Louise Cooper - Espectros

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Índigo volvió la mirada pensativa hacia la carretera que se perdía a su espalda. Todo parecía ordenado y en calma, sin la menor indicación de nada funesto. No tenía sentido. A menos que la insistente sensación de unos días atrás tuviera algún fundamento después de todo...

Bruscamente tomó una decisión. No quería pensar en sospechas y posibilidades; no quería darle más vueltas, no ahora. Lo que ahora deseaba era un baño, una buena comida y una cama lo bastante blanda y caliente como para proporcionarle la posibilidad de toda una noche de sueño ininterrumpido. Si aquí había un misterio, podía esperar hasta la mañana siguiente.

—No haremos nada —dijo a la loba con firmeza—. No hagas caso; compórtate como si nada hubiera sucedido, y sigue adelante al interior de Alegre Labor. —Entrecerró los ojos azul-violeta—. Si algo se trama, no quiero saber lo que es.

La mujer que contestó a la llamada de Índigo a la puerta de la Oficina de Tasas para Extranjeros se mostró inclinada en un principio a tratar a la forastera de cabellos castaño rojizos con fría suspicacia, pero, cuando Índigo mostró el bastoncillo que le había entregado el funcionario, se produjo un repentino y marcado deshielo en su actitud.

—Ah. —La mujer inclinó la cabeza cortésmente, aunque todavía con una ligera sombra de la aversión que aquellas gentes sentían por los extraños—. Llevas el distintivo de un consejero, lo cual significa que eres muy bien recibida. —Lanzó una rápida mirada por encima de un hombro que provocó que sus cortos cabellos oscuros se balancearan y brillaran a la escasa luz de la vela de junco que sostenía—. ¡Sianu! ¿Quién tiene lugar disponible en el enclave? ¡Vamos, deprisa!

Una voz más juvenil murmuró unas palabras desde las entrañas del edificio, y la mujer se volvió de nuevo hacia Índigo con una amplia sonrisa.

—Se te conducirá a la residencia del forastero Hollend, y allí estarás cómodamente hospedada hasta que te haga llamar el consejero. El precio será de seis fichas. —Extendió una mano, con la palma vuelta hacia arriba—. Que entregarás por adelantado, por favor.

La suma era poco menos que desorbitada, pero Índigo evitó comentarios y entregó las seis piezas de madera sin objeciones. La mujer guardó cinco en un cajón, se embolsó la sexta, y luego le dedicó una solemne reverencia. —Haz el favor de aguardar a alguien que te conducirá al lugar exacto. Te deseo un buen descanso y un nutritivo avituallamiento.

Tras devolver la reverencia, Índigo aguardó varios minutos —la espera, había aprendido, era un arte entre estas gentes— hasta que un muchacho de rostro inexpresivo y unos quince años de edad llegó para escoltarla a ella y a su pequeño séquito hasta su lugar de descanso. El sol estaba a punto de ponerse y largas sombras se extendían por todo el recinto, proporcionando un peculiar aspecto irreal a los edificios, de escasa altura, pero muy adornados, dispuestos aparentemente al azar a lo largo de las calles de tierra batida del Enclave de los Extranjeros. Sin hablar, con la cabeza gacha como para alejar cualquier intento que la forastera pudiera hacer para entablar conversación, el muchacho condujo al grupo en un torpe trotecillo dejando atrás una casa iluminada tras otra, hasta que llegaron a un edificio más grande que sus vecinos, en el que la luz brotaba desde una puerta abierta y se derramaba sobre un amplio pórtico de madera. De pie bajo las sombras de la entrada los aguardaba una mujer delgada, aunque de aspecto maternal, con una espléndida cabellera rubia sujeta en complicadas trenzas. El muchacho corrió hasta ella y tuvo lugar una rápida conversación en voz baja; por fin, con una inclinación, el chico se apañó del pórtico andando hacia atrás, dio media vuelta, y echó a correr como si huyera de la peste.

Índigo y la mujer se miraron. Luego, rompiendo el silencio dejado por las pisadas del muchacho al perderse en la lejanía, una voz cálida dijo en una lengua que heló a Índigo hasta la médula por su familiaridad:

—No sé tu nombre, forastera. Pero te ofrezco nuestra hospitalidad, pobre como es..., ¡y eres doblemente bienvenida a nuestro refugio en este rincón perdido del mundo!

—No se nos deja escoger en este tipo de cuestiones. —Calpurna extendió los brazos por encima de la mesa y, sin hacer caso de las protestas de Indigo de que ya había comido más de lo que le correspondía, llenó su plato con una segunda ración de verduras picadas—. No, no: deja de discutir y cómetelo; disfrutamos de la suficiente categoría como para que nuestra casa jamás sufra problemas de abastecimiento. Y no lo digo con intención de ofenderte, Índigo... Muy al contrario. Pero como extranjeros, y por lo tanto lo más bajo de lo más bajo, estamos obligados a aceptar a todo aquel que el Comité decida alojar con nosotros; y con esto quiero decir a cualquiera. —Enarcó expresivamente una ceja.

Hollend, el esposo de Calpurna, engulló el pedazo de pollo asado que masticaba y agitó el tenedor.

—¿Recuerdas a aquellos dos hermanos del continente occidental? Hoscos como un par de perros apaleados, no sabían ni una palabra de ningún idioma conocido en el mundo civilizado, ¡y allí por donde pasaban dejaban tras ellos un fuerte olor a corral de cerdos!

Sus dos hijos, un niño y una niña a los que Índigo les había calculado respectivamente unos ochos y diez años, empezaron a reír desenfrenadamente ante sus palabras. Calpurna regañó a ambos con una severa mirada y un golpe seco sobre la mesa, y mientras sus risas se apagaban se volvió otra vez hacia Índigo.

—Ese, querida, es el motivo de que nos sintamos doblemente agradecidos de que nos hayas sido enviada. Tener compañía inteligente y civilizada en este lugar sumido en la ignorancia es una bendición. Así pues, tanto si te gusta como si no, tendrás que resignarte a que te mimemos, festejemos y tratemos como a una reina; ¡y espero sinceramente que tu estancia con nosotros sea larga!

Hollend alzó su copa; una copa magnífica, tallada y labrada de forma que reflejara el color del excelente vino.

—Yo apoyo eso. Por Índigo, y también por Grimya. ¡Y nuestro muy sentido agradecimiento por llegar hasta nuestra puerta!

Las palabras de ambos y la indudable sinceridad que había tras ellas eliminaron las últimas dudas de Índigo, quien sintió que se relajaba como no lo había conseguido desde que ella y Grimya habían cruzado las fronteras de este peculiar país. Ni en sus fantasías más ilógicas habría soñado encontrarse con alguien como Hollend y Calpurna en Alegre Labor. Personas con las que sentía una inmediata compenetración; personas que la retrotraían a antiguos vínculos y lealtades. Pues esta amable, hospitalaria y divertida pareja era originaria de Agantia, el pequeño pero próspero reino del que tomaba su nombre el golfo de Agantine, situado más al sur de este enorme continente oriental. Agantia compartía una lengua, patrimonio y cultura comunes con sus innumerables pequeños estados vecinos situados a lo largo de las orillas del golfo, y entre estos vecinos se encontraba Khimiz, lugar de nacimiento de la propia madre de Índigo, y donde Índigo y Grimya habían pasado una estancia de trece años durante sus largos viajes. Muchos de los recuerdos que tenía Índigo de Khimiz no eran precisamente felices; sin embargo, al encontrarse con Hollend y Calpurna, la muchacha sintió una peculiar sensación —inquietante, sí, pero al mismo tiempo reconfortante— de haber vuelto a casa.

Hollend y Calpurna le contaron que vivían en Alegre Labor desde hacía siete años. Hollend tenía la desgracia, como él mismo lo denominó con cierta sorna, de ser el hijo segundón de un mercader agantiano rico e influyente cuyo interés especial se centraba en los metales, y, al morir el padre, el hermano mayor había tomado el control del comercio de la familia en su ciudad natal, mientras que a Hollend le correspondió convertirse en emisario, para buscar y abrir nuevas fuentes de minerales en bruto. Este país septentrional era rico en minerales de hierro, cobre, plata y níquel, y jamás había sido explotado adecuadamente, explicó Hollend; de modo que su misión fue comerciar con los comités gobernantes del país, redactar contratos y ocuparse de que los acuerdos establecidos fueran respetados por ambas partes. Era, como admitió sin cumplidos, un trabajo arduo, pues, pese a su relativa proximidad —«¡Al menos nos encontramos en el mismo continente!»—, el estilo de vida en el norte era tan diferente del lujo, el refinamiento y la vida fácil del golfo de Agantine como era posible serlo.

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