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Joanne Harris: Runas

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Joanne Harris Runas

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos. Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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– Ya estás abriendo la puerta ahora mismo -le ordenó.

– Pero en realidad…, en realidad no queréis que lo haga.

– Ya estás abriendo esa puerta, Maddy Smith, si sabes lo que te conviene.

La muchacha intentó protestar una vez más, pero la señora Scattergood se mantuvo inconmovible.

– Te apuesto a que tienes a ese pillo ahí abajo, pimplándose mi mejor cerveza. Así que ya estás abriendo esa puerta ahora mismo, chica, o ¡haré que Matt Law venga aquí abajo a llevaros a ambos a la cárcel!

Maddy suspiró. No era que le gustase mucho trabajar en la taberna, pero un trabajo era un trabajo y un chelín, un chelín, y nada le iba a servir de ayuda tan pronto como la señora Scattergood echase un vistazo a la bodega. El hechizo desaparecería en una hora o así, y las criaturas regresarían a su agujero; entonces, ella podría sellarlo de nuevo, limpiar el desastre y recoger el agua…

– Dejadme que os explique… -intentó de nuevo.

Pero la señora Scattergood estaba ya para pocas explicaciones. El rostro escarlata de la mujer había alcanzado un tono rojo de lo más peligroso y su voz se había vuelto tan aguda como la de una rata.

– ¡Adam! -chilló-. ¡Ven aquí ahora mismo!

Adam era el hijo de la señora Scattergood. Él y Maddy siempre se habían odiado y fue el pensamiento de ver de nuevo aquel rostro despectivo y lleno de júbilo, así como el de su amigo ausente tanto tiempo, conocido en algunos círculos como «el pillo tuerto», lo que finalmente la decidió.

– ¿Estáis segura de que era el Tuerto? -inquirió finalmente.

– ¡Claro que sí! Y ahora abre esta…

– De acuerdo -consintió Maddy, y revirtió la runa-, pero si yo fuera vos, esperaría una hora.

Y tras decir esto, se dio media vuelta y huyó, y estaba ya a mitad de camino del sendero que iba a la colina del Caballo Rojo, cuando oyó los gritos agudos y distantes, que surgían como humo de la cocina de Los Siete Durmientes y se alzaban sobre la soñolienta villa de Malbry hasta desvanecerse en el aire de la mañana.

Capítulo 2

La aldea de Malbry tenía unos ochocientos habitantes. Era un lugar tranquilo, o eso parecía, situado entre cadenas montañosas en el valle del río Strond, que separaba las Tierras Altas de las Baldías hasta el norte, antes de abrirse camino hacia el sur, hasta Finismundi y el mar Único.

Las montañas, llamadas los Siete Durmientes aunque nadie recordaba exactamente el motivo, eran muy frías, estaban cubiertas de glaciares y para cruzarlas había un solo paso, el Hindarfial, que estaba bloqueado por la nieve tres meses al año. Esta lejanía afectaba a la gente del pueblo; se cerraban mucho en sí mismos, sospechaban de los extranjeros, y salvo Nat Parson, que había hecho una vez un peregrinaje hasta el mismísimo Finismundi y que se consideraba a sí mismo un viajero, mantenían exiguas relaciones con el mundo exterior.

Había unos doce pequeños emplazamientos en el valle, desde Farnley Tyas, ubicado al pie de las montañas, hasta Pease Green, sito en el lado más extremo del bosque del Osezno, pero Malbry era el más grande y el de mayor importancia. Acogía la única parroquia del valle, la iglesia más grande, las mejores tabernas y los granjeros más adinerados. Las casas eran de piedra, y no de madera; había una herrería, una cristalería y un mercado con techumbre; sus habitantes se creían los mejores y miraban por encima del hombro a los de Pog Hill o a los de Fettlefields y se reían en secreto de sus maneras catetas. La única espina por el lado de Malbry estaba a como mucho unos tres kilómetros del pueblo. Los paisanos la llamaban la colina del Caballo Rojo y la mayoría de los lugareños la evitaban por culpa de los cuentos que se contaban sobre el lugar, y por los trasgos que vivían bajo sus laderas.

Se rumoreaba que antaño había existido un castillo en lo alto de la colina y que la misma Malbry había formado parte de su alfoz, cultivando los campos para el señor de aquel feudo, pero todo eso había ocurrido muchísimo tiempo atrás, antes de la Tribulación y el Fin del Mundo. Hoy día no había allí nada que ver, sólo unas cuantas piedras erguidas, demasiado grandes para haber sido restos del saqueo de las ruinas y, claro, el Caballo Rojo tallado en la arcilla.

El lugar era un bastión de trasgos desde hacía mucho tiempo. Al decir de los villanos, las promesas y los cuentos sobre la Era Antigua los atraían a aquellas soledades, pero era sólo en tiempos recientes cuando el Pueblo Feliz se había aventurado tan lejos como para llegar a la aldea.

Catorce años para ser precisos. El cómputo de ese plazo comenzaba en el preciso momento del óbito de Julia, la bella esposa de Jed Smith, cuando dio a luz a la segunda hija. Pocos dudaban de que ambos hechos estaban conectados, o de que aquella marca de color óxido en la palma de la mano de la chica era el signo de alguna desventura en ciernes.

Y así era. Desde ese día en adelante, desde el día de la Cosecha, los trasgos se habían sentido atraídos por la hija del herrero. La comadrona los había visto, o eso decía ella, colgados en la cuna de pino del bebé, o riéndose dentro del calentador de cama o saltando sobre las mantas. Al principio nadie hizo caso de los rumores. Nan Fey estaba tan chiflada como su vieja abuela, y era mejor tomarse cualquier cosa que dijera echándole por encima un poco de sal, pero conforme pasó el tiempo, los avistamientos de trasgos fueron relatados por fuentes tan respetables como el párroco, su esposa Ethelberta e incluso Torval Bishop desde el otro lado del paso, motivo por el cual los rumores crecieron y enseguida todo el mundo empezó a preguntarse cómo era posible que los Smith hubieran tenido dos hijas tan distintas. Maravillaba que fueran los Smith, que nunca soñaban, iban a la iglesia todos los días y no se les había ocurrido acercarse al río Strond ni, desde luego, andar en tratos con el Pueblo Feliz.

Mae Smith, la de los rizos como prímulas, era considerada en todas partes como la chica más bonita y menos imaginativa de todo el valle. Jed Smith decía que era la misma imagen de su pobre madre y casi se echaba a llorar cuando la miraba, aunque lo decía sonriendo y los ojos le brillaban como estrellas.

Pero Maddy era morena, igual que un bárbaro, y nada lucía en los ojos de Jed cuando la observaba, salvo una especie de extraña mirada calculadora, como si estuviera poniendo en la balanza por un lado a Maddy y por el otro a su madre muerta, y encontrara que le habían estafado.

Jed Smith no era el único que pensaba eso. Maddy descubrió que disgustaba a casi todo el mundo conforme se iba haciendo mayor. No tenía nada de la naturaleza pacífica de Mae ni tampoco nada de su dulce rostro. Era una chica difícil con una boca de gesto hosco, una cortina larga de pelo y cierta tendencia a arrastrar los pies. Sus ojos de un gris dorado eran bastante hermosos, mas poca gente se daba cuenta de esto alguna vez y normalmente se daba por hecho cierto que la muchacha era fea, una alborotadora, demasiado lista para lo que le convenía y demasiado terca o indolente para cambiar.

La gente estaba de acuerdo en que no era culpa de ella el tener la tez tan morena o una hermana tan hermosa, por supuesto, pero como afirma el refrán, «una sonrisa no cuesta nada», y posiblemente la chica habría podido integrarse de haber efectuado alguno que otro esfuerzo o demostrar cierta gratitud hacia la ayuda y los buenos consejos que le ofrecían.

Pero no quería. Había tenido aspecto de loca desde muy joven; jamás reía ni lloraba, nunca se cepillaba el cabello, se había pegado con Adam Scattergood, a quien le había roto la nariz, y por si todo esto no fuera suficientemente malo, mostraba signos de una cierta inteligencia -algo desastroso en una chica- con una lengua que era grosera sin ningún género de dudas.

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