Louise Cooper - Espectros
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Sus meditaciones se vieron interrumpidas de repente cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Por favor? —Era una voz infantil—. Por favor, ¿está casa la médica?
Índigo hizo un esfuerzo para no perder el ánimo. Cincuenta pacientes en una tarde, y ahora, justo cuando pensaba que por fin podría descansar, un recién llegado... Pero, si tenía la temeridad de hacerse llamar curandera, también tenía las obligaciones propias del cargo. Además, a aquellas horas podía muy bien tratarse de una emergencia.
Empezó a desatar otra vez las correas de la bolsa, e intentó no parecer resignada o irritada cuando respondió: —Estoy en casa. Entra.
Se produjo una pausa, durante la cual escuchó lo que parecían varias voces infantiles cuchicheando al otro lado le la puerta. Luego el picaporte chasqueó y, tímidamente la puerta se fue abriendo.
Eran tres, y ninguno de ellos tendría más de siete u ocho años, o al menos eso es lo que Índigo pensó en un principio. Sus rostros eran delgados y pálidos, con ojos desproporcionadamente grandes que la contemplaban con asombro. Llevaban despeinados los cabellos, delgados y de una suavidad, y los pequeños cuerpos, que casi parecían atrofiados, impedían saber si se trataba de niños o niñas. Iban cogidos de la mano, como para darse ánimos, y de improviso se apelotonaron unos sobre otros, cuchicheando de nuevo entre ellos. Se dejó oír una aguda risita, e Índigo pudo escuchar las palabras «banda blanca», «extranjera» y «demasiado pronto».
Empezaba a perder la paciencia ante lo que parecía ser una travesura de niños y, recordando el consejo de Calpurna de mostrarse firme, dijo con cierta brusquedad:
—¡Vamos, vamos! No tengo tiempo que perder en juegos. ¿Qué queréis?
Los tres visitantes interrumpieron sus cuchicheos y la miraron. Entonces el que se encontraba en el centro, que parecía ser el cabecilla, respondió con vocecilla ronca:
—¿Sabes algún juego?
Era una pregunta tan extraordinaria que Índigo no supo qué contestar y, mientras intentaba pensar en algo, otra de las criaturas dijo con voz aguda:
—Te hemos visto. Sabemos que eres la curandera extranjera. ¿Nos curarás?
Índigo no había recibido advertencia alguna pero, mientras la criatura hablaba, la intuición desplazó brusca y sorprendentemente a la lógica, y su sobresalto aumentó cuando, al mismo tiempo, se percató de que veía los contornos del sucio vestíbulo no sólo detrás de los niños, sino a través de ellos. Sus cuerpos eran transparentes.
—Madre de mi corazón, yo... —fue todo lo que tuvo tiempo de decir.
Las tres criaturas se desvanecieron ante sus ojos.
—Un suceso muy desgraciado. —Tío Choai se inclinó ante Hollend en la peculiar manera oblicua que indicaba una disculpa—. Me acuso a mí mismo por completo. Está claro para mí ahora que la doctora Índigo no se había recuperado lo suficiente de los rigores de su viaje para poder ejercer correctamente su trabajo, y la culpa de no haberlo observado es sólo mía.
—No, no, tío —protestó Hollend—. Índigo es mi invitada, y yo asumo toda la responsabilidad por su bienestar. Soy yo el responsable.
Choai volvió a inclinarse.
—Eres muy amable. Sin embargo, tus palabras no pueden tranquilizar por completo mi conciencia, y ésta seguirá molestándome. Me precipité, y confío —en este punto dedicó a Índigo una sonrisa zalamera— en que mi estupidez no me será tenida en cuenta.
Índigo intentó devolverle la sonrisa pero apenas si lo consiguió ya que todavía sentía el agudo aguijonazo de la vergüenza. Había ido a chocar de bruces con Choai en la escalera de la casa del antiguo médico y se había producido entre ellos una confusa conversación, ella aturdida e incoherente, él al principio desconcertado y luego, cuando finalmente comprendió lo que ella le decía, solícito y apaciguador a la vez. Con toda firmeza insistió en escoltarla de vuelta al Enclave de los Extranjeros, donde muy apesadumbrado informó a Hollend que Índigo parecía haber sufrido alguna especie de alucinación, sin duda provocada por un exceso de cansancio. Índigo no lo contradijo; se sentía demasiado desalentada por los resultados de sus anteriores esfuerzos para convencerlo de la verdad como para intentarlo una segunda vez, y ahora permanecía sentada en silencio mientras se intercambiaban más cumplidos y agradecimientos, se expresaban complejas fórmulas de despedida, y por fin tío Choai se marchó tras expresar su esperanza de que la doctora Índigo estuviera en condiciones de reanudar su trabajo tras un día o dos de descanso y recuperación.
Hollend y Calpurna lo acompañaron hasta la puerta. En cuanto abandonaron la habitación, Índigo se volvió hacia Grimya, que estaba sentada en el suelo a sus pies.
— Grimya, antes de que regresen...
«Ten cuidado», advirtió la loba en silencio. «Los niños no están muy lejos. No digas nada en voz alta. »
Índigo se había olvidado de Ellani y Koru, y cambió apresuradamente al lenguaje telepático.
«Grimya, antes no te lo pude decir, ¡pero ha vuelto a suceder! Las voces, las extrañas voces..., sólo que esta vez... »
El segundo aviso de Grimya la interrumpió de repente, y se apartó de la loba un instante antes de escuchar la voz de Hollend que se dirigía a ella mientras penetraba otra vez en la habitación, seguido por Calpurna.
—¡Bueno, Índigo, desde luego has causado una gran impresión en tío Choai! —Hollend sonreía de oreja a oreja—. Jamás creí que viviría para oírlo disculparse por algo. Debe de considerarte algo muy valioso para Alegre Labor... ¿Qué hiciste, resucitar a uno de tus pacientes de entre los muertos?
—No te preocupes de lo que Índigo haya hecho o no para impresionar a Choai. —El tono severo de Calpurna demostraba que consideraba el comentario de su esposo como de mal gusto—. ¡Índigo, no tenía ni idea de que estuvieras tan agotada! Pensé que una buena noche
de sueño sería suficiente para que te recuperaras: no me di cuenta de...
—Calpurna... Calpurna, por favor, escúchame. —Índigo posó la mano sobre el brazo de la agantiana—. Lo que Choai os contó no fue toda la historia, en absoluto. Calpurna vaciló. — ¿Qué quieres decir?
Índigo les contó lo sucedido; la llamada a su puerta después de marcharse Thia, las tres criaturas que le habían hecho la estrafalaria pregunta de «¿Sabes algún juego?», antes de preguntarle si podía curarlas y luego desvanecerse en el mismo instante en que ella comprendió que sus cuerpos eran transparentes como los de los fantasmas. Durante varios segundos Índigo había sido incapaz de hacer nada que no fuera contemplar tontamente el umbral vacío; luego, violentamente, se había puesto en pie de un salto y, precipitándose fuera de la habitación, había descendido a toda velocidad por la empinada escalera. Aunque lo que había visto desmentía su impresión, tenía la irracional convicción de que los niños seguían todavía allí, que podía perseguirlos y atraparlos. En su lugar, en la abierta puerta de la calle, casi al pie de la escalera, había chocado de cara con tío Choai. Por qué había ido éste a la casa Índigo no lo sabía ni le importaba; dejando de lado todo decoro había agarrado al anciano por la manga. —¡Tío! Los niños..., ¿los ha visto? ¿En qué dirección se han marchado?
Choai parpadeó apresuradamente mientras su inicial indignación daba paso a la curiosidad. —¿Niños, doctora Índigo? No hay niños aquí.
Ella había intentado explicar lo que había visto, pero en cuanto Choai empezó a comprender lo que quería decir, la muchacha se dio cuenta de que había cometido un gran error. Sencillamente él o no quería o no podía creerla. La gente, tanto si eran niños como si no, no se desvanecía ante los ojos de los que la contemplaban, afirmó. Tales cosas no eran posibles. Índigo intentó discutir, pero anciano se mostró inflexible. Debía de haber sufrido Un momentáneo desequilibrio mental y sensorial debido al cansancio, le dijo con aire de benigna preocupación. Estaba claro que se había equivocado al dar por sentado que ella estaba ya en condiciones de empezar su trabajo, y ahora rectificaría tal equivocación acompañándola personalmente de regreso a los cuidados y comodidades que podían brindarle sus anfitriones.
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