Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La guerra de los enanos: краткое содержание, описание и аннотация

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Ast tasark simiralan krynawi —recitó.

Al instante la cabeza de Crysania se desplomó, se cerraron sus ojos y la mujer se abandonó a un sueño profundo, arcano. El mago rodeó su asiento con el objeto de examinarla detenidamente, durante varios minutos.

Aunque había limpiado de su rostro las manchas de sangre y de lágrimas, las huellas de su azaroso viaje por las tinieblas se hacían patentes aún en los cercos violáceos que enmarcaban sus largas pestañas, un corte en el labio y la palidez de su epidermis. Estirando la mano con suavidad, Raistlin retiró los mechones que cubrían sus ojos.

La sacerdotisa se había despojado de la cortina que utilizara como manta al caldear el ambiente la fogata y, ahora, su albos ropajes ondeaban vaporosos, aunque harapientos, alrededor de su cuerpo. Los jirones habían dejado al descubierto las incipientes curvas de sus senos, que se abultaban al ritmo de su pausada respiración, y el nigromante no pudo por menos que admirarlos.

—Si yo fuera un hombre común, la haría mía —dijo, en un murmullo apenas articulado.

Rozó con su palma los pómulos, los crespos tirabuzones que se enredaban en sus dedos.

—Pero no lo soy —se reprendió a sí mismo.

Desprendiéndose de los rizos de la sacerdotisa distribuyó el aterciopelado paño sobre sus hombros y su relajado cuerpo. Crysania sonrió, quizás a causa de un sueño placentero, y se arrebujó en la butaca, apoyada la mejilla en la mano y ésta, a su vez, en el brazo de madera.

El contacto de su fina piel evocó en la mente del mago vividos recuerdos. Empezó a temblar, mientras se decía que no tenía más que neutralizar el encantamiento y abrazarla como lo hiciera en su periplo por el tiempo, para sentir el femenino palpito contra su pecho. Disponían de una hora de intimidad antes de que el guerrero regresara de su expedición.

—¡No soy como los otros humanos! —repitió, enfurecido.

Al ladear la figura para conjurar su deseo, se cruzó su mirada con los ojos escrutadores de los guardianes.

—Vigilad su descanso durante mi ausencia —indicó a algunos de los espectros que fluctuaban en las sombras—. Vosotros seguidme —añadió, dirigiéndose a dos de los que se hallaban en el estudio cuando despertó de su forzado letargo, aquellos con los que había departido.

—Sí, maestro —respondieron los designados. Al iluminarles la luz del bastón, se esbozaron los contornos de sus brumosos atuendos.

Tras salir al corredor, Raistlin cerró quedamente la puerta del estudio. Aferró entonces el cayado, entonó un cántico y fue transportado en un santiamén al laboratorio situado en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería.

Todavía no había recobrado el resuello, ni había acabado de materializarse, cuando sufrió un violento ataque.

Lo envolvieron bramidos de cólera, gritos de criaturas ultrajadas, al mismo tiempo que ominosos perfiles atravesaban el aire, sin amedrentarse frente a los haces arcanos del bastón. Varios pares de manos blancas, huesudas, aprisionaron su garganta y su atavío, desgarrándolo en una agresión tan repentina, tan impregnada de odio, que Raistlin casi perdió el control.

No tardó en dominarse. Trazó un arco en el aire con el bastón, recitó unos versículos esotéricos, y los espectros se inmovilizaron.

—¡Habladles! —urgió a los dos guardianes que lo escoltaban—. Reveladles mi identidad.

—Es Fistandantilus —se apresuraron a obedecer éstos, si bien sus voces se confundieron con los rugidos de las huestes infernales—. Esta vez no se ha presentado de acuerdo con los augurios; al parecer se trata de un experimento secreto —explicaron tras imponerse, al fin, al tumulto.

Débil, mareado, el hechicero alcanzó una silla y se desmoronó sobre ella. Mientras se recriminaba por no haberse preparado de antemano para recibir tan brutal embestida, mientras maldecía su frágil cuerpo que le fallaba otra vez, se secó la sangre de una herida abierta en su faz y luchó contra el torbellino de su mente. No podía perder el conocimiento.

«Todo esto es obra tuya, mi Reina —pensó, en una inspiración que se abría camino entre los dardos del dolor—. No te atreves a luchar cara a cara conmigo porque soy demasiado fuerte en este plano de existencia. Has puesto un pie en mi mundo, el Templo ha aparecido en Neraka en la forma corrupta que tú le has dado y también has despertado a los dragones malignos, que sustraen los huevos aún cerrados de los bondadosos. Pero la puerta sigue atrancada, obstruye tu avance una piedra angular interpuesta por un amor abnegado, capaz de inmolarse. Ese fue tu gran error, pues, al penetrar en nuestra esfera vital, nos franqueaste el acceso a la tuya. Todavía no puedo llegar hasta ti, ni tampoco tú pasar al otro lado. No obstante, el momento de enfrentarnos se acerca».

—¿Te encuentras mal, maestro? —preguntó uno de los entes espectrales—. Lamentamos no haber podido impedir que te lastimaran; actuaste tan deprisa que nos fue imposible refrenarte. Te lo ruego, discúlpanos. Si está en nuestra mano ayudarte…

—¿Cómo vais a hacerlo? —lo interrumpió el mago, víctima de un ataque de tos—. Dejadme descansar, sacad de aquí a esas criaturas.

—Sí, amo.

Cerrando los ojos, Raistlin aguardó en la oscuridad que se mitigara el desmayo, el sufrimiento. Al rato se espaciaron los espasmos, que tuvieron la virtud de descongestionar su pecho, y revisó mentalmente sus planes. Necesitaba dos semanas de estudio continuado para prepararse, un tiempo del que podía disponer sin cortapisas en la Torre. Se había ganado la voluntad de Crysania, quien acataría gustosa su mandato y aportaría la fuerza de Paladine en su proyecto de atravesar el Portal y combatir a los guardianes que lo custodiaban desde el batiente opuesto.

Poseía la sapiencia de Fistandantilus, unos conocimientos acumulados por el archimago a lo largo de múltiples generaciones. También contaba con su propia erudición, que respaldaba la energía de un cuerpo joven. Cuando estuviera a punto, llegado el instante crucial de abrir el acceso, se hallaría en la cumbre de su poder; se habría transformado en el hechicero mejor dotado que nunca pisara el suelo de Krynn.

El reconocimiento de este hecho lo reconfortó y renovó su ánimo. El aturdimiento, el dolor físico, cedieron por completo, así que, incorporándose, examinó el laboratorio. Estaba familiarizado con sus recovecos, se conservaba —en apariencia— idéntico al día que cruzó su umbral en el pasado, un día ahora futuro del que le separaban doscientos años. Entonces llegó investido de plena supremacía, tal como se había preconizado. Las puertas se abrieron, los perversos guardianes lo saludaron en actitud reverencial en vez de atacarlo.

Mientras recorría la estancia, alumbrado por su mágico cayado, Raistlin sintió crecer su curiosidad. No estaba todo tan inalterado como le hizo suponer la primera ojeada; advirtió cambios extraños, desconcertantes. Debería haber reinado una distribución exacta a la que encontraría dos siglos más tarde. Sin embargo, una redoma ahora intacta había de romperse antes de su llegada y el libro de hechizos que descansaba en una larga mesa de piedra yacería en el suelo en el momento triunfal de proclamar su predominio.

—¿Manipulan los guardianes los objetos de la sala? —preguntó a los dos entes encargados de su escolta.

No se detuvo para esperar la contestación. Los pliegues de sus ropajes crujieron contra sus tobillos a causa del movimiento que les imprimió en su deambular hacia la parte trasera del inmenso laboratorio, en busca del acceso que nunca se abría.

—No, maestro —respondió atónito uno de los espectros—. No se nos permite tocar nada.

El nigromante se encogió de hombros. Eran innumerables los fenómenos y las circunstancias que podían justificar tales irregularidades. «Quizás un terremoto», se dijo, perdiendo todo interés en el asunto al adentrarse en las sombras más próximas al gran Portal.

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