Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La guerra de los enanos: краткое содержание, описание и аннотация

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Oteó el panorama, tragó saliva y exclamó:

—¡Esto es más de lo que nunca había soñado!

El paisaje que se ofrecía a sus ojos no se asemejaba en nada a cuantos contemplara a lo largo de su dilatada existencia. Era llano, desolado, se extendía sin horizonte hacia un cielo vasto e inconmensurable que teñían unos fulgores indefinibles, como si el sol acabara de ponerse o una hoguera llameara en su bóveda. Todo el firmamento estaba revestido de estas matizaciones anaranjadas si bien, por una curiosa paradoja, su brillo confería una mayor negrura a las formas que se recortaban en su vecindad. Se diría que la tierra había sido cincelada en colores oscuros y adherida al mágico manto de las alturas, con relieves pero sin contraste. No se dibujaban el sol ni las lunas, ni salpicaba la superficie celeste ninguna estrella. Era la nada absoluta.

Sobrecogido, el kender avanzó unos pasos. El suelo no era diferente de otros salvo en que, a medida que se adentraba en el yermo paraje, advirtió que éste se mimetizaba con el cielo. Alzó los ojos para constatar que, visto en perspectiva, se volvía negro de nuevo. Tras alejarse lo suficiente, giró el rostro, deseoso de estudiar las ruinas del Templo.

—¡Por la barba del gran Reorx! —se asombró, soltando casi la tea.

Nada había a su espalda. El edificio que abandonara minutos antes había desaparecido sin dejar rastro, lo que lo impulsó a trazar un círculo completo sobre sí mismo. Nada halló delante, nada detrás, nada en cualquier dirección que se volviera.

El corazón de Tasslehoff Burrfoot se zambulló en el fondo de sus verdes botas y se instaló en sus recovecos, remiso a aceptar toda suerte de consuelo. Era aquélla, sin ningún género de dudas, la panorámica más monótona, más aburrida con la que se había enfrentado en sus múltiples correrías.

«Ésta no puede ser la vida de ultratumba —recapacitó, desencantado—. Tiene que haber alguna equivocación, o bien soy víctima de un espejismo. Por cierto —pensó de pronto, en un arranque de inspiración—, se supone que he de encontrar a Flint en este plano. Fizban así lo afirmó y, aunque su mente divagaba en otras cuestiones, hablaba con una certidumbre irrefutable del más allá».

—Veamos, ¿qué me contó al describir la escena, después de la Guerra de la Lanza? —recordó en voz alta—. Había un árbol bonito, frondoso, y mi gruñón amigo se acomodaba en su sombra para tallar madera… ¡Allí se yergue un árbol! —gritó—. Pero ¿de dónde ha salido?

Pestañeó boquiabierto. A escasos metros, donde no había sino penumbra al irrumpir el kender en el paraje, se alzaba un grueso, leñoso tronco.

—No es ésta mi idea de la belleza —musitó, a la vez que se encaminaba hacia la oscura corteza y observaba, al hacerlo, que el terreno había adquirido el singular hábito de deslizarse bajo sus pies—. De todos modos, los gustos de Fizban no encajaban con los míos, ni tampoco, hay que reconocerlo, los de Flint.

Se acercó al perfil vegetal, que era tan mortecino como todo lo demás y se encaramaba retorcido, torturado, a la manera de una bruja jorobada que conoció en el pasado. Ninguna hoja adornaba sus desnudas ramas. «¡Este árbol debió de morir hace por lo menos cien años! —se disgustó—. Si Flint cree que voy a pasar mi otra vida sentado junto a él bajo un tronco reseco, será mejor que le desengañe sin tardanza».

—¡Flint! —lo llamó, rodeando el grueso contorno—. ¿Estás ahí? ¡Ah, ya te veo! —declaró al divisar una figura achaparrada, de luenga barba, acomodada entre las robustas raíces—. Fizban me aseguró que daría contigo. ¿No te deja perplejo mi presencia?

El kender se plantó frente a la criatura enanil, y al instante se disipó su júbilo.

—¡Tú no eres Flint —le reprochó—, sino Arack!

El kender retrocedió indeciso cuando el enano que había ostentado el cargo de maestro de ceremonias de los Juegos levantó el rostro y lo miró, con tan perversa mueca en sus desfigurados rasgos que a Tas se le heló la sangre en las venas. Era ésta una sensación que nunca había experimentado, pero, antes de que disfrutara de la novedad, el individuo se levantó de un salto para lanzarse sobre él.

Ágil por naturaleza, Tasslehoff esquivó la embestida y meció la antorcha frente a su rival a fin de mantenerle a raya mientras, con la otra mano, buscaba el cuchillo que solía ajustarse a su cinto. En el momento en que tanteó el arma y se dispuso a contraatacar, Arack se esfumó en el aire. También el árbol se disolvió, y el kender se halló de nuevo solo en el centro de un desierto, bajo un cielo de llamas tamizadas.

—Estoy hecho un lío —admitió, con un leve quiebro en la voz que no acertó a disimular—. Esta situación, lejos de ser divertida, resulta en extremo abrumadora, ominosa. Fizban no me prometió que la vida en el más allá sería una fiesta interminable, pero estoy convencido de que no me deparaba tantos horrores.

Guardó unos momentos de silencio, en los que escudriñó de nuevo el paisaje con el cuchillo desenvainado y la tea en alto.

—Sé que no he sido muy religioso —se arrepintió compungido, puestos los ojos en aquel escurridizo suelo que parecía escapar de sus talones—. De todos modos, nunca cometí faltas graves y, además, demostré mi buena voluntad al derrotar a la Reina de la Oscuridad. De acuerdo, me ayudaron en tal empresa —agregó en un inusitado alarde de honestidad—. Y, lo que es más importante —reanudó la enumeración de sus méritos—, me convertí en amigo personal de Paladine…

—En nombre de Su Oscura Majestad —lo interrumpió una voz hueca a su espalda—, ¿qué haces aquí?

Tasslehoff, alarmado, dio tal respingo que se alzó en el aire —prueba irrefutable de que tenía los nervios de punta— y dio media vuelta. Muy cerca, donde nada se dibujaba mientras trataba de ordenar sus ideas, había una figura que le recordó a Elistan, el clérigo de Paladine, sólo que el aparecido vestía una túnica negra y de su cuello pendía, en lugar del Medallón de Platino, otro de similares características en el que se distinguía la efigie de un dragón de cinco cabezas.

—Debéis disculparme, señor —titubeó el kender—, si no puedo contestar a vuestra pregunta. Ignoro con qué propósito he sido enviado aquí, y ni siquiera estoy seguro, sinceramente, de dónde me encuentro. Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó, extendiendo la mano en actitud cortés—. ¿Y vos?

La figura no se rebajó a devolver el saludo, menos aún a identificarse. Tras apartar su capuz se aproximó al kender, de tal manera que el hombrecillo pudo estudiar su aspecto. Su pasmo no tuvo límites al percibir los mechones de cabello que caían diseminados entre los pliegues del embozo, en una melena tan larga que habría rozado el suelo de no flotar en torno a su cuerpo en un torbellino fantasmal, enmarañándose con la barba cana que brotó, como por arte de magia, de su cadavérico semblante mientras Tas le examinaba.

—Es extraordinario —se admiró el kender—. ¿Podrías revelarme el secreto de este prodigio? Y, si no es molestia, ¿por que no me ilustráis también sobre mi paradero? Os explicaré lo que me sucede —prosiguió, en el momento en que el desconocido daba un nuevo paso al frente. Aunque la figura no le inspiraba miedo, un impulso irrefrenable lo indujo a rehuir su contacto, a recular. No obstante, le impidió moverse un obstáculo invisible—. He muerto y… ¿Por casualidad sois el responsable de las almas errabundas? —lo interrogó, más indignado que temeroso—. Creo que quien gobierna este limbo, o lo que quiera que sea, no hace bien su trabajo. ¡Siento dolores! —exclamó, lanzándole una mirada acusadora—. Mi cabeza, mis costillas, me someten a un continuado suplicio. Además, he tenido que recorrer un largo trayecto, muy fatigoso, desde los sótanos del Templo.

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