«¡Qué extraño!», pensó con calma. Tanto como la integrante del Pueblo Feliz que la había sanado. Quizás eso la había convertido en un ser poco natural y marcado por el fallecimiento, al menos en parte. No sentía la revulsión que debería experimentar, eso sin duda, por contra la invadía una sensación de gratitud, desconcertantemente afín al gozo.
Estaba a punto de marcharse, pensando que tal vez un paseo matutino le calmaría un poco los ánimos, cuando oyó un golpeteo de nudillos en la puerta de la entrada. Al abrirla, vio a Dorian Scattergood con los ojos saltones, el rostro colorado y el pelo alborotado; estaba a punto de echarse a llorar en su necesidad de contarle su historia a alguien, a cualquiera que pudiera creerle.
Dorian le explicó cómo había venido corriendo todo el camino desde la colina del Caballo Rojo; había permanecido agachado hasta estar seguro de que se encontraba a salvo, pero al final había regresado para encontrarse los cadáveres desmembrados de Audun Briggs y Jed Smith, que yacían junto al Ojo del Caballo, la entrada a las entrañas de la colina que estaba abierta. No había ni rastro del clérigo ni de Adam, aunque había visto un grupo de seis vanir que avanzaba a toda prisa por el camino a Malbry. Se escondió en un campo al amparo de un seto hasta que se marchó el grupo de demonios.
– No había nada que yo pudiera hacer… -se quejó Dorian con desconsuelo-. Corrí y huí…
– Me parece que más os valdría entrar un rato, señor Scattergood -replicó Ethel con firmeza-. Los criados acudirán en cualquier momento y estoy segura de que una taza de té os vendría estupendamente para calmar los nervios.
«Té», pensó con disgusto Dorian. Sin embargo, aceptó, sabedor de que si había alguien en Malbry dispuesto a creerle, era Ethelberta.
Y así fue; más aún, la mujer del clérigo se metió de lleno en la historia y le urgía a continuarla cada vez que titubeaba. Le contó todo: la mujer lobo, los dos asesinatos, el espíritu desconocido que poseía a Nat y la desaparición de Adam.
Cuando él terminó la narración, Ethel depositó la taza de té en el platillo y añadió un poco más de agua caliente a la tetera.
– Así pues, ¿adonde creéis que ha ido mi esposo? -inquirió.
Dorian se quedó perplejo. Había esperado una llantina y tal vez incluso alguna clase de ataque de histeria. También había previsto que ella le echara la culpa por haber salido corriendo, ya que él se lo reprochaba a sí mismo, y la necesidad de confesárselo a alguien era uno de los motivos para acudir en primer lugar a la casa parroquial. Dorian nunca había pasado mucho tiempo en compañía de Nat Parson, pero eso no significaba que le hubiera abandonado a su destino, y lo mismo podía decirse de los demás, o eso pensaba. Y en cuanto a Adam, su propio sobrino según las leyes…, bueno, se avergonzaba mucho de haber huido por pies.
– Se adentraron en la colina, señora -dijo al fin-. No cabe duda alguna al respecto. Vuestro esposo también. Seguían el rastro de…
– …la chica de los Smith -terminó Ethel la frase mientras vertía el té.
– Sí, ella y su amigo, el único que se escapó.
– Lo sé -repuso ella, asintiendo-. Voy a ir tras ellos, señor Scattergood.
– ¿Tras ellos? -Entonces supo que ella había perdido la chaveta. En cierto modo, eso le tranquilizó, aunque la extraña calma de la mujer empezaba a resultarle incómoda-. Pero señora Parson…
– Escuchadme -le interrumpió Ethel-. Hoy, justo ahí, en el patio, me ha pasado algo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, fue tan repentino como un relámpago caído del cielo. Estaba viva y un momento después me deslizaba hacia la oscuridad. He visto cosas, ya me entendéis, cosas que no tienen justificación ni en los sueños.
– ¿Sueños? -repitió Dorian. Soñar no era un pasatiempo digno ni admisible para las gentes de Malbry. Se preguntó si Ethel Parson no habría recibido algún golpe en la cabeza y deseó no haber llamado a su puerta-. Quizás estabais soñando -sugirió-. Suceden cosas divertidas y también otras peligrosas durante los sueños, y si vos no estáis acostumbrada…
Ethel profirió un ruido de impaciencia.
– Estaba muerta, señor Scattergood. Muerta y a medio camino del Inframundo antes de que los videntes me trajeran de vuelta. ¿Acaso pensáis que temo a un par de pesadillas? ¿Creéis que me asusta algo?
Para entonces, la incomodidad de Dorian se había agravado hasta convertirse en verdadera ansiedad. No tenía mucha experiencia con chifladas y al no estar casado tampoco tenía mucha idea de cómo tratar a una mujer.
– Esto… Estáis consternada, señora Parson -empezó con poca energía-, y es natural. ¿No os convendría descansar un poco y oler unas sales?
Ella le traspasó con una mirada desdeñosa.
– Yo estuve muerta -repitió con amabilidad-. La gente habla acerca de los muertos y dice cosas que deberían callarse porque no le prestan atención. No pretendo comprender todo cuanto ha acaecido aquí, pues los asuntos de los videntes no son los nuestros y desearía que nuestros caminos no se hubieran cruzado, pero me temo que es demasiado tarde para solicitar deseos. Ellos me curaron y me dieron la vida. ¿De veras pensaron que iba a regresar a las labores de aguja, la cocina y la tetera como si nada hubiera sucedido?
– ¿Qué estáis diciendo? -preguntó Dorian Scattergood.
– Que mi esposo y vuestro sobrino siguen vivos en algún lugar del Inframundo y que nosotros vamos a encontrarlos.
– ¿Encontrarlos? -repitió Dorian-. No estamos hablando de una prenda de ganchillo que se ha perdido, señora Parson…
Ella le dirigió otra mirada que le heló la sangre en las venas.
– ¿Tenéis un perro, señor Scattergood?
– ¿Un perro…?
– Sí, señor Scattergood, un perro.
– Bueno, no -contestó, desconcertado-. ¿Es importante?
Ethel asintió.
– Corren cientos de pasadizos debajo de la colina, eso lo sabemos con certeza, por lo que vamos a necesitar un perro para encontrar el rastro de los dos. Un perro de rastreo con buen olfato. De lo contrario, vamos a pasarnos el resto de la existencia vagabundeando en la oscuridad, ¿no estáis de acuerdo?
Dorian la miró fijamente sin salir de su asombro.
– No estáis loca -contestó al fin.
– Ni mucho menos -repuso Ethel-. En suma, vamos a necesitar un perro, lámparas y vituallas. O al menos yo, si es que vos preferís quedaros aquí.
Él protestó menos de lo esperado. Para empezar, acogía de buen grado la ocasión de redimirse por la cobardía exhibida en la colina; y en segundo lugar, estuviera o no loca, Ethel estaba totalmente decidida a seguir la pista y Dorian no podía permitir que fuera sola. Ni se le ocurrió pensar que ella fuera a cambiar de opinión, por lo que dejó que se preparase y él tomó prestados el caballo y la red del clérigo. Regresó al cabo de una hora con dos petates llenos de comida y productos básicos. Trajo también en la silla una pequeña cerda de vientre moteado.
Ethelberta contempló a la puerca de piel oscura con incertidumbre, pero Dorian se mostró inflexible. Los gorrinos eran su medio de vida y siempre había creído en su inteligencia superior. Nell la Negra, una cerda trufera de enorme panza, célebre en sus tiempos por su olfato, había dado mucho que hablar cuando se supo que protegía la granja mejor que cualquier perro.
Esta nueva cerda descendía directamente de la propia Nell, aunque él jamás había mencionado el hecho ni había exhibido la runiforma rota que adornaba la zona blanca del suave vientre del animal. Antes bien, al contrario, había utilizado brea para ocultar la marca a imagen y semejanza de lo que había hecho la propia madre de Dorian, que había empleado un hierro al rojo y ceniza para ocultar la marca de nacimiento en el brazo de su nuevo hijo, y Dorian jamás se había arrepentido.
Читать дальше