Margaret Weis - La guerra de los enanos
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En el instante en que tomó conciencia de este hecho, vio aparecer ante él una silla de madera de ébano. Se sentaba en ella una figura ataviada de negro, echada una capucha sobre la cabeza.
Persuadido acaso de que se había cometido un nuevo error y el clérigo lo había conducido a la sala equivocada, el kender, aferradas las bolsas en su mano, rodeó cauteloso el asiento a fin de vislumbrar el rostro de la criatura. ¿O fue la silla la que trazó una elipse en su derredor a fin de que su ocupante espiara sus rasgos? No consiguió resolver el enigma.
Sea como fuere, el movimiento circular puso al descubierto la faz del misterioso ser. Tasslehoff comprendió que nadie se había confundido.
No atisbo un dragón de cinco cabezas, ni un guerrero cubierto por una sombría armadura. Tampoco se ofreció a su observación la seductora dama que poblaba los sueños de Raistlin, sino una mujer de aspecto más terrenal. Vestía de negro, como ya había advertido el hombrecillo, y el embozo se ajustaba de modo tan perfecto a su cráneo que enmarcaba el óvalo de su cara. Tenía la tez blanca, lisa, revestida de una cualidad atemporal, y los ojos grandes, del color del azabache. Sus miembros embutidos en las estrechas mangas, descansaban sobre los brazos de la butaca, abandonadas sus manos cenicientas en las volutas de sus extremos cual una segunda tapicería.
Su expresión no era terrorífica, ni amenazadora, ni inspiraba sobrecogimiento. Quizás, a decir verdad, lo que preocupaba en un examen más detenido era la ausencia en aquellas facciones de una arruga, una mueca, un leve espasmo que delataran emociones de cualquier clase. A través de su máscara de intacta compostura la mujer escrutaba a Tas intensamente, penetraba su espíritu, estudiaba recónditas fibras cuya existencia el mismo kender ignoraba.
—Me llamo Tasslehoff Burrfoot, Majestad —se presentó el hombrecillo y, por la fuerza de la costumbre, le tendió una mano.
Al caer en la cuenta de que su gesto de familiaridad podía resultar ofensivo, comenzó a retirarse y ensayó una reverencia. Demasiado tarde, unos dedos rozaron su palma. Fue un contacto fugaz, pero sintió que le clavaban todas las agujas de un alfiletero. El punzante dolor se ramificó en cinco canales que recorrieron su mano hasta llegar al corazón, privándole del resuello.
Tan pronto como lo hubieron tocado, las yemas se apartaron. Se hallaba muy cerca de la pálida fémina, tan beatífica su mirada que Tas habría dudado que fuera la culpable de su sufrimiento de no ver en su palma la huella que imprimiera, semejante a una estrella de cinco puntas.
— Cuéntame tu historia .
El kender se sobresaltó. La mujer no había movido los labios, de eso estaba seguro, pero no era menor su certidumbre de que la había oído hablar. Recapacitó, asustado, que su oponente conocía el relato mejor que él mismo.
Sudoroso, manoseando sus saquillos, Tasslehoff expuso frente a la soberana los eventos del día. Fue tan conciso como se lo permitió su naturaleza de kender. Luego, ansioso por concluir, explicó su viaje a Istar en poco más de diez segundos, aunque, en honor a la verdad, su resumen reflejaba los detalles más importantes.
—Accidentalmente, Par-Salian me mandó al pasado junto a mi amigo Caramon. Nos proponíamos matar a Fistandantilus, pero descubrimos que era Raistlin y no perpetramos el crimen. Yo debía impedir el Cataclismo con un ingenio mágico, y lo habría hecho de no engañarme el mago e inducirme a desarticularlo. Seguí a una sacerdotisa llamada Crysania hasta un laboratorio situado en los subterráneos del Templo de Istar, deseoso de exigir a Raistlin que recompusiera el artilugio. Se desplomó el techo y me aplastó. Cuando desperté todos se habían ido. El Cataclismo había destruido la ciudad, así que deduje que estaba muerto. Según me han informado, he sido condenado al Abismo.
Respiró hondo, lanzó un trémulo suspiro y procedió a enjugarse las sienes con un mechón suelto de su despeinado copete. Mientras recobraba la serenidad, pensó que tanto la última frase como su previa disertación sobre sus desventuras de la jornada constituían una descortesía, y se apresuró a enmendarla.
—No era mi intención proferir quejas, Majestad, imagino que quien dictaminara mi destino tenía razones de peso para confinarme en vuestros dominios. Después de todo, rompí uno de los Orbes de los Dragones y, si no recuerdo mal, alguien comentó en una ocasión que sustraje un objeto que no me pertenecía. No respeté a Flint como merecía, escondí la ropa de Caramon cuando tomaba un baño y tuvo que adentrarse en Solace completamente desnudo… ¡Oh, tan sólo pretendía gastarle una broma! —se justificó—. Además, nunca dejé de ayudar a Fizban a buscar su sombrero, creo que eso redime mi pequeña jugarreta.
— No estás muerto —dijo la voz, retomando el hilo de su narración—. No has sido «condenado» a este lugar ni, en realidad, deberías estar aquí .
Al escuchar tan sorprendentes revelaciones, Tasslehoff prendió sus ojos de las pupilas oscuras, insondables, de la Reina.
—¿No he muerto? —repitió, con un acento más chillón de lo acostumbrado, que no reconoció como propio—. Eso explica mi migraña —añadió, al mismo tiempo que se llevaba la mano a la caja de resonancias que era su cabeza—. Desde el primer momento supuse que mi presencia en estos lares era fruto de un malentendido.
— A los kenders no les está permitida la entrada en mi parcela —continuó la Reina.
—No me extraña —repuso Tas, entristecido, más dueño de sus sentimientos tras averiguar que seguía vivo—. Hay numerosos lugares en Krynn donde no admiten a los de mi raza.
— Cuando entraste en el laboratorio de Fístandantilus —declaró la egregia figura a través de la telepatía, ajena a los incisos del hombrecillo— te envolvió el halo protector de los encantamientos por él formulados. El resto de Istar se zambulló en las profundidades al sobrevenir la hecatombe, pero pude salvar el Templo del Príncipe de los Sacerdotes. La mole regresará al mundo en cuanto esté preparada, y se convertirá en mi residencia pues, también yo, he proyectado volver .
—Sí, para desencadenar una guerra en la que seréis derrotada —apostilló Tas sin previa reflexión—. Puedo aseverarlo —balbuceó, consciente de su imprudencia—, porque yo fui, testigo de vuestra caída.
— No hables en pasado —le recomendó la soberana—, esos acontecimientos todavía no han sucedido. Verás, kender, al irrumpir en el hechizo de Par-Salian posibilitaste algo que en principio no podía hacerse: desviar el curso de la Historia. Fistandantilus o Raistlin, como tú lo conoces, así lo sospechó. Por eso determinó enviarte a la muerte, debía desembarazarse de tu perniciosa influencia. No deseaba que se alterase el tiempo, necesitaba el Cataclismo a fin de trasladar a la Hija Venerable de Paladine a una época en la que ella fuera el único clérigo sobreviviente .
El hombrecillo columbró, por primera vez durante su entrevista, un resquicio de burla en los ojos imperturbables de la fémina, y se estremeció sin comprender el motivo.
— Pronto lamentarás tu decisión, Fistandantilus, mi ambicioso amigo —prosiguió la Reina—. Pero tu clarividencia será tardía; nada podrás hacer para remediar tu fallo, un fallo que pagarás a un alto precio. Has quedado atrapado en tu propio torbellino y te precipitas al fatal desenlace de tus confabulaciones .
—No te entiendo —confesó el kender.
— No es difícil, basta con cavilar —lo amonestó la dama—. Tu venida me ha mostrado el futuro, dándome la opción de cambiarlo. Al intentar destruirte, Fistandantilus se privó de su único instrumento de libertad puesto que, a través de ti, habría manipulado su vida en su propio beneficio. Su cuerpo volverá a perecer, como está escrito en su sino, sólo que ahora le detendré cuando su alma busque una nueva carcasa en la que albergarse. En el futuro, Raistlin, el joven mago, se someterá a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y morirá. No será un obstáculo a mis planes ni tampoco sus compañeros, que sucumbirán uno tras otro. Para empezar, sin el concurso de vuestro hechicero, Goldmoon no encontrará la Vara de Cristal Azul. Así, el mundo se abocará a la catástrofe .
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