«Es una red», dijo para sí. En ese momento por segunda vez volvió a notar una respuesta. Era un destello o un lamento del objeto aprisionado en la urdimbre de esa malla, pues aquello era una red similar a la usada por Loki para capturar a los peces…
(¡!)
Ella albergaba la intención de usar contra él esa red, pero las runas de Loki no jugaban limpio, se estiraban y se retorcían entre sus dedos. Naudr, la Recolectora; Thuris, la Espinosa; Tyr, el Guerrero; Kaen, el Fuego Desatado; Logr, el Agua; Isa, el Hielo.
Las runas de Loki eran verdaderas trampas e incluso mientras las retiraba notaba cómo se movían y se deslizaban maliciosamente fuera de su alineamiento en los hilos de la urdimbre a la espera de que ella perdiese la concentración.
– ¡Maddy! -gritó el Embaucador a su espalda, y ella no necesitó ninguna runa para sentir su miedo.
Él le rozó el hombro con la mano y ella se tambaleó, consciente de la chimenea bajo sus pies. «Como me dé un empujón…», dijo para sus adentros.
Volvió a llamar a aquella cosa situada en medio del fuego y profirió un lamento que resonó por toda la caverna cuando arrancó la red con su trampa de encantamientos y la levantó, atrayéndola hacia ella, fuera de la chimenea.
El geiser estalló en ese preciso momento.
El vapor subió golpeteando las paredes de la angosta garganta de la hoya como un enorme martillo de aire caliente. El hedor a ropa sucia llenó la cueva y todo se volvió níveo durante unos segundos, cuando Maddy se vio envuelta por un color blanco hirviente. Loki saltó hacia atrás en el preciso instante en que ella arrojó la red, no hacia el Susurrante en su columna de fuego, sino directamente detrás de ella, en la cara de Loki…
…sin darle tiempo de protegerse. Titilaron las runas del Alfabeto Antiguo, Naudr, Thuris, Tyr y Os, Hagall y Kaen, Isa y Úr. La red cayó, atrapando a Loki tan hábilmente como a cualquier pez, y por último Aesk, la propia runa de Maddy, lanzó al Embaucador a través de la caverna cuando la columna ardiente se liberó, bañando a ambos con cenizas, azufre y capas de vidrio volcánico.
El chorro fue mayor que ninguno de los anteriores y arrojó a la muchacha a unos siete metros, donde cayó de rodillas, medio aturdida. Detrás de ella el geiser estaba alcanzando el clímax. Las cenizas y los rescoldos saturaron el aire al tiempo que las piedras candentes cayeron todo a su alrededor. Por último, algo pesado se estrelló contra la tierra a pocos pasos de la antigua posición de Maddy.
– ¿Loki?
La voz de la joven levantó un eco apagado al rebotar contra las paredes chorreantes de vapor. El vaho achicharrante la había dejado medio cegada, por lo que se dejó caer sobre una losa plana y se esforzó en respirar. No estaba acostumbrada a realizar ese tipo de esfuerzos y ahora se había quedado casi sin energía mágica. Si la atacaba en ese preciso momento, ella apenas podría recurrir a poco más que un ensalmo para defenderse.
– ¿Loki? -le llamó.
No hubo réplica.
El surtidor se consumió al cabo de un minuto, momento en que los vapores sulfurosos empezaron a saturar el aire de la gruta. La joven se arriesgó a echar una ojeada a su alrededor, pero no había nada que ver en la neblina de un amarillento insano.
Maddy comprendió el motivo cuando el vapor se disipó, dejando al descubierto la extensión del daño. Una parte del techo se había desplomado y ahora un túmulo de escombros obstruía la chimenea. Una enorme losa de roca, con su lado más cercano atestado con trozos de estalactitas, yacía sobre el túmulo como un puño cubierto por un guantelete.
¿Y Loki?
¿Y el Susurrante?
No había rastro de ninguno de los dos en la caverna ahora en ruinas.
Transcurrieron varios minutos más antes de que Maddy fuera capaz de ponerse en pie. Se incorporó temblorosa y se sacudió las cenizas del pelo. Todavía tenía la visión borrosa después de haber mirado dentro de la chimenea; las manos se le habían quedado doloridas, como quemadas por el sol.
La sacudida ya había terminado, dejando la caverna sumida en un silencio inquietante. El polvo caía desde el techo roto sobre el gigantesco túmulo de roca y escombros, que cerraba por completo el extremo de la cueva donde había estado Loki y su red.
«Felicidades, Maddy -comentó una voz desabrida en el interior de su mente-. Ahora eres una asesina».
– No -susurró Maddy, horrorizada.
Ella nunca había querido herirle, por supuesto. Sólo quería mantenerlo bajo control, sujetarle, mientras ella reclamaba al Susurrante, pero todo había ocurrido tan rápido… No había tenido tiempo de medir sus fuerzas. Y ahora, por su culpa, él estaba allí enterrado, aplastado bajo aquel puño pétreo…
Resultaba difícil respirar, ya que ahora los vapores del geiser se entremezclaban con el polvo despedido por el montón de piedras acumuladas que, como un túmulo de la Era Antigua, parecían llenar la caverna. Lentamente, a desgana, se dirigió hacia él. Una parte de ella deseaba contra toda esperanza que Loki se hallara allí, atrapado e indemne, por lo que empezó a retirar las rocas más pequeñas de forma poco sistemática y escudriñaba la pila en una vana búsqueda de un trozo de manga, una bota, una sombra…
Una firma mágica.
¡Eso era! Maddy, contrariada, se hubiera dado de bofetadas. Alzó una mano trémula y formó Bjarkán hasta encontrar la firma mágica del Embaucador, ese inconfundible rastro de fuego desatado. La luz de dos firmas mágicas nunca podía ser igual, y la de Loki, como la del Tuerto, era compleja y vivida a diferencia de cualesquiera otras.
¡Estaba vivo!
Un buen rastreador era capaz de precisar la edad del lobo que cazaba, si cojeaba o no, lo rápido que era capaz de correr y cuándo llevó a cabo su última cacería. Ella no era una observadora tan capacitada, pero localizó los fragmentos de la red y los restos de la runa mental que había lanzado.
Se había concentrado un poder tremendo en aquella runa final; un poder suficiente para hundir el techo cuando Maddy extrajo al Susurrante de la chimenea. Los trozos de Aesk seguían desparramados por el suelo, como fragmentos de la explosión de una botella de refresco de jengibre. Determinó el lugar donde la runa había alcanzado a Loki, a quien había impulsado contra la pared, donde le había dejado clavado como una mariposa sujeta a una tela por un alfiler poco antes de que el techo se derrumbara sobre él.
Pero entonces…
Allí estaba, contra toda esperanza, alejándose del amontonamiento de piedras. No era un resto, ni un fragmento, sino una firma mágica, garabateada fugazmente en aquel característico violeta intenso en agudo contraste con la roca.
Supuso que había intentado esconderse debido a lo desvaído del trazo, pero o bien estaba demasiado débil para ocultar el rastro de su color, o las rocas desprendidas habían distraído buena parte de su concentración, porque allí estaba, sin lugar a confusiones, dirigiéndose hacia la entrada de la caverna.
Y allí fue donde Maddy le encontró al final. Se había dejado caer detrás de un bloque de piedra y mantenía un brazo alzado para cubrirse la cabeza, con los dedos aún doblados para digitar la forma de Yr, la runa de la protección. Se hallaba muy quieto y la roca situada detrás de él estaba empapada por una cantidad alarmante de sangre.
El corazón de Maddy dio un lento vuelco. Se arrodilló, convulsa, y alzó una mano para tocarle la cara. Vio que la sangre salía de un estrecho tajo que tenía sobre la ceja. Una roca debió de haberle interceptado mientras corría, a menos que hubiera sido la caída la que le hubiera dejado inconsciente. De cualquier modo, estaba vivo.
El alivio hizo que Maddy se echara a reír con fuerza, aunque se lo pensó mejor en cuanto oyó el extraño y turbador retumbo de sus carcajadas a través de la caverna destrozada.
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