Louise Cooper - Infanta

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«No, Índigo. Recuerda lo que me dijiste, y no hagas nada aún.»

Índigo reprimió su arrebato con un esfuerzo y se obligó a relajarse. Aparte de la dignidad, ni ella ni Grimya estaban bajo una amenaza inmediata, y por lo tanto se sometió en silencio mientras los dos soldados la conducían a su propio chimelo y, una vez hubo montado, ataban sus manos al pomo de la silla. Colocaron a los animales en hilera, y su mirada se cruzó con la de Agnethe por un breve instante antes de que se separaran. El rostro de la Takhina era una máscara hermética y desdichada y no hizo el menor intento por hablar; pero cuando empezaron a ponerse en movimiento se produjo un pequeño disturbio en la cabeza del grupo. Un chimelo se apartó lateralmente de la fila, como si algo lo hubiera asustado, e Índigo oyó lanzar a Agnethe un grito acusador:

—¡Traidor!

Sólo pudo ver por un instante al jinete del chimelo descarriado, pero fue suficiente. Un joven, cuyo rostro quedaba desfigurado por una herida de espada que justo ahora empezaba a cicatrizar, que mantenía el cuerpo encorvado y a la defensiva. Y cuyos cabellos y piel poseían el inconfundible color miel de un aristócrata khimizi.

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CAPÍTULO 4

Las murallas de Simhara aparecieron ante ellos a últimas horas de la tarde del día siguiente. Bajo otras circunstancias Índigo se habría sentido extasiada ante su primera visión de los enormes torreones de Simhara recortándose contra el brillante cielo: a Simhara se la había apodado «La Joya del Este», y el epíteto le hacía justicia, ya que las innumerables vidrieras de sus edificios relucían con diferentes tonalidades de rubíes, topacios, zafiros y esmeraldas en sus monturas de piedra color pastel, y el bronceado brillo de los metales semipreciosos que adornaban los tejados de espiras y minaretes reflejaban el sol poniente como un centenar de refulgentes heliógrafos. Aunque su madre había nacido en Simhara, la familia de ésta había vivido en una de las ciudades de menor importancia de Khimiz, situada más al sur. No obstante, Imogen había visitado a menudo su ciudad natal, y de niña, sobre las rodillas de su madre, Índigo se había sentido cautivada por los relatos que había escuchado sobre su magnificencia. Pero ahora se sentía demasiado cansada y desalentada para hacer otra cosa que no fuera contemplar estúpidamente las brillantes paredes y las refulgentes espiras y el reluciente brillo de piedra preciosa del mar que formaba el telón de fondo de Simhara, y lo único que fue capaz de sentir fue un gran alivio porque el viaje ya tocaba a su fin.

Los guerreros habían avanzado a través del desierto con una marcha agotadora, sólo se habían detenido tres veces, y por muy breve espacio de tiempo, para refrescarse. A Índigo y a Grimya se les había dado agua pero no comida; el interés de sus capturadores por su bienestar, por lo que parecía, se extendía tan sólo a asegurarse de que seguían con vida. Pero de todas formas los hombres no les mostraban una hostilidad abierta; en varias ocasiones, el guerrero que tiraba de la montura de Índigo había vuelto la cabeza y le había sonreído alentador, aunque ésta lo ignoraba por completo, e ignoraba, también, el intermitente sonido de los sollozos de Agnethe y los ocasionales pataleos de Jessamin. Se había comunicado, aunque sin orden ni concierto, con Grimya, pero a medida que avanzaba el día y el calor se intensificaba, incluso ese esfuerzo se volvió excesivo, y un agotamiento paralizante y soporífero se apoderó de ella, eclipsando a cualquier otra sensación.

No obstante, al ir acercándose a Simhara su mente se vio arrancada por la fuerza de su sopor al hacerse aparente los estragos que el asedio de los invasores había causado en la ciudad. A más de un kilómetro de distancia de las murallas de la ciudad la arena del desierto era un caos, y las señales de campamentos recientes —restos de hogueras, utensilios de cocinar abandonados, excrementos de animales, incluso algunas tiendas— se veían por todas partes. Una amplia sección de la cara norte de la muralla, allí donde las enormes y elegantes puertas principales habían estado, estaba convertida en un revoltijo de escombros. Se habían derrumbado piedras enormes convirtiéndose en restos ennegrecidos, y las mismas puertas, destrozadas y retorcidas hasta resultar casi irreconocibles, yacían en medio de los escombros como las alas rotas de algún fabuloso pájaro de bronce.

Había centinelas en la destrozada entrada, y los jinetes se detuvieron por un instante para hablar con ellos. El sol era como un horno incandescente, e Índigo, cubierta de sudor, se removió en su silla y se agarró con más fuerza al pomo; esperaba tener las fuerzas suficientes para mantenerse a lomos del chimelo hasta que llegaran a su destino final, y deseaba no sentirse tan mareada.

A los pocos momentos se pusieron en marcha de nuevo; y al entrar en la ciudad, Índigo se dio cuenta de que el caos que ya había visto no era más que una mínima parte del total. Simhara había sido asolada. Aunque los elevados torreones y los minaretes que se veían más allá de sus muros estaban indemnes, poca cosa más había escapado sin daños al asedio y a la batalla que le había seguido. Las amplias avenidas estaban cubiertas de cascotes, y los árboles que las habían bordeado yacían desgarrados y arrancados en las cunetas. Las elegantes mansiones se habían convertido en cascarones de la noche a la mañana, sus balaustradas aplastadas, sus fachadas derrumbadas, sus interiores consumidos por los proyectiles llameantes arrojados por las ballestas de los invasores. Y de los cincuenta bazares de Simhara, con sus murales de mosaico y sus toldos de seda y pérgolas emparradas, no quedaba más que un feo erial de piedras chamuscadas y desnudas adornadas con restos deshilachados de ropa como si se tratara de los lúgubres estandartes de un ejército fantasmal.

Las señales de muerte estaban por todas partes.

Se había hecho desaparecer lo peor de la carnicería, pero todavía había evidencia más que suficiente del gran número de bajas que los combates habían producido. Pasaron junto a dos de las cuadrillas de esclavos que trabajaban, bajo el mando severo y silencioso de los guardias del invasor, para recoger de las calles los cadáveres de ambos bandos y cargarlos en carretas mortuorias. Las cuadrillas hicieron un alto en el horrible trabajo para dejar pasar a los jinetes, y los ojos resentidos de nobles y campesinos khimizi se alzaron por igual para contemplarlos. Algunos se cubrieron el rostro en señal de respeto o hicieron signos religiosos al reconocer a su Takhina: un hombre intentó liberarse y correr hacia ella, pero fue devuelto bruscamente a la hilera por dos soldados que portaban garrotes. Agnethe dejó caer la cabeza y empezó a llorar de nuevo, en silencio y llena de desesperación; mientras el grupo seguía su camino, Índigo intentó no bajar la vista a los oscuros riachuelos de sangre seca que se escondían en las cunetas, intentó no prestar atención al humo acre y grasiento que se alzaba en los extremos mas alejados de las avenidas por las que traqueteaban las carretas tiradas por bueyes. Se sentía enferma ya, tanto de espíritu como de cuerpo, y mantuvo la mirada firme enfocada en el cuello oscilante de su chimelo mientras intentaba controlar el sudor frío y los escalofríos que amenazaban con dominarla cada vez que respiraba.

Pronto se hizo evidente que la destrucción más terrible había quedado confinada a los límites exteriores de Simhara, ya que a medida que el grupo que regresaba se acercaba al centro de la ciudad, una peculiar tranquilidad se fue adueñando del paisaje. Tenía más la naturaleza de un vacío que una auténtica sensación de paz; pero aun así la devastación parecía menor; la realidad de la guerra y los combates, más remota. Y cuando por fin llegaron al palacio del Takhan, en el corazón mismo de Simhara, daba la impresión de que los viejos edificios se mantenían aparte y sin ningún contacto con la más mínima señal de disturbios.

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