Margaret Weis - La guerra de los enanos
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—¿Qué hizo después? —indagó el mago con débil acento.
—Garabateó algo encima del párrafo que había emborronado, como si corrigiera un error. Concluidas las rectificaciones, se cruzaron una vez más nuestras miradas y creí que iba a reprenderme, una impresión que ratificaron los temblores de mi acompañante. Pero Astinus se mostró tranquilo, despachó al Esteta y me invitó a tomar asiento. Cuando me hube instalado, me interrogó sobre el motivo de mi visita.
»Le expliqué que buscábamos el Portal. Añadí, fiel a tus instrucciones, que la información recabada en distintos confines nos había inducido a situarlo en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y, al seguir la pista hasta la mole a fin de investigar su veracidad, habíamos descubierto que no era así. El Portal no se hallaba donde suponíamos.
»Asintió sin un asomo de perplejidad.
»—El acceso fue trasladado cuando el Príncipe de los Sacerdotes trató de apoderarse del edificio —reveló—, por razones de seguridad. Es posible que con el tiempo sea devuelto a su emplazamiento de origen, pero por ahora ocupa su lugar un muro de roca.
»—¿Dónde está? —inquirí.
»Tardó varios minutos en responder. Aguardé paciente, y transcurrido su lapso de mutismo…».
Se quebró su voz, incapaz de reproducir la respuesta del cronista. Centró su atención en Caramon con el temor dibujado en sus rasgos, como si quisiera prevenirlo de una catástrofe.
Al leer el miedo, la zozobra, en su expresión, Raistlin se levantó de su lecho.
—¡Adelante, termina! —le ordenó ásperamente.
Crysania respiró hondo e intentó zafarse del escrutinio del mago. Pero éste la asió por la muñeca y, a pesar de su fragilidad, la sujetó con tal fuerza que no pudo deshacerse de su mortífera garra.
—Dijo que deberías pagar si te obstinabas en averiguar su paradero, que todo hombre tiene un precio y él no era una excepción.
—¡Pagar! —repitió Raistlin en un murmullo, abrasadora la llama de sus pupilas.
La sacerdotisa se esforzó en liberarse de la zarpa, más dolorosa a cada instante. Fue inútil. El nigromante persistió en apretar sus dedos.
—¿Qué pide a cambio de confiarme el secreto?
—Afirmó —repuso la dama, sin resuello— que sólo exigía el cumplimiento de una antigua promesa. Según él, debes recordarla.
El hechicero soltó su magullada muñeca y Crysania retrocedió, eludiendo la mirada compadecida de Caramon. El hombretón se incorporó de manera abrupta para alejarse de la escena, mientras Raistlin, ajeno a las emociones de ambos, se desplomaba sobre su almohada con el rostro lívido, desencajado, nublado el brillo de sus iris.
La sacerdotisa fue hasta el escritorio a fin de servirse un vaso de agua. Pero era tal el temblor de sus manos, que en vez de escanciar el cristalino líquido en el vaso lo derramó sobre el mueble y se vio obligada a posar la jarra. Atento a sus evoluciones, el guerrero acudió en su auxilio. Le tendió el recipiente lleno, ensombrecida su faz por una gravedad poco habitual en él.
Al llevarse el agua a los labios, la mujer percibió que el humano observaba su muñeca y, en gesto institivo, lo imitó. En su carne se perfilaban las huellas que imprimiera el mago en surcos profundos, amoratados. Crysania se apresuró a dejar el vaso en la escribanía, deseosa de cubrir la herida con la manga de su nuevo atuendo.
—No pretendía lastimarme —justificó a Raistlin en respuesta a la expresión severa de su gemelo—. Es lógico que el dolor le convierta en una criatura díscola. No podemos reprochárselo. ¿Qué es nuestro sufrimiento si lo comparamos con el suyo? Tú, mejor que nadie, deberías entenderlo. Sus esotéricas visiones lo capturan hasta tal extremo, que no es consciente del daño que causa a los otros.
Dándole la espalda, la mujer se aproximó al camastro y fijó los ojos en la fogata, aunque sin verla en realidad.
—Es más que consciente de lo que hace —replicó el guerrero para sus adentros—. Y estoy comenzando a vislumbrar que siempre lo fue.
Astinus de Palanthas, historiador de Krynn, estaba sentado en una alcoba de su morada, donde se afanaba en escribir. Era una hora tardía, pasada la Vigilia Nocturna. Ya los Estetas habían atrancado las puertas de la Gran Biblioteca, pues si pocos gozaban del privilegio de ser admitidos de día, nadie tenía acceso al lugar durante la noche. Pero tales precauciones no constituían un obstáculo para el hombre que penetró en el edificio y ahora, envuelto en un manto de penumbra, se erguía frente al cronista.
—Empezaba a preguntarme dónde estarías —lo saludó el historiador sin alzar los ojos, absorto en su trabajo.
—He estado enfermo —contestó la figura entre el crujir de su túnica negra, luchando contra un incipiente ataque de tos.
—Espero que te sientas mejor —dijo Astinus, pertinaz en la escritura.
—Recobro la salud despacio —comentó el aparecido—; múltiples circunstancias retrasan mi restablecimiento.
—En ese caso, siéntate —lo invitó el cronista, a la vez que señalaba con el cañón de su pluma una butaca próxima.
La figura, distorsionando el rostro en una singular mueca, dio unos pasos hacia la silla y se instaló en ella. Se produjo en la cámara un prolongado silencio, que sólo interrumpían los trazos nerviosos del escribano sobre el pergamino y las toses ocasionales del intruso.
Al fin, Astinus hizo un alto en su tarea y alzó los párpados para encararse con el visitante, quien retiró la capucha al objeto de presentar la faz a su escrutinio. Tras observarlo unos momentos, el historiador meneó la cabeza.
—No reconozco tus rasgos, Fistandantilus, pero sí tus ojos. De todos modos, percibo algo peculiar en sus profundidades. Leo el futuro, un futuro que te designa como Amo del Pasado y del Presente pese a no haber venido investido del poder que vaticinaban los augurios.
—No me llamo Fistandantilus —corrigió la figura enlutada—, sino Raistlin. Supongo que huelgan las explicaciones sobre lo sucedido. —Se desvaneció su forzada sonrisa, se contrajeron sus pupilas—. Pero sin duda ya lo sabes, nuestra batalla debe estar registrada en tus libros.
—Doy cuenta de la pugna —respondió el aludido con frialdad—. ¿Deseas leer lo que he anotado en la voz «Fistandantilus»?
Raistlin frunció el entrecejo, sus ojos brillaron amenazadores, mas Astinus permaneció imperturbable. Apoyándose en el respaldo de su silla, estudió al archimago con perfecta serenidad.
—¿Has traído lo que solicité? —inquirió.
—Sí —repuso el hechicero—. Elaborarlo me ha supuesto varios días de dolor y ha mermado mi energía, de otra manera habría venido antes.
Por primera vez a lo largo de su entrevista al semblante del escriba asomó un resquicio de emoción que, sin embargo, no alteró su calidad externa. Se inclinó hacia adelante ansioso, refulgentes sus ojos, mientras Raistlin apartaba los pliegues de su atavío para mostrar un curioso objeto, un globo de cristal que pululaba en la hueca cavidad de su pecho cual un corazón cristalino, translúcido.
Astinus no pudo refrenar su sobresalto ante tan inesperada visión, que al parecer era ilusoria pues, con un gesto, el nigromante hizo que la bola emprendiera el vuelo al mismo tiempo que, usando la otra mano, cubría de nuevo su enteco torso bajo la urdimbre de sus vestiduras.
Al acercársele el fluctuante globo, el cronista estiró sus brazos hacia él y acarició su superficie con extrema delicadeza. El contacto hizo que el objeto se llenase de haces lunares argénteos y rojizos. Incluso se esbozó el aura del satélite negro y, debajo de los tres, se arremolinaron innumerables imágenes que se sucedían a un ritmo vertiginoso.
—El tiempo discurre frente a nosotros —comentó Raistlin, ribeteada su voz de un mal disimulado orgullo—. A partir de hoy, amigo mío, no tendrás que depender de los mensajeros de los planos astrales para saber qué acontece en el mundo. Tus ojos serán tus únicos heraldos.
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