Joanne Harris - Runas

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos.
Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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– ¿Y cómo podría decírtelo? -intervino el Susurrante-. No tiene más guía que leyendas e historias, los instrumentos que utilizan los ignorantes a beneficio de los imbéciles y de la confusión de los crédulos.

Maddy suspiró.

– Supongo que tampoco tú vas a contármelo.

– ¿Para qué? -replicó-. ¿Para estropear la sorpresa?

Y así fue como continuaron arrastrándose a través de un pasaje en desuso y con el aire viciado, por lo que las leguas del trayecto se les hicieron muy largas, a pesar de que en realidad el recorrido no pasó de seis kilómetros. El martilleo de las máquinas se iba desvaneciendo conforme se alejaban de la colina, aunque todavía escuchaban el peculiar sonido que seguía a cada golpe, similar al de una salva de aplausos, y sentían el seco temblor que se extendía a lo largo de toda la capa de granito que tenían sobre sus cabezas.

Maddy se detuvo.

– Por el Hel, ¿qué ha sido eso?

«Era el sonido de la magia», pensó ella. Esa sacudida resultaba inconfundible, aunque mucho más alta, más fuerte que cualquier otro ensalmo que ella hubiera escuchado antes.

El Susurrante brilló como un ojo.

– Tú lo sabes, ¿a que sí? -inquirió Maddy.

– Oh, sí -contestó el Susurrante.

– Entonces, dime, ¿qué ha sido eso?

El Susurrante relumbró con suficiencia.

– Eso, querida mía -repuso-, era la Palabra.

Capítulo 2

Nat Parson apenas podía contener el entusiasmo. Había oído hablar del tema, claro, como todo el mundo, pero en realidad nunca la había visto en acción, y el resultado era más espléndido y más terrible a la vez de lo que jamás se hubiera atrevido a esperar.

El examinador había necesitado más de una hora de oración antes de estar preparado. Al llegar el momento, toda la colina estaba ya temblando bajo el efecto de una resonancia profunda que parecía taponarle los tímpanos a Nat. Los aldeanos se estremecieron y se echaron a reír sin saber por qué cuando lo percibieron, y también los bueyes mientras se esforzaban y tiraban de los arneses para que las máquinas siguieran perforando. El sudor bañaba el rostro pálido del examinador, que frunció el ceño y alzó la mano al fin, temblando de los pies a la cabeza a causa del esfuerzo, y luego habló.

Lo cierto es que nadie había escuchado lo que había dicho. La Palabra era inaudible, aunque después todos declararon que habían sentido algo. Algunos se echaron a llorar. Otros gritaron. Algunos creyeron haber oído las voces de quienes habían muerto hacía mucho tiempo. Otros experimentaron un éxtasis que les pareció casi indecente y asombroso.

Loki lo percibió desde el bosque del Osezno, pero en su obsesión por buscar a Maddy y al Susurrante, había confundido la vibración y el crujido subsiguiente con el trabajo de las máquinas excavadoras de la colina.

Una repentina oleada de añoranza se apoderó del Tuerto, una nostalgia llena de recuerdos de Bálder, el hijo muerto por una vara de muérdago; de Frig, la fiel esposa; de su hijo Tor, y de todos cuantos había perdido mucho tiempo atrás, y cuyos rostros rara vez habían vuelto a sus pensamientos.

A Nat se le puso el vello de punta cuando la colina sufrió un temblor cada vez más intenso. Inmediatamente después se oyó un retumbar muy similar al del trueno.

¡Dioses, qué poder!

– Por las Leyes -dijo.

El examinador era el único que no parecía impresionado por el proceso. De hecho, Nat pensó que le había parecido casi aburrido, como si fuese una especie de rutina cotidiana, algo de alguna manera fatigoso, pero no más emocionante que cavar para abrir un nido de comadrejas.

Después, se le olvidó todo y como los demás, simplemente se quedó mirando.

A los pies del finismundés se había abierto ahora una grieta desigual en la tierra de medio metro más o menos de largo y quizá de unos diez centímetros de ancho aproximadamente. Su forma tenía un aspecto significativo, aunque de manera vaga, porque era como Yr, los Cimientos, invertida, aunque Nat no reconoció su importancia al no estar familiarizado con el Alfabeto Antiguo.

– He roto la primera de las cerraduras -comentó el examinador con voz inexpresiva-. Las ocho restantes siguen intactas, pero la invertida era la más importante.

– ¿Por qué? -preguntó Adam, lo cual agradó a Nat porque era la pregunta que él quería hacer, pero no la había formulado por no parecer un ignorante.

El examinador exhaló un pequeño suspiro de impaciencia, como si deplorase el desconocimiento de esta clase de aldeanos rústicos.

– Fíjate en esta marca; es una runiforma. Esto señala la entrada al túmulo de los demonios. Habrá que romper las otras ocho cerraduras antes de que las máquinas puedan entrar.

– ¿Y cómo sabéis que no hay otro camino hacia el interior de la colina? -inquirió Dorian Scattergood, que estaba allí al lado, de pie.

– Hay varios -contestó el examinador, muy ufano de sí mismo, aunque su voz permanecía seca y despectiva-. Sin embargo, la primera defensa del enemigo es cerrar la colina contra los intrusos y enterrarse lo más hondo posible, como hacen los conejos cuando huelen al halcón. Así que ahora, como veis, la colina está sellada. Nadie puede escapar de dentro, no hay forma de entrar desde fuera; pero como cualquier cazador sabe, algunas veces es útil rellenar las pequeñas conejeras con tierra, antes de poner la trampa en la principal entrada de la madriguera. -El finismundés exhibió una sonrisa gélida-. Y cuando al fin se abra, párroco, entonces los sacaremos a todos de ahí.

– ¿Queréis… al Pueblo Feliz? -inquirió una voz detrás de él.

Era Nan la Loca, de la Posta de la Fragua, quizá la única persona que habría osado hablar abiertamente de los de Faerie, pensó Nat, y además, nada más y nada menos que delante del examinador.

– Llamadlos por su nombre, señora -replicó el examinador-. ¿Qué bien puede venir de un lugar en sí perverso? Ellos son los ígneos, los Niños del Fuego, y debe entregárseles al fuego, a todos y cada uno de ellos; hasta que el Orden reine por encima de todo y el mundo sea depurado para siempre de su presencia.

Un rumor de aprobación recorrió las filas de los presentes, aunque el párroco se percató de que Nan y algunos otros lugareños no se unían al sentir general, y no era difícil ver el motivo, dijo para sí. Un poder como el del examinador era raro incluso en Finismundi, pues se trataba de un honor conferido sólo al rango más alto y sagrado del clero. Torval Bishop no lo habría aprobado, para un viejales de su calaña ese tipo de cosas se parecía demasiado a la magia, la cual consideraba una abominación, y eso estaba fuera de toda duda; pero para Nat Parson, que había viajado y visto poco del mundo, estaba claro cuál de los dos se equivocaba.

– Espero que a los niños no -insistió Nan-. Me refiero a los trasgos, al Pueblo Feliz. Está muy bien eso que decís, pero no vamos a depurar a ningún niño de verdad, ¿no?

El examinador suspiró.

– Los Niños del Fuego no son niños.

– Oh -Nan la Loca pareció aliviada-, porque he conocido a Maddy Smith desde que era una muchacha y aunque sea un poco rebelde, no…

– Señora, eso tendrá que juzgarlo el Orden.

– Oh, pero seguramente…

– Por favor, señorita Fey -la interrumpió el párroco-. Esto no es tema de vuestra competencia en absoluto. -Hinchó un poco el pecho-. Es un asunto de la Ley y el Orden.

Capítulo 3

– ¿La Palabra? -preguntó Maddy-. ¿Quieres decir que existe?

– Por supuesto que sí -repuso el Susurrante-. ¿Cómo crees si no que cayeron derrotados los æsir?

Maddy nunca había leído el Buen Libro, aunque conocía al dedillo la Tribulación y las Penitencias debido a los sermones dominicales de Nat Parson. Sólo el párroco y un puñado de aprendices, todos chicos, tenían permiso para leer cualquier parte e incluso entonces, su lectura se restringía a los denominados capítulos «abiertos» de la Tribulación, las Penitencias, las Leyes, los Listados, las Meditaciones y los Deberes.

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