Margaret Weis - La guerra de los enanos
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—¡Los sótanos del Templo! —repitió el singular clérigo, que se había detenido a escasa distancia del hombrecillo.
Su cabello, de un gris metálico, se balanceaba cual si lo agitase un viento cálido. En cuanto a sus iris, hasta ahora semiocultos, parecían reflejar las anaranjadas llamas del firmamento, o así se le antojó al kender. Sin dejarse amedrentar por tan siniestras peculiaridades, Tas reanudó su discurso.
—Sí, de allí vengo —corroboró. Casi hubo de taparse la nariz, pues la figura destilaba un olor nauseabundo—. Yo seguía a la sacerdotisa Crysania, que corría en busca de Raistlin…
—¡Raistlin! —se asombró de nuevo el recién llegado. Por alguna razón, su manera de pronunciar el nombre del mago hizo que al kender se le erizara el vello—. ¡Acompáñame!
La mano de la criatura, tan peculiar como el resto de su ser, se cerró alrededor de la muñeca de su oponente.
—¡Ay! —se quejó éste, presa de un dolor que se propagó por todo su brazo—. Me haces daño —afirmó, sin percatarse de que le había apeado el tratamiento.
La figura no le hizo caso. Cerrando los ojos como los nigromantes cuando se concentraban en sus hechizos, apretó aún más la muñeca del kender. De pronto, el suelo comenzó a ondularse sin violencia, y Tas reparó maravillado en que el paisaje fluía en un discurrir rápido, sinuoso. No eran ellos quienes se movían, sino el terreno.
—¿Dónde me has dicho que estamos? —indagó con los dientes apretados.
—En el Abismo —repuso su aprehensor. Su tono era sepulcral, más inquietante de lo que el hombrecillo estaba dispuesto a admitir.
—No creí ser tan villano —se lamentó, suspendida una lágrima de sus pestañas—. Así que me hallo en el famoso Abismo. Espero que no te disgustes si te confieso que me ha decepcionado; siempre pensé que se trataba de un lugar fascinador y, para ser franco, hasta el momento no he vivido en él más que sinsabores. Ninguna emoción, sólo tedio, fealdad y, te ruego que no te ofendas, esos efluvios fétidos que no le prestan mucho encanto. —Olisqueó el ambiente y se limpió la nariz en la manga, tan desdichado que no atinó a utilizar el pañuelo de su bolsillo—. ¿Adónde nos dirigimos?
—Solicitaste ver al responsable de estos parajes —le recordó el supuesto clérigo, a la vez que acariciaba con su esquelética mano el medallón de los dragones.
Cambió el paisaje. El kender visualizó todas cuantas ciudades había visitado, pero ninguna en particular. Distinguió formas familiares, que fue incapaz de reconocer en medio de aquella negrura bullente de vida. No logró fijar la vista en nada, nada resonó en sus tímpanos, en una atmósfera saturada de imágenes y susurros.
Consultó con la mirada a su acompañante, espió los planos que se divisaban por todos los lados, y enmudeció. Era la segunda ocasión en su prolongada existencia —la primera fue encontrar vivo a Fizban cuando lo suponía muerto— en la que no lograba articular las palabras.
Si a cualquier kender sobre la faz de Krynn le hubieran pedido que confeccionara una lista indicando, por orden de prioridades, cuáles eran los lugares que deseaba conocer, la morada de la Reina de la Oscuridad habría ocupado al menos el tercer puesto.
Tas no habría sido una excepción y, sin embargo, ahora que se hallaba en la sala de espera de la poderosa monarca, en uno de los reductos más interesantes para los miembros de todas las razas, se sentía enormemente desventurado.
El primer elemento desestabilizador era la estancia donde le había introducido el clérigo de cabello acerado y negro hábito. Estaba vacía, no había mesas repletas de objetos atractivos ni tampoco sillas, lo que lo obligaba a permanecer de pie. Y, peor aún, la cámara carecía de paredes. Si sabía que se hallaba en una habitación era porque el extraño personaje le había ordenado que aguardase «en la sala de espera», y él se había dejado influir por tal comentario.
Si en vez de estas palabras debía fiarse de sus ojos, estaba en medio del vacío. Tal era su desorientación, que había dejado de distinguir el techo del suelo; «arriba» y «abajo» eran conceptos abstractos. Su entorno era una bruma confusa, un fulgor fantasmal teñido de llamas anaranjadas.
Intentó reconfortarse repitiéndose hasta la saciedad que iba a entrevistarse con la temida Reina y evocó las historias que relatara Tanis sobre su estancia en Neraka poco antes de que concluyera la Guerra de la Lanza.
«—Me rodeaba una inmensa negrura —había contado el semielfo con una voz que, pese al tiempo transcurrido, todavía surgía entrecortada—, mas eran unas tinieblas que dimanaban de mi mente, no de una presencia real. Apenas podía respirar y, cuando me hallaba al borde de la asfixia, se despejó la bruma y ella me habló. No despegó los labios, la oía en los recovecos de mi cerebro sin que vibrasen mis tímpanos. La vi en todas sus encarnaciones: el Dragón de las Cinco Cabezas, el Guerrero Oscuro, la Bella Tentadora, pues todavía no había penetrado en el mundo con toda su fuerza, le faltaba control de sí misma».
»Sin embargo, su majestad imponía a quienes gozaban del privilegio de ser admitidos en sus salones. Después de todo es una diosa, participó en la creación de Krynn y de sus habitantes. Sus negras pupilas traspasaron mi alma e, incapaz de dominarme, hinqué la rodilla para venerarla».
Ahora era Tasslehoff Burrfoot el que conocería a la soberana en su órbita existencial plena de energía y de poder. «Quizá adoptará forma de reptil», reflexionó el hombrecillo a fin de alentarse. Pero ni siquiera tan espléndida perspectiva le ayudó a cobrar ánimos, una extraña circunstancia si se tiene en cuenta que nunca había contemplado a un ente dotado de cinco cabezas y, mucho menos, un dragón. Se diría que la curiosidad y el espíritu aventurero que siempre presidieron sus acciones se habían evaporado de sus entrañas como la sangre se vierte por una herida.
«Cantaré una tonada —decidió, al único objeto de escuchar su propio timbre—. Quizá de ese modo venza mi decaimiento».
Empezó a tararear la primera melodía que cruzó por su cabeza: un himno dedicado al amanecer que le enseñara Goldmoon.
Incluso la noche languidece,
porque la luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que la oscuridad muere.
Pronto el ojo convierte
de la noche la complejidad
en una paz donde la mente
se mece en fabulosa luminosidad.
Atacaba Tas la tercera estrofa cuando detectó, horrorizado, que los ecos le devolvían la cantilena tergiversada, con unos versículos que la trasformaban en algo espeluznante.
Incluso la noche languidece,
cuando la luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que todo en la oscuridad muere.
Pronto el ojo se disuelve,
perplejo por la nocturna complejidad,
en la paz eterna de la mente,
vencida para siempre la luminosidad.
—¡Callad! —conminó frenéticamente a los murmullos, a aquella ardorosa quietud que le rasgaba el alma—. ¡Habéis distorsionado el sentido de mis palabras!
De una manera repentina, inesperada, el clérigo de negra túnica se materializó ante él, destacándose en el desolador ambiente y, a la vez, fundido con la neblina.
—Su Oscura Majestad te recibirá de inmediato —le anunció y, antes de que Tasslehoff pestañease, se encontró en otro lugar.
Sabía de su desplazamiento no porque hubiera dado un paso ni, desde luego, porque este paraje difiriera del anterior, sino porque así lo sentía. Persistían idénticos destellos, el mismo vacío, si bien aquí le asaltó la impresión de que no estaba solo.
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