaron al comprender—. ¡No podemos quedarnos aquí! ¡Me estarán buscando..., debemos huir!
—¿Buscándonos? —Índigo se sintió perpleja.
—¡Sí! Oh, ¿es que no lo comprendéis? ¿No sabéis quién soy? —Y cuando la expresión de Índigo continuó en blanco, ella añadió—: Soy Agnethe. ¡Soy la Takhina!
Índigo la miró anonadada. La Takhina, esposa del actual Takhan de Khimiz, alrededor de cuya corte giraba toda la ciudad de Simhara. Con la caída de la ciudad había dado por supuesto que la familia gobernante debía de haber muerto o había sido capturada.
Más lágrimas empezaron a caer sobre las manos entrelazadas de Agnethe.
—¿Comprendéis ahora? —dijo con desesperación—. ¡No hay tiempo para hogueras, ni para descansar! No me atrevo a quedarme aquí: ¡debo ir hacia el norte, antes de que me encuentren! Y me estarán buscando. —Su rostro se contrajo en una mueca de amargo odio—. ¡Madre del Mar, ya lo creo que me estarán buscando!
Índigo se agachó delante de ella.
—¿Qué hay del Takhan? —preguntó apremiante—. ¿Está vivo?
—No lo sé. —Agnethe sacudió con fuerza la cabeza—. Pero si está muerto... ¡Oh, por la Diosa, si está muerto, entonces Jessamin, mi bebe, ella es nuestro único hijo!
Índigo comprendió. Si habían matado al Takhan, entonces la criatura que dormía en el cesto a pocos pasos era el legítimo gobernante de Khimiz. Y si los invasores la encontraban antes de que Agnethe pudiera llevarla a lugar seguro, era improbable que cualquiera de las dos volviera a ver otro amanecer.
—¡Por favor! —le rogó Agnethe—. ¡Debéis llevárosla lejos de aquí, muy lejos de Khimiz! ¡Porfavor! Os daré lo que sea, todo lo que tengo; ¡pero hay que llevarse a Jessamin de aquí ahora!
Índigo sabía que debía ayudarlas si le era posible. Su misión se había convertido en cenizas: acercarse a Simhara ahora sería una total estupidez, y nada perdía dando media vuelta. Una vez que la Takhina y su hija hubieran sido puestas a buen recaudo, ella y Grimya tendrían que hacer nuevos planes, pero por ahora tenía que pensar en el futuro próximo.
—Takhina, no quiero ni vuestro dinero ni vuestras joyas —repuso—. Pero no podemos marchar de aquí antes de la mañana. No estáis en condiciones de viajar...
Agnethe la interrumpió.
—¡No, no! ¡Debéis dejarme y llevaros la niña! Buscad a los falorim, contádselo...
—¡No puedo abandonaros! —Índigo estaba anonadada—. Si los que os buscan vienen...
—¡No me importa! ¡Todo lo que importa es mantener a Jessamin fuera de su alcance a cualquier precio! ¡Tomad vuestro chimelo ahora mismo, y partid! —La voz de Agnethe se elevó histérica—. ¡Debéis hacerlo! ¡Debéis hacerlo!
—No, Takhina. ¡No os abandonaré a la muerte!
Agnethe apretó los puños y se los llevó a las sienes.
—Oh ¿por qué no lo comprendéis? —Agarró las manos de Índigo—. La matarán, ¿no os dais cuenta? ¡Matarán a mi niña! Nació antes del amanecer del decimocuarto día bajo la constelación de la Serpiente: ¿sabéis lo que esto significa?
—Takhina, no... —empezó a decir Índigo.
Pero antes de que pudiera seguir, Grimya se puso en pie de un salto con un gruñido. La loba había permanecido sentada al otro extremo del fuego: no quería asustar a Agnethe quien, al parecer, aún no se había dado cuenta de su presencia; ahora estaba con los ojos clavados en la oscuridad más allá del pulido espejo del oasis, con los pelos erizados.
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