Louise Cooper - Espectros
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La «adolescente» que acudió para acompañar a Índigo hasta su nuevo lugar de trabajo era una muchacha delgada, no muy desarrollada; debía de tener unos trece o catorce años, aunque daba la impresión de ser más joven, y no parecía muy dispuesta a pronunciar una sola palabra que no fuera estrictamente necesaria; Índigo averiguó que su nombre era Thia, pero aparte de esto no pudo descubrir nada más sobre ella.
Antes de que abandonara la casa, Calpurna se llevó a su huésped aparte, y con cierto tono de disculpa le dijo:
— Índigo, perdona mi presunción, pero ¿puedo darte un pequeño consejo?
—Desde luego. — Índigo agradecía cualquier consejo que pudiera ayudarla a salvar el laberinto de protocolo y costumbres que con tanta rigidez definía la vida en Alegre Labor.
—No resulta tan difícil si te acuerdas de seguir unas cuantas normas sencillas —dijo Calpurna con una sonrisa—.
Saluda con una inclinación a todas las personas que te presenten; una inclinación más profunda para todas aquellas que lleven bandas de color, ya que son tíos y tías, como Choai, y se consideran a sí mismos personas importantes.
Espera siempre a que sean ellos los que te hablen primero, pero dirígete con total libertad a todos los demás.
—La sonrisa se tornó ligeramente conspiradora—. En tu calidad de médica eres merecedora de respeto, a pesar del hecho de ser extranjera, de modo que no permitas tonterías a las personas de rangos inferiores. Y no sugieras remedios a tus pacientes; dales instrucciones con firmeza y severidad. Eso es lo que esperan. La cortesía puede que sea una obsesión en este país, pero no es más que una capa superficial. Bajo esta superficie, la mayoría son extraordinariamente groseros.
Índigo lanzó una carcajada que reprimió enseguida, no fuera a ser que Thia, que esperaba un poco más allá, la oyera.
—Lo recordaré. ¡Gracias!
—Ah, y lo mejor será que lleves esto puesto. —Calpurna introdujo la mano en un profundo bolsillo de su sobrefalda y sacó una banda de color blanco que entregó a Índigo con una mueca de disgusto—. Lo siento; recuerda un poco a aquello de marcar a un animal, pero es el protocolo aquí. Todos tenemos que lucir el color asignado a la condición de extranjero cada vez que osamos salir del enclave. El color blanco, me temo, denota lo más bajo en categoría. —Ayudó a Índigo a colocarse la banda por encima del hombro y a atarla, y luego añadió—: Será mejor que te marches ya.
Llevada por un impulso, la muchacha la besó en la mejilla.
—Gracias otra vez, Calpurna. ¡No podría habérmelas arreglado sin tu ayuda!
—Bah, tonterías. Eres mucho más inteligente que estas pobres gentes y no tardarás en desenmarañar sus ardides. No permitas que Choai te agote en tu primer día; si intenta convencerte para que te quedes después de la puesta del sol, niégate. Te veremos por la noche.
Mientras atravesaba las puertas del enclave en pos de la taciturna Thia, Índigo sintió como si penetrara en un mundo totalmente nuevo y extraño a ella. Puesto que desde su llegada no había abandonado el hogar de Hollend y Calpurna, no había visto demasiado de Alegre Labor excepto como una vaga extensión de edificios situados al otro lado de la valla del enclave. Ahora, sin embargo, bajo la helada pero brillante luz diurna, su cerebro se vio
invadido por un revoltijo de impresiones.
La calle principal de Alegre Labor —no tanto calle como camino ancho, pensó Índigo— se extendía en línea recta en dirección a la plaza situada en el centro de la población. Uno de sus lados tenía una estrecha franja pavimentada con losas de piedra toscamente talladas, pero el resto de la calzada no era más que tierra batida de color marrón rojizo. En cuanto a los edificios, resultaba imposible saber si las construcciones de un solo piso que bordeaban la calle eran lugares de residencia o de trabajo, ya que todos eran idénticos; sin adornos, sin pintar, con sencillas puertas de madera y ventanas sin cortinas que no facilitaban pistas sobre lo que se ocultaba tras las fachadas.
Sin mediar palabra, Thia condujo a Índigo hacia la plaza. Tomó un camino que las mantenía todo lo apartadas que era posible de la franja enlosada, e Índigo comprendió el motivo cuando dos mujeres con bandas verdes pasaron junto a ellas, en dirección opuesta, andando por encima de las losas. La acera, al parecer, estaba reservada a las personas de categoría superior; los individuos de rango inferior —y los extranjeros— debían mantener una respetuosa distancia. Las mujeres les dirigieron una mirada de reojo al pasar, tomaron nota de la banda blanca y volvieron el rostro al otro lado con indiferencia. Índigo empezó a desear no haber convencido a Grimya de que se quedase junto a Calpurna. Sin la loba para hacerle compañía parecía que no iba a encontrar una sola palabra o rostro amigos hasta que regresara al enclave; pero Hollend le había aconsejado que era mejor que la loba no la acompañara. Los animales de compañía, explicó, no eran bien vistos a menos que tuvieran una utilidad clara, e incluso una criatura con la inteligencia de Grimya no encontraría en qué ocuparse en la consulta de un médico.
Thia apresuró el paso. La calzada se volvía cada vez más concurrida. Mujeres con cestos a la espalda empezaban a converger en la plaza del mercado; dos hombres que empujaban una carreta cargada siguieron a un muchacho que conducía ante sí una bandada de aves de corral, y un grupo más reducido de niños cargados de herramientas agrícolas pasaron corriendo en pos del primero. Dos carromatos, uno tirado por bueyes y el otro por un poni desnutrido, pasaron traqueteando junto a ellas. Por lo que se veía, esto era el corazón de Alegre Labor, y, cuando salió a la plaza misma siguiendo a Thia, Índigo aminoró el paso para abarcar la escena que se presentaba ante ella.
La plaza era un ruedo de arena apisonada, sin rasgos distintivos excepto una enorme y voluminosa bomba de agua en su centro. Esta quedaba rodeada por todas partes por más ejemplares de las impersonales casas del pueblo, cuya uniformidad sólo era rota por un edificio, de mayor tamaño que el resto pero igualmente gris, con una puerta doble que permanecía bien cerrada.
El mercado parecía estar en pleno apogeo. Mesas montadas sobre caballetes y colocadas en hileras apretadas exhibían productos alimenticios, utensilios del hogar, ropas o burdos muebles de madera; tras los mostradores, los propietarios de las paradas contemplaban vigilantes a los potenciales clientes, con un aire de desconfianza que rozaba la hostilidad. Al penetrar en esta escena como forastera, como una intrusa, Índigo sintió una alarmante sensación de no pertenecer al lugar, como si hubiera penetrado no sólo en otro país sino también en otra dimensión, y mientras su mente absorbía las imágenes que se deslizaban ante ella comprendió de improviso cuál era el problema. Concurrida como estaba la plaza, bulliciosa y llena de actividad, en ella reinaba un silencio casi total. Se señalaban las mercancías en silencio, los discos de madera cambiaban sin mediar palabra, las compras se guardaban en el interior de los cestos o se echaban a la espalda y el comprador se alejaba del lugar sin que se cruzara entre vendedor y cliente más que un ligero movimiento de cabeza a modo de saludo. Nadie cantaba, nadie silbaba; no había ningún comerciante que proclamara a voz en grito que sus mercancías eran mejores que las de sus vecinos, ni se veían grupos de hombres conversando, mujeres de cotilleo o niños revoltosos. Resultaba un violento y chocante contraste con los mercados de todos aquellos otros países visitados por Índigo —los caóticos y ruidosos bazares de Huon Parita, las espléndidas ferias comerciales de Khimiz, incluso las modestas reuniones de granjeros que se celebraban en época de cosecha en los pueblos del continente occidental como Bruhome—, y mientras permanecía inmóvil, observando, una peculiar sensación de irrealidad la asaltó, trayendo con ella un terror amorfo e ilógico.
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