Louise Cooper - Espectros
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La muchacha era muy consciente del escrutinio al que era sometida, pero dos meses en este país húmedo, fresco y montañoso de granjas pulcras y escrupulosamente cuidadas y de municipios bien organizados le habían enseñado que se consideraba de mala educación que ella saludara o se diera por enterada de la presencia de los trabajadores.
Según el somero mapa que había adquirido en la Oficina de Tasas para Extranjeros de la última ciudad importante de su ruta había deducido que su próximo destino se encontraba a tan sólo dos o tres kilómetros más allá, y calculaba que llegarían a sus límites una hora o más antes de la puesta del sol.
Confiaba en que este nuevo poblado ofrecería más que el último. Aunque no la habían expulsado exactamente de la ciudad, se le había dado a entender con toda claridad que su marcha sería bien recibida, y tan sólo una persona —la mujer de mediana edad con la que había tratado en la Oficina de Tasas— se había ablandado lo suficiente para añadir que la población de Alegre Labor, a unos cinco kilómetros al este, era famosa por prosperar con menos diligencia que su propio y magnífico pueblo y por lo tanto podría tener necesidad de sus habilidades. Así pues volvió a tomar la carretera durante otros tres días, durmiendo en la cuneta (y dando gracias de que las heladas del otoño no hubieran llegado aún al país), sin encontrarse con nadie, y confiando en que la mujer hubiera estado en lo cierto.
Las pulcras hileras de sembrados de verduras empezaban ya a dejar paso a bancales de otros cultivos; altas matas de judías cuidadosamente sujetas por postes con cuerdas de cáñamo pasadas entre ellos; bajos matorrales arbustivos repletos de oscuros arándanos y los exuberantes cultivos veraniegos de hortalizas que no serían cosechados hasta el invierno. La carretera empezaba a serpentear a medida que descendía por las suaves laderas de la montaña, y a unos cientos de metros más allá distinguió uno de los omnipresentes abrevaderos; un pozo protegido por un pequeño torreón con techo de paja. Fuera de la caseta del pozo se encontraba el acostumbrado guarda, pero además de la ya familiar silueta rígida y silenciosa había también varias otras agrupadas alrededor de la entrada. La calidad de sus ropas las señalaba como personas de cierto rango; mientras se acercaba, la muchacha observó que una de ellas llevaba incluso la banda de color de un funcionario de la ciudad.
Ella habría seguido adelante sin una palabra ni una mirada, tras haber aprendido que éste era el procedimiento correcto, pero antes de llegar a su altura la figura que llevaba la banda se apartó del grupo y alzó la mano, con la palma hacia afuera, indicándole que se detuviera. Ella tiró de las riendas de su montura, y desmontó a dos pasos de donde el otro se encontraba.
—Éste es un día magnífico, y permite la labor en los campos.
El funcionario inclinó la cabeza mientras hablaba, mostrando el nivel exacto de cortesía que correspondía a un extranjero contra el que —por el momento— no existía motivo de hostilidad. La joven realizó una inclinación ligeramente más profunda como respuesta y contestó al solemne saludo.
—Estos campos proporcionan gran placer al ojo del extranjero. —Poseía una gran facilidad para los idiomas y había aprendido la lengua del país con rapidez, junto con sus muchas y variadas formas de expresión—. Ser testigo de su generosidad resulta una experiencia edificante.
El funcionario se sintió claramente satisfecho por su respuesta, ya que se dirigió directamente a ella ahora.
—¿Viajas a la ciudad de Alegre Labor?
—Con esperanza y optimismo, señor, sí.
—Ya.
Sus ojos, que eran extraordinariamente pálidos, abarcaron el pequeño séquito de la muchacha; luego avanzó despacio hasta sus ponis y los examinó con más atención, palpando con mano experta los ijares y las patas traseras. Uno de los animales echó las orejas hacia atrás y pateó el suelo; el funcionario se enderezó al momento.
—Son animales de buena calidad. ¿Es eso lo que haces? ¿Vendes ganado?
La muchacha sacudió la cabeza negativamente, al tiempo que se pasaba una mano por el rostro en señal de humildad.
—Este no es mi valor. Mi mérito se encuentra en otra parte —repuso sonriente—. Soy médica.
—¿Una médica? —La expresión del hombre se animó un tanto—. Una profesión útil y valiosa. ¿Esperas encontrar empleo en Alegre Labor?
La joven realizó una nueva inclinación de cabeza.
—Ése es mi deseo, si existe necesidad mis servicios.
El hombre recapacitó sobre esto último unos instantes antes de responder:
—Puede que así sea.
Introdujo una mano en un bolsillo abierto en su banda, y al cabo de un momento sacó un corto bastoncillo de madera tallada con un pedazo de cinta naranja atado a él. Se lo tendió, diciendo:
—Puedes llevar esto a la Oficina de Tasas para Extranjeros. Se te facilitará alojamiento a un precio razonable, y puedes permanecer en el Enclave de los Extranjeros hasta que haya tenido lugar una estimación de tu utilidad. —Inclinó la cabeza y dejó que su boca se curvara en una leve sonrisa de altivez. Comprendiendo que esto era la señal de que la conversación había concluido, la muchacha volvió a inclinarse una vez más.
—Te agradezco tu generosidad, y te deseo un buen día.
Volvió a montar, tiró de las riendas del poni de carga y se puso en marcha. A diferencia de los labriegos, el funcionario no se molestó en seguirla con la mirada mientras se alejaba sino que se volvió de inmediato para reanudar la discusión con sus compañeros; el rumor de sus voces flotó en la brisa, apenas audible, mientras las dos viajeras se alejaban por la pedregosa carretera.
Durante unos minutos todo permaneció en silencio a excepción del sordo golpear de los cascos de los ponis y el repiqueteo más suave de patas almohadillas sobre el polvo. Entonces, cuando no existió la menor duda de que ninguno de los miembros del grupo reunido alrededor de la caseta del pozo podía oírlas, el animal moteado parecido a un perro miró atrás por encima del lomo y alzó los ojos hacia el rostro de la joven. Las mandíbulas se abrieron, y una voz ronca y gutural brotó de su garganta.
—No me... gustó ese hombre, Índigo. No es muy importante, pero sssse cree que lo es.
El adusto rostro de la muchacha se iluminó de improviso, y su boca se distendió en una amplia sonrisa. Eran las primeras palabras que pronunciaba Grimya desde que habían avistado los campos cultivados; había estado demasiado asustada para utilizar la voz, por temor a que alguien las escuchara y descubriera su secreto, que sólo ella y su amiga humana compartían desde hacía más años de los que ninguna de las dos quería recordar. Grimya no era una perra sino una loba, nacida en los bosques del gran continente occidental y expulsada de su manada porque era una mutante con la habilidad de hablar como los humanos. El vínculo establecido entre Grimya e Índigo era inquebrantable e indisoluble, y existía desde hacía más de cincuenta años, pues ambas compartían otro secreto, más profundo y extraño que la mutación de la loba. Durante medio siglo, desde que se embarcaron en su largo y azaroso viaje, ninguna de las dos había envejecido un solo día. Disfrutaban del don —o la maldición— de la inmortalidad, Índigo intentaba no insistir demasiado en el lejano recuerdo de cómo, por su propia necedad, había hecho caer sobre sí la carga que representaba no envejecer, no cambiar, poseer una vida eterna; pero incluso ahora todavía se preguntaba por qué Grimya, que no le debía nada, había escogido por propia voluntad compartir su carga. La loba habría facilitado una sencilla respuesta a la pregunta —era una criatura sin complicaciones, y su lealtad carecía de cautelas ni límites— pero todavía, a veces, Índigo despertaba en plena noche y daba gracias en silencio, no sin cierta perplejidad, por el amor y compañerismo de la loba que la había salvado en más ocasiones de las que quería contar.
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