Sin embargo, el punto de luz que había incidido en los ojos de Maddy era demasiado tenue para ser un fuego artificial y demasiado brillante para ser un reflejo sobre la piedra.
– Es la luz del día -anunció ella con el rostro radiante.
Bolsa consideró la idea de corregirla, pero tras pensárselo dos veces, se encogió de hombros.
– Esos son los Durmientes, señorita -repuso en voz baja, y fue en ese preciso momento cuando su valor, que ya había llegado a su límite, al fin le falló. Podía soportar muchas cosas, pero ya era más que suficiente, y hay siempre un momento en la vida de cualquier trasgo en el que muestra lo mejor de sí mismo y huye.
Bolsa se dio la vuelta y echó a correr.
Maddy avanzó a toda prisa hacia el origen de la claridad, demasiado emocionada para pensar en la deserción de Bolsa o en el hecho de que esa luz no se parecía en nada a la luz diurna. Se trataba de un frío fulgor plateado similar al filo pálido del alba de un día de verano. Era tenue, pero penetrante. La muchacha advirtió cómo el resplandor lechoso acariciaba ambos lados del pasaje, arrancando destellos en los fragmentos de mica de la roca e iluminando las vaharadas de vapor que soltaba por la boca a causa del frío reinante.
Podía ver que se trataba de una gruta ahora que el pasadizo se ampliaba hasta adquirir forma de embudo antes de abrirse del todo en el tramo final. La muchacha dio un largo suspiro de admiración a pesar de que se consideraba curtida y más allá del asombro ante nuevas maravillas después del tiempo que había pasado bajo la colina.
La caverna tenía un tamaño desmesurado. Maddy había oído relatos de las grandes catedrales de Finismundi, enormes como ciudades y rematadas con chapiteles de cristal, y en su imaginación pensó que debían de ser algo parecido a esto. Incluso así, no alcanzaba a comprender la pura inmensidad del espacio. Se le puso la carne de gallina al contemplar aquella vastedad de radiante hielo azulado con un techo abovedado rematado con filigranas de forma ovalada y miles de volutas apabullantes que se apoyaban en casi inconcebibles pilares cristalinos de una anchura superior a las puertas de un granero.
La gruta se extendía hacia el infinito, o al menos daba esa impresión, y la luz parecía quedar atrapada dentro del hielo antiguo, una luz que brillaba como si fueran estrellas destiladas.
Maddy se quedó mirando fijamente, sin respiración, durante largo rato. El techo se abría en parte al cielo y contra la mancha de oscuridad se destacaba un delgado fragmento de luna. De las brechas de la bóveda caían los carámbanos de hielo, dando volteretas y quedando suspendidos, cristalinos, a cientos de metros por encima de su cabeza. «Como arroje una piedra -pensó la joven con un repentino escalofrío-, o pegue un grito…»
Pero los carámbanos eran la menor de las maravillas que ocupaban el espacio de la caverna. Había hilos de filigrana no más gruesos que los de una telaraña y flores de cristal con apariencia de hojas de gasa helada. También había zafiros y esmeraldas incrustados en las paredes, y metros y metros de suelo más liso que el mármol, dispuesto para que un millón de princesas danzara sobre él…
…y una fría luz limpia y cegadora refulgía desde todos los rincones. Cuando se le acostumbraron los ojos, la joven vio que estaba conformada por firmas mágicas; parecía que había miles de ellas entrecruzándose en el aire extático. Jamás en su vida había visto Maddy tantas firmas.
El brillo de las mismas la dejó sin palabras. «Por los dioses benditos -pensó-, la del Tuerto brilla, y la de Loki más aún, pero éstas hacen que las suyas parezcan la luz de una vela en comparación con la luz del sol».
Se había estado moviendo con los ojos abiertos de par en par, apabullada, adentrándose más y más en la caverna. Descubría más maravillas a cada paso y el asombro era tal que apenas podía respirar ni pensar. Entonces, frente a ella, vio algo que eclipsó momentáneamente todo lo demás: un bloque de hielo azul de arista viva con finas columnas en sus cuatro esquinas. Maddy se adelantó para mirar más de cerca, y profirió un grito cuando observó, profundamente enquistado en el hielo, algo que únicamente podía ser…
…un rostro.
Odín el Tuerto estudió el vuelo de las aves en los campos situados al oeste del bosque del Osezno, y más en concreto el de una en particular: un pequeño halcón de plumaje pardo, que surcaba el cielo en un vuelo bajo, cruzando rápidamente aquellas tierras. No daba la impresión de ir de caza, aunque aquel lugar tenía el aspecto de estar lleno de posibles presas. No, este halcón volaba como si hubiera percibido un predador. Sin embargo, no había duda de que las águilas no llegaban tan lejos desde las montañas y sólo un águila podía abatir a un halcón.
Un halcón, sí, pero ¿de qué clase?
Eso no era un pájaro.
Lo había sentido, más que visto, y lo supo casi de inmediato. Quizá por su forma de moverse; o por la velocidad de su trayectoria, o por los colores garabateados contra el cielo que, aunque estaban algo oscurecidos por el sol poniente, eran tan familiares para el Tuerto como los suyos propios.
Loki.
De modo que el traidor había sobrevivido. La verdad es que no le sorprendía nada, ya que el Embaucador tenía un cierto hábito de salir airoso de circunstancias adversas contra todo pronóstico, y ese halcón había sido siempre uno de sus aspectos favoritos pero, en el nombre del Hel, ¿qué es lo que andaba haciendo por allí?
Loki, de entre todos, debería ser perfectamente consciente de la temeridad que suponía exhibir sus colores en el Supramundo. Y además, allí estaba a plena luz del día, con una prisa tan excesiva que le impedía cubrir las huellas.
En los viejos tiempos, claro, Odín habría derribado al pájaro con una sencilla runa mental. Hoy, y a esa distancia, era consciente de que más le valía no intentarlo. Runas que antaño habían sido para él apenas un juego de niños ahora le costaban un esfuerzo que no se podía permitir, pero Loki era un niño del Caos; llevaba sus armónicos en la sangre.
¿Qué le habría obligado a abandonar el alcor? ¿El examinador y sus invocaciones? Seguramente, no. Un simple examinador no habría expulsado al Embaucador de su fortaleza, y Loki no era uno de esos a los que les entra el pánico. Además, ¿qué sentido tenía abandonar su base? ¿Y por qué, de entre todos los lugares, había optado por dirigirse a los Siete Durmientes?
El Tuerto abandonó los campos por una grieta en la cerca y orillando el borde del bosque del Osezno, entornó los ojos antes de mirar hacia dónde volaba el halcón, apenas visible en el cielo vespertino. El camino del oeste estaba completamente desierto; los rayos del sol brillaban a escasa altura a través de la tierra salpicada de manchas de colores, haciendo que su larga sombra se desparramara a sus espaldas. Habían encendido una hoguera en la colina: el pueblo de Malbry estaba de celebración.
Odín dudó muy poco. No le apetecía abandonar la colina del Caballo Rojo, adonde con toda probabilidad iría a buscarle Maddy, pero la presencia de Loki en el Supramundo era demasiado alarmante como para ignorarla.
Sacó la bolsita de piedras rúnicas y las lanzó para leer su destino rápidamente, allí justo al lado del camino occidental.
Obtuvo la runa Os, los æsir, invertida…
y cruzada por Hagall, la Destructora…
y en oposición a Isa y Kaen…
…y por último, su propia runa, Raedo, invertida, y cruzada por Naudr, la Recolectora, la runa del Inframundo y de la muerte.
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