Louise Cooper - Espectros

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Sonrió ahora ante las palabras de Grimya, que eran prosaicas, categóricas y directas. En su forma acostumbrada había evaluado al funcionario y emitido su juicio; e Índigo sospechaba que, también como de costumbre, su juicio era acertado.

—Al menos se ha mostrado deseoso de ser servicial, lo cual es más de lo que podemos decir de las últimas personas con que nos hemos tropezado. Y nos ha dado este símbolo. — Con suavidad pero con energía agitó el pequeño bastón con su brillante cinta, mientras intentaba recordar lo que había aprendido sobre la extraordinaria complejidad de colores de rango que utilizaban los funcionarios de este país. Naranja... El tono de un funcionario menor, pensó, pero incluso los funcionarios menores tenían un gran peso en esta tierra donde a los extranjeros se los miraba con desconfianza en el mejor de los casos y con franca hostilidad en el peor—. Al menos, nos garantizará un respiro de unos cuantos días en el Enclave de los Extranjeros. —Bajó los ojos hacia Grimya con expresión comprensiva—. ¡Y una oportunidad para que tus patas descansen!

Continuaron su camino, pasando junto a más campos bien cuidados y más labriegos que trabajaban afanosamente en silencio, Índigo contó otros dos de los postes que indicaban medio kilómetro y que estaban colocados a intervalos a lo largo de la carretera; luego otra curva, más cerrada y empinada que las anteriores, las condujo al otro lado de la montaña, y se encontraron con la ciudad de Alegre Labor que se extendía ante ellas algo más abajo. No había gran cosa que la distinguiera de la última población visitada. Hileras de cuidados edificios de un piso o dos como máximo, con tejados de tejas de arcilla de un marrón rojizo, se alzaban a lo largo de una serie de limpias calles rectas de tierra apisonada. Una empalizada de madera rodeaba toda la ciudad, con una entrada en forma demarco que cruzaba la carretera.

Índigo aminoró el paso y se detuvo, reteniendo a los ponis que intentaban mordisquear la hierba que crecía junto al camino.

—Al menos las puertas están abiertas y no hay centinelas. La muchacha guardaba un agrio recuerdo de la anterior bienvenida: el entrometido bravucón de la entrada del poblado con una porra sujeta al cinto y un fajo de reglamentos en la mano; la desconfiada escolta para asegurarse de que no se desviaba de la ruta que conducía a la Oficina de Tasas para Extranjeros; la sensación de que su posición social entre los habitantes de la población era inferior a la de un perro lisiado. Alegre Labor parecía al menos abierta a los forasteros y, al contrario de lo que le habían dicho, también parecía mucho más grande y próspera que su vecina del norte. Desde allí veía la Oficina de Tasas para Extranjeros, un edificio más alto que la mayoría, identificable por el banderín blanco que ondeaba en un mástil situado en su tejado. El color blanco, según había averiguado Índigo, denotaba la categoría más baja de todas, y quedaba reservado en exclusiva a los extranjeros.

Esbozó una débil sonrisa y golpeó con los tacones los ijares de su montura; pero no había dado ni tres pasos cuando se dio cuenta de que Grimya no la seguía sino que permanecía atrás, repentinamente rígida y alerta, la cabeza levantada y las orejas estiradas.

Grimya, ¿qué sucede? —Índigo volvió a detenerse.

La loba la miró con expresión preocupada.

—¿Nnno has oído?

—¿Oír qué?

—Era... — Grimya vaciló y repentinamente cambió a conversación telepática; sus palabras penetraron silenciosas en la mente de Índigo: «He vuelto a oír las voces».

—¿Las voces... ? —Índigo sintió que la asaltaba una extraña sensación de náusea.

«Escucha», dijo la loba. «Escucha con atención. Vuelven a estar aquí. Han regresado. »

Índigo aguzó el oído. El viento era apenas una brisa, que no producía ningún ruido; cualquier sonido procedente de quienes trabajaban en los campos no podía llegar desde tan lejos hasta la carretera. Su montura hizo tintinear el bocado, cansada e inquieta, y entonces, a renglón seguido del metálico ruido, lo oyó. Un murmullo débil, como si varias criaturas murmuraran excitadas entre sí no muy lejos de allí. Pero no se veía ningún niño; nadie había por las cercanías, ni ningún lugar donde quienes susurraban pudieran ocultarse. No había otra cosa que las voces, débiles, indistinguibles e incorpóreas.

Grimya miró a la muchacha con sus enormes ojos oscuros.

—Pen... saba que habrrría terminado —dijo en voz muy baja—. Pen... sssé que no era más que algo curioso y que no volver... ría a suceder. Me equivoqué, Índigo. Han regrrresado.

Quienquiera o lo que fuera que fuesen... —¿Ves alguna cosa, Grimya? —inquirió la muchacha con suavidad—. ¿Percibes alguna presencia, como sucedió la última vez?

—Nnno. —La loba sacudió la cabeza con fuerza—. Nada co... como aquello. Pero así es como empezó la otrrra vez, ¿rrrecuerdas? Sólo voces.

Tenía razón, Índigo calculó que habrían pasado nueve o diez días desde su primer extraño tropiezo. Avanzaban por la carretera empedrada conocida como la Carretera del Espléndido Progreso, que discurría por la columna vertebral de la cordillera, cuando Grimya había empezado a insistir en que oía, como decía ella, «hablar al viento». A poco, también Índigo comenzó a oír los extraños murmullos, y pronto quedó claro que los sonidos las seguían, como si una presencia invisible fuera tras sus pasos. No se distinguía ninguna palabra, pero Índigo había concluido, con una desagradable e irracional certeza, que las voces eran humanas. Los sonidos habían continuado durante toda la noche, que ellas pasaron en blanco y atemorizadas junto al borde de la carretera; hubo un momento en que Índigo perdió los nervios y lanzó un desafío en voz alta, pero sus palabras se limitaron a resonar huecas por entre las colinas y las voces no respondieron.

Al día siguiente, Grimya se había mostrado convencida de que las seguían y, aunque no se veía ni rastro de nadie, nada pudo persuadirla de que estaba equivocada. Los percibía, dijo. Humanos, animales u otra cosa, no sabía qué, pero estaban allí; y en una ocasión, aunque sólo por un instante, Índigo vislumbró un rostro espectral, que flotó detrás de ellas unos momentos antes de desvanecerse.

Los misteriosos ruidos las habían seguido durante tres días y con la llegada del tercer día ambas se sentían ya profundamente inquietas. Grimya habló sobre fantasmas y espíritus malignos; en una tierra como ésta, dijo, tales cosas podrían fácilmente frecuentar los caminos en busca de viajeros incautos, Índigo se mostró reacia a hacer demasiado hincapié en esa idea; pero se sentía aún más reacia a considerar la otra posibilidad que había aparecido sigilosamente en su cerebro y ahora permanecía allí, aletargada pero esperando sólo la oportunidad de florecer.

No se la mencionó a Grimya, de todos modos, e intentó hacer caso omiso de la continua y molesta sensación.

Entonces, durante la noche que siguió al tercer día, las voces y la invisible presencia habían desaparecido de repente. El agotamiento consiguió finalmente superar los temores de Índigo y cuando acamparon para pasar la noche la muchacha se durmió al momento, para despertar bajo la fría luz brillante de la luna llena cuando Grimya la sacó de su sueño para informarle que, momentos antes, los murmullos habían cesado de improviso y la sensación de ser vigiladas había desaparecido. Los que las seguían, fueran quienes fueran, sencillamente ya no estaban allí. Y desde aquel momento no habían regresado... hasta ahora.

—¿Quuué cree... es tú que debemos hacer? —preguntó Grimya, intranquila.

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