Margaret Weis - La guerra de los enanos
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«¡Qué desaprensivos! —se encolerizó—. ¡También podrían haberme arrojado a una húmeda bodega, sin miramientos ni exequias!».
Se incorporó, y antes de dar un paso, tropezó contra algo sólido, duro. «Una roca —decidió tras palpar su contorno—. Resulta lamentable. A Flint le otorgaron un árbol como compañero de ultratumba y yo he de conformarme con una piedra. Alguien ha cometido un error imperdonable».
—¡Hola! —saludó a los hipotéticos habitantes de las sombras—. ¿Hay alguien aquí capaz de informarme? ¡Todavía tengo mis saquillos! —se asombró, cambiando de tema—. Permitieron que conservara mis pertenencias, incluso el ingenio mágico, un gesto muy considerado por parte de quien dictaminara mi destino. Pero hay que remediar mi dolor de cabeza —murmuró con los labios apretados—. Es insoportable.
Investigó su entorno con ambas manos, ya que sus ojos de poco le servían en la intensa negrura. Estudió la roca, lleno de curiosidad, al detectar en ella unas imágenes, acaso runas, que se le antojaron familiares. Dedujo acto seguido su forma, y comprendió que se había equivocado al identificarla.
—Es una mesa —concluyó, desconcertado—. Recapitulemos: he topado con un mueble pétreo donde hay esculpidas figuras o símbolos, y creo haberlo visto antes. ¡Ya lo tengo! —dijo, recuperada la memoria—. Se trata de la escribanía que se erguía en el laboratorio donde se reunieron Raistlin, Caramon y Crysania antes de emprender su viaje en el tiempo y abandonarme a mi suerte. Acababa de entrar en la estancia, ya vacía, cuando se desplomó la montaña ígnea sobre mi cabeza. No atiné a huir. La muerte me sobrevino en este mismo lugar.
Se llevó la mano al cuello para confirmar sus sospechas, es decir, que todavía lo circundaba la argolla de hierro delatora de su condición de esclavo. Continuó su torpe avance por la penumbra, pero se detuvo al pisar un nuevo objeto. Quiso recogerlo y, al estirar los dedos, se abrió un corte en su carne.
—¡La espada de Caramon! —Reconoció, pletórico de júbilo, a la causante de su herida, más aún al tantear la empuñadura—. La encontré en el suelo poco antes de la hecatombe. Eso significa —gruñó, trocado en furia su entusiasmo— que ni siquiera me sepultaron. Mis compañeros ya habían partido, y nadie se molestó en rendirme honores fúnebres. Por consiguiente, estoy en los subterráneos del Templo destruido.
Se detuvo a meditar, a la vez que succionaba la sangre de su mano, hasta que vino a perturbarle una repentina idea. «Al parecer, pretenden que deambule por el vacío en busca de la morada que me ha sido asignada. ¡Es el colmo, ni siquiera me proporcionan un medio de transporte!».
—Prestad atención a mis palabras —imprecó a la nada, agitando un puño en actitud amenazadora—. Exijo que me llevéis a presencia del responsable del orden en este paraje fantasmal.
No se produjo más sonido que el de sus propios ecos.
—Al menos podrían encender una luz —rezongó desalentado, al interponerse en su marcha un nuevo escollo—. Estoy aprisionado en las entrañas de un Templo en ruinas, probablemente en el fondo del Mar Sangriento de Istar. Quizás encuentre a los elfos marinos, como le sucedió a Tanis en su naufragio y, en tal caso, no me será difícil volver a mi mundo. —Sus esperanzas renacieron para, al instante, volver a desvanecerse—. No, claro, olvidaba que he muerto. En tales circunstancias no se conoce a nadie, salvo, según se rumorea, si se convierte uno en criatura espectral. El caballero Soth, por ejemplo, se relacionaba con los mortales. ¿Cómo se consigue entrar en sus filas? Debo averiguarlo. Ha de ser emocionante ostentar la dignidad de muerto viviente. —Reconfortado una vez más por tan prometedoras perspectivas, se trazó una línea de acción—. En primer lugar, me enteraré de adonde se supone que he de encaminarme y por qué no estoy allí.
Levantado su ánimo, Tas se abrió paso hasta la parte anterior de la estancia mientras elucubraba sobre su paradero y se extrañaba de que, estando en el Mar Sangriento, no hubiera agua ni vestigios de humedad a su alrededor. De pronto, halló el motivo.
—¡Por supuesto! —farfulló—. El Templo no se hundió en el océano, sino que se desplazó a Neraka. Yo mismo estaba en su interior cuando derroté a la Reina de la Oscuridad.
Llegó a una puerta —lo comprobó al palpar el umbral desprovisto de hoja— y se asomó a una negrura más densa de lo imaginable.
—Neraka —repitió en un susurro, indeciso sobre si era mejor o peor que estar sumergido en las profundidades acuáticas.
Cauteloso, alzó un pie y lo posó encima de una estructura cilíndrica, resbaladiza. Al estirar la palma, sus dedos se cerraron en torno al mango de una antorcha. Debía de ser la misma que reposaba en su pedestal junto a la arcada de acceso al laboratorio. Revolvió en sus bolsas, pues solía portar yesca para cualquier eventualidad, y al fin dio con ella.
—Es extraño —se dijo al examinar el corredor a la luz de la tea—, el aspecto de este pasillo es idéntico al que presentaba tras desencadenarse el terremoto. Recuerdo que quedó atestado de escombros, casi impracticable. No me explico que la Soberana de las Tinieblas no se haya ocupado de limpiarlo; lo cierto es que durante mi visita a Neraka no percibí un caos semejante. Pero será mejor que busque la salida.
Retrocedió en busca de la escalera que había descendido persiguiendo a Crysania, quien a su vez acudía a la llamada de Raistlin. Las imágenes de los muros temblorosos, quebrados, de las columnas cercenadas se agolparon en su mente al verse obligado a salvar sus ahora amontonados restos. «Temo que no lograré alcanzar mi objetivo y, además, mi cabeza está a punto de estallar. Sin embargo, no distinguí ninguna otra vía de escape —reflexionó con un momentáneo desánimo. Por fortuna, se impuso a la desazón su jovial temperamento de kender—. Si los accesos están obstruidos, es posible que alguna hendidura me permita pasar al otro lado».
Avanzando despacio, incapaz de sustraerse al dolor que atenazaba no sólo su cabeza, sino también sus costillas, Tas recorrió un tramo del pasillo, atento a la más ínfima grieta susceptible de admitir su pequeño cuerpo. Como sospechaba, no había manera de acceder a la escalinata, pero, cuando se hallaba a escasa distancia de ésta, detectó una abertura en la pared que, a diferencia de las anteriores, era más honda de lo que podía iluminar su antorcha.
Sólo un kender habría logrado introducirse en la resquebrajadura, que presentaba además unos cantos afilados, y Tasslehoff hubo de distribuir sus saquillos a fin de deslizarse de costado.
«Me reafirmo en que estar muerto es un auténtico fastidio», protestó, al rasgarse los calzones azules en su denodado esfuerzo por internarse en el túnel.
La situación no mejoró. Una de sus bolsas se enredó en una roca, y hubo de dar repetidos tirones antes de liberarla. Un poco más adelante el túnel se tornó tan angosto que incluso dudó de poder continuar, de manera que elaboró una estrategia. Se desembarazó de todos sus saquillos para ensartarlos en la tea, que sostuvo sobre su cabeza, contuvo el resuello y emprendió la travesía, no sin hacerse jirones la camisa en el último ímpetu. Cuando, tras una laboriosa marcha, llegó al otro extremo, se sentía dolorido, le agobiaba el calor y se había ensombrecido su talante.
—Siempre me sorprendió que la gente temiera morir —balbuceó—. Ahora comprendo el motivo.
Después de hacer un alto con el fin de recobrar el aliento y reordenar sus saquillos, el kender se alborozó al distinguir una luz en lontananza. Alumbró el recinto con su tea para constatar que, en efecto, el pasadizo se ensanchaba progresivamente hacia una nueva abertura por la que se filtraba la luminosidad. Avivando la marcha, no tardó en llegar a la prometedora ventana que había de conducirlo al exterior.
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