Luego nos llegó otra vez la voz de Cel, rota, casi irreconocible.
– ¡Merry!
Sus gritos cesaron abruptamente. El silencio fue casi más espantoso que sus gritos, y de repente mi corazón palpitó con más fuerza en mi pecho.
– ¿Qué ha pasado? -inquirí.
Andais subía la cuesta de la última colina, siguiendo el rastro de las flores de Galen. Iba sola, sólo acompañada por su consorte, Eamon. Eran casi de la misma altura, su largo pelo negro se agitaba a su espalda movido por un viento llegado de ninguna parte. Andais iba vestida como si fuera a ir a una fiesta de Halloween, y se suponía que debías temer tal belleza. La ropa de Eamon era más sobria, pero también era negra. El hecho de que sólo él acompañara a Andais, indicaba que la reina no quería tener más testigos de los imprescindibles. Eamon era el único que conocía cada uno de sus secretos.
– Cel dormirá durante un tiempo -nos dijo ella, como contestando a una pregunta que nosotros no le habíamos hecho.
Galen luchaba por permanecer de pie mientras yo lo sujetaba. Doyle avanzó un poco para cubrirme. Algunos de los otros también lo hicieron. El resto miró hacia atrás en la noche, como si sospecharan que su reina nos traicionaría. Eamon podría estar de mi parte algún tiempo, incluso podría odiar a Cel, pero nunca iría en contra de su reina.
Andais y Eamon se detuvieron lo bastante lejos para quedar fuera del alcance de las armas. Los trasgos los miraban, a ellos y a nosotros, dejando ver su indecisión, como si ellos no estuvieran seguros de por quién tenían que tomar partido. No los culpaba, ya que yo volvería a Los Ángeles y ellos se quedarían aquí. Podría forzar a Kurag, su rey, a que me cediera a sus guerreros, pero no podía esperar que sus hombres me siguieran en el exilio.
– Saludos, Meredith, sobrina mía, hija de mi hermano Essus.
Ella había elegido un saludo en el que reconocía que yo formaba parte de su línea de sangre. Trataba de tranquilizarme; no lo hacía mal del todo.
Avancé hasta que pudiera verme, pero sin salir del círculo protector de mis hombres.
– Saludos, Reina Andais, tía mía, hermana de mi padre Essus.
– Debes regresar a las Tierras de Occidente esta misma noche, Meredith -dijo Andais.
– Sí -le contesté.
Andais miró a los perros que todavía vagaban entre los hombres. Rhys finalmente se permitió tocarlos, y entonces se convirtieron en terriers de una raza largo tiempo olvidada, algunos blancos y rojos, otros de un puro negro y bronce.
La reina intentó atraer a uno de los perros hacia ella. Los grandes mastines eran de esos a los que los humanos llamaban Sabuesos del Infierno, aunque no tuvieran nada que ver con el diablo cristiano. Los grandes perros negros habrían hecho juego con el vestido de la reina, pero la ignoraron. Por lo visto, los perros mágicos no deseaban acudir a la llamada de la Reina del Aire y la Oscuridad.
Si yo hubiera sido ella, me habría arrodillado sobre la nieve y los habría engatusado, pero Andais no se arrodillaba ante nadie, o ante nada. Permanecía erguida y hermosa, y más fría que la nieve que rodeaba sus pies.
Otros dos perros se habían acercado a mis manos, y ahora empujaban sus cabezas contra mis costados, reclamándome caricias. Lo hice, porque las hadas tocamos a aquellos que nos lo piden. Al momento de acariciar aquella piel sedosa, me sentí mejor: más valiente, más confiada, y algo menos temerosa de lo que pudiera suceder.
– ¿Perros, Meredith? ¿No podrías habernos devuelto a nuestros caballos, o a nuestro ganado, a cambio?
– Había cerdos en mi visión -dije.
– Pero no, perros -dijo ella, su voz era neutral, como si nada especial hubiera pasado.
– Vi a los perros en una visión diferente, cuando todavía estaba en las Tierras Occidentales.
– Una visión verdadera, entonces -dijo ella, su voz todavía era suave y ligeramente condescendiente.
– Por lo visto, sí -dije, haciéndoles cosquillas en las orejas a los perros más grandes.
– Ahora debéis marcharos, Meredith, y llevarte esta magia salvaje contigo.
– La magia salvaje no es tan fácil de controlar, Tía Andais -le dije. -Tomaré conmigo lo que quiera venir, pero algo de ella está volando libremente, incluso mientras hablamos.
– Vi los cisnes -dijo Andais-, pero ningún cuervo. Eres tan terriblemente Luminosa.
– Los Luminosos dirían otra cosa -le contesté.
– Ve, vuelve por donde viniste. Toma a tus guardias y tu magia, y déjame con la ruina de mi hijo.
Era lo mismo que admitir que si Cel luchaba contra mí esta noche, él moriría.
– Me iré sólo si puedo llevarme a todos los guardias que quieran venir conmigo -Lo dije con toda la firmeza y valentía de la que era capaz.
– No puedes tener a Mistral -me contestó ella.
Luché para no buscarlo a mi espalda, luché para no recordar cómo sus grandes manos habían acariciado antes a los enormes perros.
– Sí -dije. -Recuerdo lo que me dijiste en los jardines muertos: que yo no podía quedármelo.
– ¿No vas a discutir conmigo? -preguntó ella.
– ¿Serviría de algo?
Un pequeñísimo indicio de cólera se dejó oír en mi voz. Los perros se apretujaron más contra mis piernas, apoyándose contra mí con todo su peso, como intentándome recordar que no debía perder el control.
– La única cosa que apartará a Mistral de mi lado, para ir contigo a las Tierras Occidentales es que estés embarazada de él. Si llevas un niño, tendría que dejar marchar al que podría ser el padre.
– Si me quedo embarazada, te lo diré -le dije, y luché para mantener mi voz neutra. Mistral iba a sufrir por haber estado conmigo, podía verlo en su cara, sentirlo en su voz.
– No sé qué más puedes desear, Meredith. Tu magia invade mi sithen, transformándolo en un sitio brillante y alegre. Incluso hay un campo de flores en mi cámara de tortura.
– ¿Qué quieres decir, Tía Andais?
– Quise que la magia de las hadas renaciera, pero tú no eres lo bastante la hija de mi hermano. Nos convertirás en otra Corte de la Luz, para bailar y ser noticia de primera plana en la presa humana. Nos harás bellos, pero destruirás aquello que nos hace diferentes.
– Yo discreparía humildemente ante eso -dijo una voz de entre todos mis hombres.
Sholto avanzó. Su tatuaje se había convertido en unos tentáculos auténticos otra vez, resplandecientes y pálidos, y extrañamente hermosos, como los de alguna criatura submarina, alguna anémona o medusa. Era la primera vez que yo le veía mostrando sus órganos adicionales con orgullo. Él permanecía de pie, erguido, con la lanza y el cuchillo de hueso en sus manos; a su lado había un enorme perro blanco con manchas rojas en cada una de sus tres cabezas. Sholto usaba el dorso de la mano que portaba el cuchillo para acariciar una de las enormes cabezas.
Sholto habló otra vez.
– Merry nos hace hermosos, sí, mi reina. Pero de una belleza tan extraña que la Corte de la Luz no la permitiría dentro de sus puertas.
Andais miró fijamente a Sholto, y durante un momento me pareció ver pesar en sus ojos. La magia guiaba a Sholto, y el poder emanaba de él esta noche.
– Le tuviste -me dijo ella, simplemente.
– Sí -le contesté.
– ¿Cómo fue?
– Nuestra culminación levantó a la jauría salvaje.
Ella se estremeció y su rostro reflejó un hambre que me asustó.
– Asombroso. Quizás lo intentaré con él alguna noche.
Sholto habló de nuevo.
– Hubo un tiempo, mi reina, en que el pensar en la posibilidad de ir a tu cama me habría llenado de alegría. Pero ahora sé que soy Sholto, Rey de los Sluaghs, Señor de Aquello que Transita por en Medio, Señor de las Sombras. Y no tomaré las migajas de la mesa de cualquier sidhe.
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