Joanne Harris - Runas

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos.
Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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– Entonces, ¿por qué vas? -preguntó Freya.

Ethel podría habérselo explicado con su nueva clarividencia, pero Odín le había ordenado que guardara silencio. Tenía clavada en la mente la imagen de la nave funeraria y del general muerto con el perro a sus pies, y deseaba ser capaz de decir algo que le hiciera volver.

Pero para entonces el dios ya se había ido acompañado por Bolsa, que le guiaba con sumo cuidado a través del polvoriento terreno. Las filas del Orden se cerraron a su paso, borrándolo de la vista como una frase escrita en la arena.

Capítulo 10

Nat Parson había presenciado con aparente indiferencia cómo Odín desaparecía entre las filas de aquella hueste. Por dentro, sin embargo, su corazón latía desbocado.

«¡Aquella voz!»

Él la había oído como todos, un susurro que recorrió el campo de batalla, y se había llevado ambas manos al rostro cuando la nariz empezó a sangrarle. Era la Palabra. Podía percibirla del mismo modo que un perro rabioso olfatea el agua, y durante un instante pensó que iba a enloquecer de terror y deseo.

Ahora casi podía tocar la Palabra. Vibraba y temblaba a su alrededor como la llegada de la primavera y lo llamaba con voz de oro.

«¡En nombre de la Ley, qué fuerza!»

La pulsión de la Palabra, diez mil veces más poderosa que ninguna otra cosa que Nat hubiese experimentado antes, no podía ser desobedecida. Cuando por fin se desatara, ¿quién sabía qué recompensa podría otorgar a un sirviente fiel?

«Los mundos, Nathaniel. ¿Qué otra cosa puede ser?»

Nat contempló a los disciplinados guerreros, clavados como estacas en aquel horizonte gris. Diez mil hombres muertos, y a la vez extrañamente vivos. Los sentidos forzados de Nat podían percibir su vigilancia; por debajo de su inmovilidad, estaban alerta. También podía sentir su unidad, y las ondas que los recorrían como viento entre la hierba. Un simple parpadeo se repetía como un eco en diez mil pares de ojos unidos por una terrible comunión.

«Yo podría haber sido uno de ellos», se dijo.

Entre aquellas filas se hallaba su examinador, el hombre al que había conocido como Elías Rede. Estaba seguro de que en algún lugar Rede era consciente de su presencia. Sin duda, eso convertía a Nat en parte de esa comunión y le daba derecho a compartir algo de ese poder.

Dio un paso hacia el ejército de los muertos.

Veinte mil ojos le miraron.

El susurró:

– Soy yo. Nat Parson.

No sucedió nada. Nadie se movió.

Nat dio otro paso.

A su espalda, los vanir estaban enfrascados en su discusión. Sus voces destempladas le llegaban remotas, mientras que los sonidos de los muertos eran ensordecedores, una artillería de roces y crujidos, como millones de insectos reptando y crepitando sobre arenas móviles.

Nat se acercó más.

– ¿Aprendiz? -preguntó con voz queda.

Adam, que fingía dormir tras una roca cercana, levantó la cabeza.

Nat sonrió. Adam pensó que parecía más loco que una cabra, y empezó a albergar la sensación de que tal vez lo más seguro era apartarse lo más lejos posible de su antiguo maestro.

Adam retrocedió.

– Oh, no. Ni se te ocurra. -Nat extendió la mano para agarrar el brazo del muchacho-. Puede que todavía te necesite, Adam Scattergood.

Aunque Parson no mencionó el motivo por el que podría necesitarlo, Adam se agachó al ver la expresión de sus ojos, pensando que ya no quedaba nada de su amo. Nat parecía uno más de los muertos. Sus ojos opacos pero terriblemente perspicaces estaban clavados en algún punto que Adam no alcanzaba a ver, y su sonrisa se asemejaba a la de un lobo rabioso.

– No quiero ir -dijo Adam con voz débil.

– Buen chico -respondió Parson, y cruzó la línea para unirse al ejército de los muertos.

Ninguno de los vanir le vio ir. Nat no había hecho amigos entre los feéricos. Ahora que ya no suponía ninguna amenaza, el desprecio que sentían por él resultaba evidente, pero Ethel no lo había olvidado. Su esposo aún tenía un papel que desempeñar, aunque incluso ella ignoraba cómo iba a terminar aquel juego.

De modo que observó cómo Nat se acercaba a la legión de los muertos, llevando a rastras a Adam, y lo siguió con sigilo a unos pasos de distancia.

A Dorian no se le ocurrió protestar. En el breve tiempo que habían viajado juntos, su respeto hacia Ethel había crecido hasta el infinito. Aunque los muertos que formaban en la llanura le inspiraban un miedo atroz, habría preferido morir antes que dejarla sola. Así que se fue tras ella, con la cerdita pegada a sus pies, pues Lízzy también sabía ser leal.

Aunque los muertos hacían presión por ambos lados, perturbando el aire con su hedor y con sus cánticos, Ethel Parson no perdió la calma y mantuvo la misma mirada valerosa, amable y compasiva en sus ojos grises.

Sabía que alguien estaba a punto de morir. Y el destino de los mundos dependía de quién fuera.

Capítulo 11

Bálder el Bello, bajo cuyo reluciente aspecto aún se atisbaban vislumbres del de Loki, se contempló a sí mismo con gesto de perplejidad. Se examinó las manos, el pecho, los brazos y las piernas. Después se tiró de un mechón de pelo para ponérselo ante los ojos y lo contempló bizqueando. Por debajo de su color, todavía mostraba un tenue tono rojo.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Bálder mirando a Hel.

Pero fue el Susurrante quien le respondió:

– Una vida a cambio de otra, ¡oh, tú, el Más Bello! Eres libre para irte. Tu nuevo aspecto puede llevarte a cualquier parte. Incluso a las Tierras Medias, si eso es lo que deseas.

– ¿A Ásgard? -inquirió Bálder.

– Lo siento, no puede ser. Ásgard cayó. No podías saberlo, no es culpa tuya, pero puedes elegir cualquier otro mundo, el que más te apetezca. Deberías estar contento: piensa que eres la primera persona muerta que abandona el Inframundo de forma legal desde la Era Antigua.

Pero Bálder ya no le estaba escuchando.

– ¿Es cierto que Ásgard cayó? -repitió aturdido.

– Sí, mi señor -respondió Hel-. En el Ragnarók.

– ¿Y Odín?

– También él.

– ¿Y los demás?

– Todos ellos, mi señor. Todo el mundo cayó -contestó Hel en tono algo impaciente. Llevaba un rato esperando alguna señal de gratitud, y aquella forma tan fútil de concentrarse en minucias insignificantes se le antojaba absurda, y además estúpidamente masculina.

Se giró para que él pudiera ver su perfil vivo, manteniendo la mitad muerta fuera de su vista, pero le irritó comprobar que él no reparaba en su gesto. Pensó que era muy duro recibir una respuesta así de Bálder después de todo lo que había sacrificado por él.

– Al menos Loki no cayó -razonó Bálder, totalmente ajeno al tormento de Hel-. De lo contrario, su cuerpo no habría estado aquí. Ahora, quiero saber exactamente qué hago metido bajo el pellejo de Loki, y cómo os las habéis arreglado para sacarlo de él.

Maddy le habló de la promesa de Loki, de la traición de Hel y de la liberación de los æsir.

– ¿Cómo has dicho? -dijo Bálder-. ¿Que los æsir han escapado?

– Bueno, seguramente habrían escapado si Hel no los hubiese detenido.

– Tú no lo entiendes -rebatió Hel-. El Noveno Mundo es muy inestable. Si lo abro ahora, podría penetrar cualquier criatura.

– Incluyendo a los æsir -se apresuró a replicar Maddy.

– Los æsir -retrucó Hel-. ¿Y adonde podrían dirigirse? Al Sueño, o al ejército de los muertos.

– Mientras que yo… -aventuró Bálder.

– Tú tienes un cuerpo, mi señor. Una energía mágica. -Hel vaciló, y su ojo vivo miró hacia el suelo con pudor-. Pensé que tal vez tú y yo…

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