Margaret Weis - La guerra de los enanos

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Raistlin… Al evocar su nombre, se sonrojó. El nigromante provocaba en sus entrañas una emoción que nunca creyó poseer, una sensualidad y unas pasiones a las que siempre se había resistido. Años atrás se había prometido en matrimonio a un caballero, al que profesaba cierto afecto, pero no lo quería, empecinada como estaba en rehuir la suerte de amor que describían los cuentos infantiles. Consideraba que vivir pendiente de otra persona, atrapada en sus redes, era un obstáculo y una debilidad indigna. Recordó la alusión que hiciera Tanis el Semielfo a su esposa, Laurana, durante su charla en «El Último Hogar», al referirse a su forzado distanciamiento: «Me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho».

Aquella noche tildó el comentario de ñoñería sentimental, mas ahora hubo de preguntarse si no sentía ella lo mismo por Raistlin. Voló su recuerdo al último día en Istar, la tempestad, los fulminantes rayos, cómo se había abandonado en los brazos del hechicero. Su corazón se contrajo en un espasmo de deseo al rememorar su embriagador contacto, si bien se le apareció con idéntica nitidez el aguijonazo de miedo, la extraña repulsión que desvirtuara el momentáneo placer. Evocó el brillo febril de sus ojos, su complacencia en la tormenta, como si él la hubiera desatado mediante su arte.

Algo similar le ocurría con los efluvios de sus componentes mágicos. La agradable fragancia de pétalos de rosa, los aromas especiados que despedían no podían disociarse de un hedor repugnante, fruto de una prolongada podredumbre y del azufre nacido en los Abismos. Su cuerpo mendigaba el abrazo, su espíritu se retorcía de terror.

El estómago de Caramon rugió sonoramente. Sus ecos, en la letal quietud, despertaron a la dama con un respingo.

Roto su ensimismamiento, la sacerdotisa alzó los ojos y vio que el guerrero se sonrojaba hasta que sus pómulos adquirieron una tonalidad purpúrea. Recordando su propio apetito —hacía horas, ignoraba cuántas, que no había engullido un bocado—, Crysania estalló en carcajadas.

El hombretón la examinó incierto, quizá persuadido de que sufría un ataque de histerismo. Al advertir su estupor, las risas de la dama arreciaron. A decir verdad, aquel arranque de hilaridad contribuyó a serenarla. La oscuridad de la sala pareció retroceder, se disiparon las sombras que hostigaban su alma. Rió de buen grado hasta que al fin, contagiado de su alegría, Caramon se unió a ella aunque tímidamente, enrojecido su rostro.

—Así es cómo los dioses ponen de manifiesto nuestra naturaleza humana —declaró la sacerdotisa cuando pudo hablar—. Nos hallamos en un lugar de pesadilla, rodeados por criaturas que acechan la ocasión propicia para devorarnos, y lo único que acierto a pensar es que estoy muerta de hambre.

—Necesitamos comida —repuso Caramon, serio de repente—. Y ropa adecuada, si ha de prolongarse nuestra estancia. Por cierto, ¿cuánto tiempo pasaremos aquí? —le preguntó a su hermano.

—No mucho —contestó Raistlin. La pócima había hecho su efecto, su voz era más firme y un fondo de color animaba su tez blanquecina—. El suficiente para que repose, recupere las fuerzas y complete mis estudios. Esta dama —desvió la mirada hacia Crysania, que se estremeció al notar su tono impersonal— debe congraciarse con su dios y renovar su fe. Entonces podremos atravesar el Portal y tú, hermano, serás libre de dirigir tus pasos a donde te plazca.

La sacerdotisa vislumbró un interrogante en los ojos del guerrero, pero se mantuvo inexpresiva a pesar de que el acento casual con que el nigromante había mencionado el temible acceso al Abismo, a las simas donde habían de enfrentarse a la Reina de la Oscuridad, paralizó su palpito. Temerosa de que Caramon reparase en su desazón, ladeó el rostro hacia el fuego.

El recio humano suspiró y, aclarándose la garganta, preguntó a su gemelo:

—¿Me enviarás a casa?

—¿Es eso lo que deseas?

—Sí —confirmó el hombretón—. Quiero volver junto a Tika, y hablar con Tanis. Aunque de alguna manera tendré que explicar la muerte de Tas —añadió en un balbuceo—, su destrucción en Istar.

—¡En nombre de los dioses, Caramon! —lo atajó Raistlin, a la vez que hacía un gesto desaprobatorio con su delgada mano—. Creía haber atisbado un destello de madurez en ese embotado cerebro tuyo. Sin duda a tu regreso encontrarás a Tasslehoff sentado en tu cocina, relatando a Tika una abrumadora aventura mientras os roba vuestras pertenencias.

—¿Cómo? —indagó el guerrero, pálido, desorbitados sus ojos.

—Escucha, hermano —siseó el hechicero, que había extendido un dedo en su dirección—. El kender decidió su propia suerte al irrumpir en el encantamiento de Par-Salian. Existe un motivo de peso para prohibir que los de su raza, así como los enanos y los gnomos, viajen en el tiempo: todos ellos fueron creados a través de una jugarreta del destino, a causa de la negligencia de Reorx, su divinidad, de tal modo que no se hallan inmersos en el fluir de las eras al igual que los humanos, los elfos y los ogros, concebidos por voluntad de los hacedores.

»Tas podría haber alterado la Historia; él mismo lo comprendió cuando yo cometí el error de exponer este hecho en voz alta. ¡No podía permitírselo! De haber impedido el Cataclismo, como el kender pretendía, nadie sabe qué calamidades se habrían desencadenado en Krynn. Acaso al catapultarnos a nuestro tiempo habríamos hallado a la Reina Oscura convertida en soberana absoluta de nuestra tierra, ya que la hecatombe sobrevino, en parte, para preparar al mundo contra su poderoso influjo, para darle fuerzas con las que afrontar su desafío.

—¡Así que lo asesinaste! —le imprecó Caramon, fuera de sí.

—Le sugerí que se apoderase del ingenio, le enseñé su manejo y le mandé a nuestra época —le corrigió Raistlin, no menos irritado.

—¿No me engañas? —insistió el guerrero, receloso. Emitiendo un suspiro, el mago apoyó la cabeza en el acolchado respaldo de su silla.

—Te he dicho la verdad —ratificó—, pero no espero que me creas. ¿Por qué habías de hacerlo? —concluyó, y sus manos acariciaron la Túnica Negra que lo identificaba.

—Me parece recordar —intervino Crysania— que me tropecé con Tasslehoff poco antes de que se iniciara el gran terremoto. Ambos estábamos en la cripta secreta del Príncipe de los Sacerdotes.

Raistlin abrió los ojos en meras rendijas. Su mirada centelleante traspasó sus vísceras y la atenazó, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

—Continúa —la apremió Caramon.

—Lo intentaré, aunque las imágenes surgen borrosas en mi memoria. Tenía el artilugio mágico, de eso estoy segura, pues me explicó algo sobre él. —Se llevó la mano a la frente, prueba del esfuerzo que realizaba—. ¿Qué fue? Lo he olvidado, la confusión que reinaba en el Templo ensombreció todo lo demás. Pero el ingenio estaba en su poder, eso puedo afirmarlo —se obstinó.

—Supongo que confías en la Hija Venerable, hermano —apuntó el nigromante con una leve sonrisa—. Una sacerdotisa de Paladine no incurriría en una abyecta mentira.

—¿Significan sus palabras que ahora mismo Tas está de vuelta en Solace, en casa? —El guerrero no dudaba de la autenticidad de las revelaciones de la dama, pero no lograba asimilar tan asombrosas noticias—. En ese caso, a mi retorno lo encontraré…

—Sano y salvo —apostilló su gemelo—, cargado de posesiones ajenas, sobre todo las tuyas. Si estás satisfecho, concentrémonos en cuestiones más urgentes. Tienes razón, hermano, necesitamos alimento y atuendos confortables, y obviamente no hemos de hallarlos en este edificio. El tiempo al que nos hemos desplazado es un siglo después del Cataclismo. La Torre que nos alberga —ondeó una mano— ha permanecido desierta durante todos estos años, guardada por los hijos de las tinieblas que invocara en su maldición el hechicero cuyo cuerpo está ensartado en la verja de entrada y, también, por el Robledal de Shoikan. Su amenazadora frondosidad constituye una barrera infranqueable para cualquiera que intente acercarse.

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