Louise Cooper - Infanta

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Pero sus súplicas cayeron en saco roto, y por fin Vasi tuvo que admitir su derrota. Con una ceñuda impasibilidad nada característica en él y que Índigo encontró muy conmovedora, le hizo entrega de uno de sus mejores chimelos, y comida y agua suficiente para varios días. Por si esto fuera poco, se negó a aceptar ni una sola zoza de ella a cambio, refunfuñando que el aceptar dinero de los muertos traía mala suerte y que para él Índigo ya era como si estuviera muerta desde aquel mismo instante. Cuando comprobó que esta lóbrega predicción no causaba el menor efecto, Vasi se rindió definitivamente. La besó, en toda la boca y con considerable fruición; luego se secó los ojos, le hizo saber que era una loca que lo mejor que habría podido hacer era quedarse en su casa y traer hijos al mundo, y se alejó golpeando el suelo con fuerza al andar, al tiempo que chillaba a sus mayorales que empezaran a moverse.

Índigo y Grimya, desde el borde de la carretera, contemplaron cómo se alejaba la caravana, lenta y zigzagueante. Algunas personas se volvieron para mirarla; ella las saludó con la mano, y éstas se dieron la vuelta de nuevo rápidamente, mientras sacudían la cabeza. Por fin la última carreta pasó junto a ellas, y la joven tiró de las bridas del reacio chimelo para hacerlo girar hacia el sur.

Grimya contempló la carretera que se extendía hasta perderse en la lejanía, a lo largo de la amplia curva de la bahía. El paisaje aparecía sereno por completo; el mar reverberaba bajo la brillante luz del sol y las palmeras se agitaban levemente bajo la brisa; no había nada que indicara que esta paz pudiera ser una ilusión.

—Re... sulta dif... fícil creer que los nóma... das dijeron la verdad —dijo la loba.

—Sí. —Índigo refrenó su montura, a la que no gustaba en absoluto haberse separado de la caravana e intentaba dar media vuelta y seguir a las carretas que se alejaban—. Pero como dijo Vasi, no tenemos ningún motivo para dudar de ellos. A medida que vayamos hacia el sur no tardaremos en ver las primeras señales con nuestros propio ojos.

—¿Estás segura de que nues... tra elec... ción es acertada?

Índigo siguió con su mirada en la tranquila carretera. Luego sonrió con algo más que un asomo de ironía.

—No, Grimya. No creo que haya sido nada acertada.

Sus talones golpearon los flancos del chimelo, y el animal se puso en marcha.

Se encontraron con los primeros refugiados antes del mediodía: una columna sombría y silenciosa que se arrastraba con estoicismo en dirección norte con las pocas pertenencias que habían podido llevarse en la huida, Índigo quiso hablar con ellos y pedir información, pero pareció como si la visión incluso de un solo jinete los aterrorizara, de modo que en lugar de ello condujo al chimelo lo más lejos posible de la carretera para demostrar que no representaba ninguna amenaza para ellos. Desde una cierta distancia observó que la patética procesión se desperdigaba, y su sensación de pena aumentó al darse cuenta de que entre ellos no había ningún hombre en edad de luchar. Sólo había mujeres, niños y ancianos... Cualquier hombre que pudiera empuñar un arma, supuso, había marchado en ayuda de su país.

Se encontró con la misma escena tres veces durante aquel día, y cuando ya oscurecía, Índigo y Grimya llegaron al pueblo —o a uno de los pueblos— que aquella gente que huía había abandonado. Existían muchos poblados pequeños como aquél en las orillas del golfo, hachados por pescadores y pequeños propietarios que cultivaban estrechas franjas de tierra a lo largo del fértil litoral. Pero ahora no había señales de ocupación aquí. Las casas parecían intactas, las cosechas seguían también intactas en los campos, y había varios botes de pesca varados entre las dunas. Un pequeño rebaño de cabras se agolpaba a la puerta de su recinto cercado, balando hambrientas en busca de atención, y algunas gallinas escarbaban en el polvo; un cachorro de perro bastante flaco salió disparado a esconderse cuando ellas se acercaron, pero no se veía ni a un solo ser humano.

Índigo se quedó contemplando durante un buen rato el poblado abandonado. Parecía que el invasor no había llegado a esta zona; sin embargo, si los aldeanos se habían decidido a abandonar sus hogares, el ejército enemigo no estaría lejos. No le hacía la menor gracia la idea de seguir viajando mientras oscurecía, y por lo tanto sugirió a Grimya que podrían improvisar un campamento entre las dunas, donde quedarían bien ocultas a la vista de cualquiera que pasase. No se atrevieron a encender un fuego, de modo que pasaron la noche comiendo frugalmente y sólo alimentos crudos, y luego durmieron y montaron guardia por turnos. Durante su primera guardia, informó Grimya, un nuevo grupo de refugiados había pasado por allí, aunque no podía decir cuántos habían sido; pero aparte de ello la noche pasó sin incidentes, y con la llegada del amanecer se pusieron de nuevo en marcha.

El segundo poblado abandonado apareció ante sus ojos a media mañana. Al igual que el primero, los edificios estaban intactos; pero la atmósfera de desolación que reinaba aquí se veía incrementada con un desagradable matiz por el hedor de la comida abandonada por los aldeanos y que ahora empezaba a pudrirse bajo el fuerte calor Por todas partes se veían zumbantes nubes de moscas, e Índigo y Grimya se desviaron hacia la playa para evitar el poblado.

—Esto es sólo el principio —dijo, sombría, Grimya mientras contemplaba las casas vacías y silenciosas—. Em... empeorará a medida que avan... cemos por la car... retera.

Índigo no miraba el pueblo sino al paisaje que tenían delante. A lo lejos, una grasienta cortina de humo teñía el cielo; su origen quedaba oculto detrás de unas colinas bajas, pero ella tenia más que una ligera idea de lo que podía ser, y se la indicó a la loba.

—Si Simhara ha caído, encontraremos más que hogares abandonados dentro de poco —le informó—. Incluso aunque no haya soldados en la región, habrá bandidos en busca de todo lo que puedan conseguir. Vasi tenía razón; la carretera no es segura.

Grimya captó su idea.

—¿El desierto? —sugirió vacilante.

Índigo dirigió una rápida mirada especulativa en dirección al este. Desde aquella distancia no era posible ver dónde la tierra fértil daba paso al desierto del Palor; pero podía percibir su presencia más allá de la línea del horizonte, una sensación de hostilidad, aridez, vacío.

No obstante todo ello, el desierto resultaría ahora menos peligroso que la carretera. Tenía mapas que había comprado en Huon Parita: sin duda no serían exactos, pero le servirían de ayuda. Y la piedra-imán no le fallaría. Era mucho mejor, pensó, enfrentarse a los peligros del Palor que arriesgarse a seguir por su ruta actual.

Dijo a la loba:

—Tenemos comida suficiente para varios días. Y existen oasis en el desierto. Si viajamos hacia el interior durante un día o dos y luego giramos, deberíamos llegar a Simhara por el nordeste. Ningún invasor se molestaría en poner centinelas en el desierto.

—Puede que no po... damos acercarnos a la ci... ciudad —observó Grimya.

—Lo sé. Pero tengo que intentarlo. Tengo que hacerlo. Lo comprendes, ¿verdad, Grimya?

—Claro que sí. Y adonde vayas, yo te se... seguiré.

Índigo se sintió avergonzada, y no era la primera vez. De nuevo conducía a la loba a privaciones y peligros, pero ni un solo instante había flaqueado la lealtad de Grimya para con ella. No tenía derecho a esperar tal devoción, ya que no había hecho nada para merecerla, y repuso con voz suave:

Grimya..., ésta es mi batalla, no la tuya. No existe ningún motivo por el que debas arriesgar tu vida para permanecer a mi lado. Y si tú...

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