Joanne Harris - Runas

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos.
Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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Pensó en cambiar a su aspecto ígneo, pero desechó la idea en cuanto se le ocurrió. No había nada que pudiera quemar sobre el manto de nieve, y además, un fuego en la montaña atraería con toda seguridad algún tipo de atención indeseada.

Era evidente que siempre le quedaría la solución de sobrevolar la grieta y ahorrarse de ese modo una larga y agotadora ascensión por las zonas heladas. Sin embargo, era consciente de que el disfraz de halcón le convertía en una presa vulnerable, porque un halcón no podía realizar ensalmos con la palabra y el pico de un halcón no sustituía a los dedos a la hora de digitar las runas. A Loki no le hacía ninguna gracia la idea de volar a ciegas, sin hacer mención a la desnudez, sobre los Durmientes y meterse de cabeza en cualquier posible emboscada.

Bueno, fuera lo que fuese a hacer, debería ponerlo en práctica enseguida. Estaba demasiado expuesto allí, en la roca pelada, y sus colores podían percibirse a kilómetros de distancia, lo cual equivalía a haber escrito en las montañas «LOKI ESTUVO AQUÍ».

Volvió a adoptar la forma de ave y voló en dirección a la cabaña de pastor más cercana. Estaba abandonada, pero aun así se las ingenió para improvisar algunas ropas con poco más que harapos, aunque servirían de todos modos, y unas pieles para atárselas en los pies a modo de calzado. Las pieles olían a cabra y eran un pobre sustituto para las botas que había dejado atrás, pero halló una zamarra de borrego, basta pero cálida, que le protegería de lo más crudo del frío.

Comenzó a ascender, una vez ataviado de semejante guisa, con paso lento y seguro, ya que durante las últimas cinco centurias, el as había aprendido a valorar la seguridad por encima de todas las cosas.

Había estado escalando durante casi una hora cuando se topó al gato. En lo alto, la luna segaba los picos helados con su guadaña y destacaba el afilado relieve de los espolones de roca. Sobrepasó la línea de nieves perpetuas. La capa superior de un glaciar crujía a cada una de sus pisadas. El manto de hielo parecía de un blanco intenso visto a cierta distancia, pero observado más de cerca ofrecía el aspecto lúgubre de un rebujo apelmazado de piedras, nieve y hielo envejecido.

El Embaucador estaba extenuado y también dolorido por culpa del frío; las pieles y los harapos cogidos en la cabaña del pastor le habían servido bastante bien en las zonas más bajas de la ladera, pero poco podían hacer contra el frío cortante del glaciar. Se había metido las manos debajo de los brazos en busca de un poco de calidez, pero incluso así, le dolían de forma casi brutal. Tenía el rostro amoratado y los pies, envueltos en los envoltorios de pieles, habían perdido hacía tiempo toda sensación, razón por la cual iba dando tumbos como un borracho por la costra de nieve, donde siguió escondiendo su rastro lo mejor posible.

Una vez más consideró la idea de volver a su aspecto ígneo, pero el frío era ya demasiado intenso. Convertirse a su forma de fuego simplemente consumiría más rápido su energía mágica, dejándole indefenso.

Necesitaba descanso. Y calor. Ya se había caído casi una docena de veces y cada vez le resultaba más difícil luchar para levantarse. Al final volvió a venirse abajo y no fue capaz de ponerse en pie de nuevo, por lo que se dio cuenta de que ya no le quedaban más oportunidades. La posibilidad de morir congelado superaba en mucho al riesgo de ser visto.

Formó Sol, pero con torpeza, e hizo un gesto de dolor al mover los dedos congelados. Ya no tenía posibilidad de convertirse en halcón; había perdido las fuerzas y sólo le quedaban ya sus últimos ensalmos. La runa se encendió, pero le proporcionó poco calor.

Loki maldijo y lo intentó de nuevo. En este momento, el calor estaba más concentrado, una bola brillante del tamaño de una manzana pequeña que brillaba contra la nieve mate. Se acercó la bola cuanto pudo y poco a poco sintió cómo la vida regresaba a sus manos tullidas. También con ella, volvió el dolor. Loki profirió un grito: sentía como si le estuvieran clavando agujas al rojo vivo.

Quizá fue ese alarido el que alertó al felino, quizá fue el resplandor; de cualquier forma vino, y era enorme, quizá cinco veces más grande que el gato montes común, manchado de pintas marrones, similares a la piedra de la montaña. Los ojos relucían amarillos y hambrientos y las garras parecían forradas de suave acero sobre las plantas peludas de sus patas.

Loki hubiera tenido más probabilidades de rehuir el encuentro en la parte inferior de las laderas montañosas, que estaban llenas de otras posibles víctimas, pero las presas escaseaban en el glaciar y un humano como él, indefenso y de rodillas sobre la nieve, parecía casi un regalo para el carnívoro.

El felino se acercó. Loki, que sentía cómo las sensaciones volvían tanto a sus manos como a sus pies, intentó levantarse, pero cayó una vez más. Soltó un montón de maldiciones.

El gato se acercó aún más, con cautela, debido a la bola de fuego que brillaba entre las manos del as, preguntándose a su manera gatuna si sería un arma capaz de hacerle daño cuando saltara sobre él. Loki no lo vio y continuó maldiciendo mientras Sol le acuchillaba los dedos.

El depredador se detuvo a evaluar a la presa. Tal vez fuera grande, pero estaba cansado, lo cual ralentizaba sus movimientos, y lo más importante de todo, se hallaba en el suelo, donde su tamaño no le iba a proporcionar ventaja alguna.

Tenía muchas posibilidades dado este cúmulo de factores favorables.

El felino nunca había atacado antes a un humano. Si lo hubiera hecho, habría saltado a la cara y lo más apropiado habría sido matarle de un solo mordisco, pero en vez de eso, se abalanzó sobre la espalda de Loki y le cogió por el cogote en un intento de hacerle rodar con él.

Loki actuó deprisa, deprisa y de forma bastante sorprendente para un humano, aunque la presa no era precisamente humana, como percibió el felino, y en vez de intentar aferrar al gato montes, se puso de pie, ignorando las garras que se habían clavado en sus costillas y con deliberación se arrojó de espaldas con todas sus fuerzas.

El carnívoro se quedó aturdido unos segundos y aflojó las mandíbulas, coyuntura que Loki aprovechó para liberarse. Se apoyó sobre las rodillas para alejarse del animal y luego se dio la vuelta para enfrentarse a la criatura cara a cara. El felino enseñó los dientes y fulminó a la presa con sus ojos amarillos, que arrancaron destellos en los flameantes ojos verdes del Embaucador.

El animal chilló, un sonido terrible, chirriante, de ira y frustración. Se encaró con él, preparado para saltar si hacía el menor movimiento. Estas batallas de voluntades podían durar horas entre sus congéneres, pero percibió que las fuerzas del humano fallarían antes de que pasara mucho tiempo.

Loki también lo sabía. Estaba demasiado entumecido como para poder evaluar el verdadero daño causado por las garras del felino, pero notaba un chorreo cálido cayéndole por la espalda y era consciente de que iba a desmayarse de un momento a otro. Debía actuar, y además con rapidez.

Con los ojos fijos aún en los del gato, alzó la mano. En ella brillaba Sol, algo descolorida, pero todavía viva. Loki se movió con sumo cuidado para cambiar el punto de apoyo del cuerpo de las rodillas a los talones, de modo que ahora quedó acuclillado, y con la runa del sol extendida. El gato rugió y erizó el pelo, preparado para atacar…

…pero Loki se le adelantó. Con un gran esfuerzo saltó sobre sus pies y al mismo tiempo, reuniendo los restos de su energía mágica, lanzó Sol, que ahora era una antorcha al rojo vivo, a la criatura que le gruñía.

El felino huyó. El Embaucador le vio marcharse. No tardó en convertirse en una mota perdida en la inmensidad del glaciar y oyó su grito de desafío mientras escapaba. Sin embargo, no se retiró tan lejos como le hubiera gustado, sino que se aposentó a una distancia de unos trescientos metros, donde el borde del glaciar pasaba al lado de una cueva de roca.

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