Andais dejó escapar un sonido agudo, casi un siseo.
– Debes de ser asombrosa follando, Meredith. Te joden y al momento a mí me dan la espalda.
Ante esto, no tenía una respuesta lo suficiente segura, por lo que no dije nada. Estaba de pie en medio de mis hombres, sintiendo el fuerte roce de los perros que se arremolinaban a nuestro alrededor. ¿Habría sido Andais más agresiva si los perros, la mayoría de los cuales le habían dejado clara su aversión, no hubieran estado aquí? ¿Tendría miedo de la magia, o más bien, miedo de las formas sólidas en las que la magia se había convertido?
Uno de los pequeños terriers gruñó, y eso pareció una señal para los demás. La noche de repente se llenó de gruñidos, de un tono bajo que vibró a lo largo de mi columna haciéndome estremecer. Acaricie las cabezas de aquellos que estaban a mi alcance, silenciándolos. La Diosa me los había enviado como guardianes, ahora lo entendía. Y se lo agradecí.
– Las guardias de Cel que no le prestaron juramento, me prometiste que podrían venir conmigo -le dije.
– No le despojaré de todo mi favor -contestó ella, y su cólera pareció chisporrotear en el frío aire.
– Diste tu palabra -insistí.
Los perros emitieron otro coro de graves gruñidos. Los terriers comenzaron a ladrar, como sólo los terriers pueden hacerlo. Comprendí en aquel momento que la jauría salvaje no se había ido, sólo había cambiado de forma. Estos eran los perros de la jauría salvaje. Estos eran los perros de la leyenda que daban caza a los traidores hasta los bosques de invierno.
– ¡No te atrevas a amenazarme! -dijo Andais.
Eamon tocó su brazo. Pero ella se lo sacudió, apartándolo, aunque luego pareció arrepentirse. La jauría salvaje había sido un buen nivelador de poder. Una vez que te convertías en su presa, la caza no terminaba hasta que la presa estuviera muerta.
– No creo ser el cazador que les guía -dije.
– Sería una noche terrible, Reina Andais, para convertirse en perjuro.
La profunda y sedosa voz de Doyle pareció pender en la noche, como si sus palabras tuvieran más peso en el calmo aire invernal del que debían de tener.
– ¿Eres tú el cazador, Oscuridad? ¿Me castigarías por quebrantar la palabra dada?
– Es la magia salvaje, Su Majestad; a veces te deja pocas opciones cuando te domina. Te convierte en un instrumento de la magia y te usa para sus propios fines.
– La magia es un instrumento para ser esgrimido, no un poder al que puedas permitir vencerte.
– Como quieras, Reina Andais, pero yo te rogaría que no intentaras desafiar a los perros esta noche.
De alguna manera pareció que Doyle no hablaba sólo de los perros.
– Honraré mi palabra -dijo ella con una voz que dejó bien claro que lo hacía sólo porque no tenía otra opción. Nunca había sido una buena perdedora, por nada, ni grande ni pequeño. -Pero debes marcharte ahora, Meredith, ahora mismo.
– Necesitamos tiempo para llamar a los otros guardias -dije.
– Traeré a todos aquellos que deseen venir, Meredith -dijo Sholto.
Me di la vuelta, y había tanta seguridad en él, una fuerza que no había estado allí antes. Él estaba de pie allí, mostrando sus “deformidades”. Pero ahora parecían ser solamente otra parte de él; una parte, sin embargo, que hubiera echado a faltar como una pierna o un brazo, si la hubiera perdido. ¿Haberle despojado de sus órganos adicionales hizo que él comprendiera cuánto los valoraba? Tal vez. Fue su revelación, no la mía.
– Te pones de su lado -dijo Andais.
– Soy el Rey de los Sluagh; me cercioraré de que un juramento dado y aceptado sea honrado. Recuerda, Reina Andais, que los sluagh eran la única jauría salvaje que subsistía en el mundo de las hadas hasta esta noche. Y yo soy el cazador que guía a los sluagh.
Andais dio un paso hacia él, amenazante, pero Eamon la hizo retroceder. Él susurró urgentemente algo contra su mejilla. No pude oír lo que le decía, pero la tensión de su cuerpo pareció abandonarla, incluso permitiéndose a sí misma apoyarse contra él. Dejó que la sostuviera; ante aquellos que ya no eran sus amigos, Andais permitió que los brazos de Eamon la rodearan.
– Vete, Meredith, toma todo lo que es tuyo, y vete.
Su voz fue casi neutra, casi libre de esa rabia que siempre parecía burbujear bajo su piel.
– Su Majestad -dijo Rhys-, no podemos ir al aeropuerto como estamos ahora.
Su gesto hizo notar a los guardias que estaban desnudos y ensangrentados. Los terriers a sus pies ladraron alegremente como si eso les pareciera bien.
Sholto habló una vez más.
– Os llevaré hasta la costa del Mar Occidental, tal como llevé a los sluaghs cuando fuimos a dar caza a Meredith en Los Ángeles.
Lo miré y sacudí mi cabeza, perpleja.
– Pensé que habíais llegado en avión.
Él se rió, y fue un sonido alegre.
– ¿Te imaginas a la hueste oscura de los sluaghs en un avión humano, tomando sorbitos de vino y comiéndose con los ojos a las azafatas?
Me reí con él.
– No había pensado en ello muy detenidamente. Tú eres un sluagh y yo no me cuestioné cómo llegaste hasta mí.
– Caminaré hasta el final del campo donde limita con el bosque. Es un lugar intermedio, ni campo, ni bosque. Caminaré y todos vosotros me seguiréis, y llegaremos a la costa del mar Occidental, hasta la orilla. Soy el Señor de Aquello que Transita por en Medio, Meredith.
– No creí que alguno de los miembros de la realeza pudieran todavía viajar de esa forma y tan lejos -dijo Rhys.
– Soy el Rey de los Sluagh, Cromm Cruach, Señor de la última jauría salvaje de las hadas. Tengo ciertos talentos.
– En efecto -dijo la reina, secamente-. Ahora, usa esos talentos, Shadowspawn [7], y llévate a esta chusma de mi vista.
Ella lo había llamado por el apodo que los sidhe usaban a sus espaldas, pero hasta este momento nunca antes le había llamado así a la cara.
– Tu desdén no puede tocarme esta noche, porque he visto milagros. -Él alzó las armas de hueso en alto, como si ella las hubiera perdido antes. -Sostengo los huesos de mi gente. Conozco mi valor.
Si le hubiera tenido cerca le habría abrazado. Pero menos mal que no lo estaba, porque podría haber arruinado el poder del momento, pero me prometí a mí misma darle un abrazo en el momento que tuviéramos un poco de intimidad. Adoraba ver que él se valoraba por fin.
Oí un sonido parecido al hielo resquebrajándose.
– Frost -dije-. No podemos dejarlo.
– ¿No le llevó el FBI al hospital? -preguntó Doyle.
Negué con la cabeza.
– No lo creo.
Miré a lo lejos a través de la nieve. No podía ver casi nada, pero… comencé a moverme y los perros se mantuvieron a mi lado. Comencé a correr sobre la nieve y sentí el primer dolor agudo en mis pies cortados. Los ignoré y corrí más rápido. El tiempo y la distancia se acortaban como nunca antes había ocurrido en el exterior del sithen. En un minuto yo estaba con los demás, y al siguiente estaba a kilómetros de distancia, en los campos al lado de la carretera. Mis perros gemelos permanecían conmigo, y otra media docena de negros mastines estaban allí, también.
Frost yacía sobre la nieve, inmóvil, como si no pudiera sentir a los perros olfateándole o mis manos dándole la vuelta. Al moverlo me di cuenta de que estaba empapado de sangre y de que sus ojos seguían cerrados. Su cara estaba muy helada. Bajé mis labios hasta los suyos y susurré su nombre.
– Frost, por favor, por favor, no me dejes.
Su cuerpo se convulsionó, y su aliento se agitó en su pecho. La muerte pareció retroceder. Sus ojos parpadearon hasta abrirse, y trató de alcanzarme, pero su mano cayó sobre la nieve, demasiado débil. Levanté su mano hasta mi cara y la mantuve allí. Sostuve su mano allí mientras se calentaba contra mi piel.
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