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Joanne Harris: Runas

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Joanne Harris Runas

Runas: краткое содержание, описание и аннотация

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos. Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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Toda la vida se le había obligado a creer que la magia -fuera un hechizo, una digitación o incluso un ensalmo- no sólo no era natural, sino que estaba mal. Era el legado de Faerie, la fuente de la sangre pervertida de Maddy, la perdición de todo aquello que era bueno y legal.

Ésa era la razón, en primer lugar, de que ella estuviera aquí, cuando podía haber estado jugando con los otros niños o comiendo pasteles en el césped de la feria. Ésa era la razón por la que su padre le rehuía la mirada, como si cada vez que la observara recordase a la esposa perdida. También era el motivo de que únicamente ella de entre todos los pueblerinos descubriera al hombre extraño con un sombrero de ala ancha que caminaba solitario por la carretera de Malbry y que se dirigía, no en dirección a la aldea, como cualquiera hubiera podido suponer, sino hacia la colina del Caballo Rojo.

No era frecuente ver extranjeros en Malbry, ni siquiera en la feria de San Juan. La mayoría de los comerciantes solía repetir sus visitas a un lugar u otro, llevando vidrio y cacharros metálicos procedentes de la tierra de Las Caballerizas, caquis de las Tierras del Sur, pescado de las Islas, especias de las Tierras Bárbaras y cueros y pieles del helado Norte.

«Ese hombre viaja demasiado ligero de equipaje para ser un mercachifle -dijo Maddy para sus adentros-. No lleva ni caballo ni mula ni carro, y encima va en la dirección equivocada. Quizá sea un bárbaro con ese pelo enmarañado y apelmazado y esas ropas harapientas». Había oído que a veces viajaban por los caminos, donde se encontraban y comerciaban todo tipo de gentes, pero ella en realidad jamás había visto a ninguno de esos salvajes procedentes de las tierras yermas de más allá de Finismundi, tan ignorantes que apenas eran capaces de chapurrear un lenguaje civilizado. O quizás era un habitante de las Tierras Baldías, todo pintado con glasto azul; un loco, un leproso, o incluso un bandido.

Se deslizó por el tronco del árbol en cuanto pasó el extranjero y comenzó a seguirle a una distancia prudencial, manteniéndose al amparo de los arbustos al lado del camino y observándole a través de la runa Bjarkán.

Quizás era un soldado, un veterano de alguna guerra de las Tierras Bárbaras. Se había echado el sombrero sobre la frente, a pesar de lo cual Maddy logró verle el parche del ojo izquierdo. El desconocido era alto y de piel oscura, como los bárbaros, y ella descubrió con interés que no se movía como un anciano aunque su pelo largo estaba encanecido.

Tampoco sus colores eran los de un viejo. La pequeña se había dado cuenta de que las personas entradas en años del pueblo dejaban un rastro débil; un idiota apenas producía ningún tipo de rastro. Empero, este hombre tenía la firma más fuerte que había visto en su vida, era de un azul tan intenso y vibrante como el azul turquesa del plumaje de un martín pescador. A Maddy le resultaba difícil conciliar ese brillo interior con el aspecto externo tan anodino del individuo que continuaba andando con paso cansado en dirección a la colina.

Le siguió en silencio y a escondidas hasta alcanzar la cima de la colina, donde se ocultó detrás de un montículo de hierba y le observó cuando él se tumbó a la sombra de una piedra caída, con su ojo único fijo en el Caballo Rojo y con un cuaderno pequeño, forrado en piel, en la mano.

Los minutos pasaron. El parecía medio dormido, con el rostro disimulado tras el ala de su sombrero, pero ella sabía que estaba despierto. De vez en cuando escribía algo en su cuaderno, o volvía la página y entonces observaba de nuevo el Caballo Rojo.

Después de un rato, el Bárbaro habló. No en voz alta, pero sí con el volumen suficiente para que la muchacha pudiera oírlo, y su tono era bajo y agradable, desde luego, no el que ella hubiera esperado para nada en un nativo de las Tierras Bárbaras.

– ¿Y bien? -dijo él-. ¿Ya has visto bastante?

Maddy se sorprendió. No había hecho ningún ruido, y hasta donde ella sabía, él no había mirado ni una sola vez en su dirección. Se puso de pie, sintiéndose bastante tonta, y le miró con expresión desafiante.

– No os temo -replicó.

– ¿No? -repuso el Bárbaro-. Pues quizá deberías.

Maddy decidió que podría superarlo en una carrera si fuera necesario. Se sentó otra vez, justo fuera de su alcance en la hierba mullida.

Entonces pudo ver su libro, una serie de trozos de pergamino unidos con tiras de cuero, con las páginas atestadas de una escritura similar a signos espinosos. Ella no sabía leer, por supuesto; ese conocimiento estaba reservado a unos pocos, únicamente el párroco y sus aprendices leían el Buen Libro.

– ¿Sois un sacerdote? -preguntó finalmente.

El extraño se echó a reír, y no precisamente de forma agradable.

– Entonces, ¿un soldado? -El hombre no dijo nada-. ¿Un pirata? ¿Un mercenario? -Otra vez obtuvo la callada por respuesta. El Bárbaro continuó garabateando signos en su pequeño libro, haciendo pausas de vez en cuando para estudiar el Caballo, pero la curiosidad de Maddy se había disparado-. ¿Qué le ha pasado a vuestro rostro? -continuó-. ¿Cómo os hicisteis esa herida? ¿Fue en la guerra?

Ahora el extraño la miró con una cierta impaciencia.

– Esto fue lo que ocurrió -comentó y se quitó el parche.

Maddy le miró fijamente durante un momento, pero no fue el aspecto destrozado de la cicatriz de su ojo lo que la dejó paralizada. Era la marca azulada que comenzaba justo en su ceja y se extendía hacia la derecha hasta el pómulo izquierdo.

Runas - изображение 10

No tenía el mismo perfil que su propia runíforma, sin embargo se veía que estaba hecha de idéntica sustancia, y ciertamente era la primera vez que Maddy veía una cosa como ésa en otra persona distinta a ella misma.

– ¿Satisfecha? -inquirió el Bárbaro.

Pero Maddy se sentía presa de una gran excitación.

– ¿Qué es eso? -preguntó-. ¿Cómo os lo hicisteis? ¿Es glasto o un tatuaje? ¿Nacisteis con él? ¿Lo tienen todos los bárbaros?

Él le devolvió una sonrisa superficial y fría.

– ¿No te ha dicho tu mamá alguna vez que la curiosidad mató al gato?

– Mi madre murió cuando yo nací.

– Ya veo. ¿Cómo te llamas?

– Maddy. ¿Y vos?

– Puedes llamarme Tuerto -replicó él.

Y entonces Maddy abrió el puño, todavía sucio por su subida a la gran haya, y le mostró la runiforma de su mano.

Runas - изображение 11

El ojo bueno del Bárbaro se dilató bajo el ala del sombrero durante unos momentos al ver la runiforma en la palma de Maddy, donde mostraba más definidos sus contornos, todavía del color del óxido, pero de un brillante color naranja vivo en los bordes, y ella podía notar la sensación de quemazón, una especie de cosquilleo, no desagradable, aunque lo sentía sin duda, como si hubiera agarrado algo caliente unos cuantos minutos antes.

El la miró durante un buen rato.

– ¿Sabes lo que tienes ahí, chica?

– La Ruina de la Bruja -contestó Maddy con brusquedad-. Mi hermana piensa que debería llevar mitones.

El Tuerto escupió.

– «Bruja» rima con «granuja». Una palabra sucia para la gente de mente sucia. Además, nunca fue la Ruina de la Bruja -comentó-, sino la Runa de la Bruja, una runiforma de los ígneos.

– ¿Os referís a los feéricos? -preguntó Maddy, intrigada.

– Nativos de Faene o ígneos, da igual. Esa runa -la miró con interés-, esa marca de la mano, ¿sabes lo que es?

– Nat Parson dice que es la marca del diablo.

– Nat Parson es un imbécil -replicó el Tuerto.

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