Estaba vivo, se recordó a sí misma, pero tan pronto como se despertara, sería doblemente peligroso. Éste era su sitio. Los dioses sabrían cuántos recursos tendría a los que poder echar mano. Necesitaba salir de allí, y cuanto antes.
Miró a su alrededor. La caverna retenía ese olor acre despedido por la chimenea, pero el aire era más limpio ahora que había cesado la lluvia de rocas. Ese examen reveló a la muchacha que Loki se había salvado de chiripa. Un trozo de vidrio volcánico del tamaño de la cabeza de un jabalí había pasado a escasos centímetros y ahora yacía a los pies de Maddy, todavía refulgente.
Maddy caviló a toda prisa para evaluar una situación que tenía muy mala pinta. El intento se había saldado con un fracaso, pues no tenía al Susurrante y se había quedado sin fuerzas, y además seguía encerrada en los túneles subterráneos del Trasmundo con miles y miles de pasadizos y galerías que se interponían entre ellos y la superficie.
Aun así, había sido un buen plan. Tendría que haber funcionado. Durante un segundo había existido contacto entre ellos. El Susurrante había respondido a su llamada. Había estado a punto de conseguirlo, pero como solía afirmar Nan la Loca: «Estar a punto de ganar una carrera es perderla».
Maddy miró a su alrededor, desesperada. ¿Qué demonios iba a hacer ahora?
– Mátale -ordenó una voz a sus espaldas. Sorprendida, Maddy se dio la vuelta-. Hazlo, se lo merece -aseguró una voz masculina, seca y desaprobadora, con un cierto remilgo, como la de Nat Parson en mitad de un sermón.
Pero no había nadie a la vista. A su alrededor las sombras aumentaban, teñidas de rojo, mientras la chimenea cogía aliento.
– ¿Dónde estás? -murmuró ella.
– Mátale de una vez -repitió la voz-. Hazle un favor a los mundos. Nunca tendrás mejor oportunidad.
Maddy miró a derecha e izquierda sin ver a nadie.
¿Se lo habría imaginado? ¿Acaso el humo y los vapores la habían aturdido? En algún rincón al fondo de la mente, una voz bajita y perseverante le instaba a echar a correr para rehuir el nuevo chorro de vapor del geiser, cuya próxima explosión era inminente, y conseguir un poco de aire respirable, so pena de terminar desmayada, pero nada de esto parecía tener importancia ahora. Era mucho más fácil ignorarlo, cerrar los ojos y no pensar.
– Déjalo ya -comentó la voz en tono agudo-. Pero tú eres imbécil, ¿a que sí? ¡Mira abajo, chica, mira a-ba-jo!
Maddy agachó la mirada.
– Más abajo.
– Pero si no hay nada… -comenzó Maddy, hasta que tropezó de pronto, con los ojos dilatados por la sorpresa, cuando vio (y lo vio realmente) lo que había aterrizado con un golpe casi a sus pies, todavía brillando debido al calor de su nido ardiente.
– Ah, vaya, por fin -comentó el Susurrante con un tono cansado-. Ahora, si eres capaz de hacer un pequeño esfuerzo más, al menos podrías darle una patada a ese bastardo de mi parte.
Hasta donde se sabía, nadie había cartografiado ni computado jamás los pasadizos que discurrían debajo de la colina del Caballo Rojo. Ni siquiera el Capitán los conocía todos a pesar de haberlos usado durante siglos como refugio y lugar de reunión para los trasgos, pues, al fin y al cabo, ni era el arquitecto de la colina ni el custodio de todos sus secretos.
Se rumoreaba que quien se adentrara a suficiente profundidad podría seguir el curso del Strond hasta el mismísimo Averno y la Fortaleza Negra, que se alzaba a orillas del río Sueño. Nadie sabía a ciencia cierta si era verdad, salvo posiblemente el Capitán, y cualquier trasgo lo bastante tonto para preguntarle esta clase de detalles se merecía cuanto le pasara.
La-Bolsa-o-la-Vida no tenía un pelo de tonto pero, sin embargo, era muy fisgón; la curiosidad le espoleaba más de lo que le retenía el deseo de permanecer a salvo, y él ya había visto una serie de cosas extrañas que deseaba probar e investigar. Todo había empezado con aquella chica que conocía su verdadero nombre y su descenso hacia las regiones adonde no se aventuraba ningún trasgo, pero en las cuales a veces desaparecía el Capitán, de donde acostumbraba a regresar de un humor de perros y apestando a azufre.
Lo siguiente habían sido los acontecimientos en el Supramundo, a los cuales el trasgo apenas habría prestado interés en circunstancias normales, pues a los suyos no les gustan los problemas, a menos que los causasen ellos mismos, y las frecuentes idas y venidas en la colina del Caballo Rojo, con aquellas partidas y el párroco agitando al vecindario, normalmente le habrían inducido a quedarse a salvo bajo tierra…
…pero en esta ocasión sentía que había en marcha algo más que la tensión habitual entre la Gente y Faerie. Habían corrido toda clase de rumores y el jinete que había acudido a lomos de un corcel cargado había cabalgado de regreso al Hindarfial. Luego estaba lo de ese olor tan similar al del incienso y a rastrojos quemados, y hacía media hora por lo menos que el Capitán había vuelto de una de sus expediciones con un trapo anudado a la cabeza y un brillo de odio en la mirada que había puesto a la guardia en alerta total, y se había encerrado en sus estancias privadas, hablando con brusquedad a cualquier trasgo que se le acercase.
Bolsa tenía algo mejor que hacer que cruzarse en su camino. Había procedido según lo acostumbrado en circunstancias similares: se había apostado en un lugar apartado y se había preparado para regalarse con un bizcocho de ciruela, un queso curado y un barrilillo de brandy de esos que parece que dan coces como una muía y que había escondido allí varias semanas atrás. Estaba empezando a ponerse cómodo cuando le llegó un sonido de voces y reconoció una de ellas; era la de Maddy.
Su deber estaba claro: detener a la chica. Ésas eran sus instrucciones, claras como el agua, órdenes impartidas por el Capitán en persona y él tenía formas de ponerse muy desagradable cuando no se obedecían sus órdenes.
Por otro lado, se dijo, cualquiera capaz de poner nervioso a Loki sería un compañero más que bienvenido para La-Bolsa-o-la-Vida. La mejor clase de valentía, en este caso, consistía en tratar de pasar inadvertido y terminarse el brandy.
Era un buen plan y habría salido perfecto, pensó Bolsa más tarde, si no hubiera sido por su dichosa curiosidad. La misma que le había llevado hasta la chica en primer lugar; y ahora sacaba de nuevo lo mejor de sí mismo mientras se arrastraba en las sombras, intentando escuchar lo que decían las voces.
Parecía una discusión cada vez más subida de tono.
Maddy descubrió enseguida que el Susurrante no estaba nada agradecido por su liberación. Es más, tras una precipitada salida de la caverna, en el transcurso de las horas siguientes, mientras acarreaba el objeto en una improvisada mochila hecha con la chaqueta, tuvo muchas oportunidades de maldecirse por haber tenido tanto éxito.
«El Tuerto tenía razón cuando me dijo que el Susurrante tenía el aspecto de un trozo de piedra», había pensado la muchacha en un primer momento, cuando parecía un fragmento de algún material vítreo volcánico, obsidiana o quizás algún tipo de cuarzo, pero luego, tras estudiarlo más de cerca, pudo verle el rostro: una nariz prominente, una boca con las comisuras hacia abajo y unos ojos que relumbraban con una inteligencia mezquina.
Y en lo tocante al carácter, tratar con él era como aguantar a un cascarrabias de genio espantoso a quien nada le agradaba. Ni el ritmo del avance, que era demasiado lento, pero que tildaba de incómodo en cuanto Maddy apretaba el paso, ni la conversación de la muchacha, ni su silencio, y en especial, el hecho de que iban a reunirse con el Tuerto.
– ¿Con ese perro de la guerra? -inquirió el Susurrante-. Nunca le he pertenecido, nunca jamás. Se cree que todavía es el General. Piensa que lo único que ha de hacer es ponerse a dar órdenes de nuevo. -La joven ya había oído esa cantinela varias veces, por lo que no le contestó e intentó concentrarse en el camino, rocoso y lleno de agujeros-. Tan arrogante como siempre, pero quién se cree que es, ¿eh? El Padre de Todo, mi…
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