Margaret Weis - La guerra de los enanos

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La guerra de los enanos: краткое содержание, описание и аннотация

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El hechicero no intervino, pero sus pensamientos resonaron en la mente de la mujer con tanta claridad como si hubiera hablado.

«Oíste al Príncipe de los Sacerdotes, tú misma declaraste haber descubierto su falta, su debilidad. Paladine te favorece, incluso en esta Torre llena de malignidad ha escuchado tus plegarias. ¡Eres su elegida! Obtendrás el éxito allí donde fracasó el sumo mandatario de Istar. Acompáñame, Crysania, tales son los dictados del destino».

—Estoy asustada, lo reconozco —musitó la sacerdotisa mientras, con dulzura, se liberaba de las garras de Caramon—. Me conmueve tu generosa proposición, y confío en que no me tildarás de desagradecida si resuelvo quedarme. Estos temores míos son una flaqueza que debo combatir. Con ayuda de Paladine, lograré superarlos antes de traspasar el Portal junto a tu hermano.

—Sea —fue la lacónica respuesta del hombretón, quien, compungido, le dio la espalda.

Raistlin sonrió con una mueca sombría, secreta, que no se reflejó ni en sus ojos ni en sus palabras.

—Y ahora, Caramon —dijo con su proverbial causticidad—, si ya has terminado de inmiscuirte en cuestiones que eres incapaz de aprehender, prepárate para tu pequeña expedición. Es mediodía. En esta época gris a la que nos hemos trasladado, los mercados están a punto de abrir. —Introdujo una mano en un bolsillo de su túnica, extrajo varias monedas y se las arrojó—. Supongo que bastará; nuestras necesidades son modestas.

El aludido recogió el dinero de un modo instintivo, sin recapacitar. Sin embargo, después de guardarlo en su cinto pareció vacilar, a la vez que examinaba al nigromante con idéntica expresión a la que Crysania observara en el Templo de Istar, cuando verificó el amor infinito, el odio desgarrador que se debatían en sus entrañas.

Al fin, el guerrero bajó la cabeza y se dispuso a partir.

—Acércate a mí, Caramon —le ordenó, en un siseo, su gemelo.

—¿Por qué he de hacerlo? —inquirió él, asaltado por un súbito resquemor.

—Tenemos que deshacernos de la argolla de tu cuello. ¿Acaso quieres recorrer las calles con ese símbolo de esclavitud? Además, olvidas mi hechizo protector. —El nigromante se expresó con una inagotable paciencia, que no se alteró al agregar, a la vista de la obcecación de su fornido oponente—: Te recomiendo que no abandones esta sala sin él aunque, por supuesto, eres tú quien debe decidir. —Desviando la mirada hacia los espectros, que los espiaban desde las sombras con ostensible voracidad, el guerrero optó por obedecer. Avanzó hacia su hermano y se detuvo frente a él, cruzados los brazos sobre el pecho.

—Espero instrucciones —rezongó.

—Arrodíllate.

Prendió en las pupilas del hombretón un destello de cólera, asomó a sus labios un reniego, mas, al consultar furtivamente a Crysania, se contuvo.

—Estoy exhausto, Caramon —explicó Raistlin a modo de disculpa—. Ni siquiera me restan fuerzas para levantarme. Por favor, haz lo que te he indicado.

Vencida su reticencia, si bien no pudo por menos que apretar las mandíbulas, el guerrero hincó la rodilla en el suelo a fin de descender al nivel de su frágil y enlutado gemelo. Surgió de la garganta de este último una frase arcana y la férrea anilla se abrió, cayendo del cuello que aprisionaba y estrellándose contra la roca.

—Aproxímate un poco más —solicitó el mago.

Indeciso, Caramon acató su deseo, puestos los ojos en aquella criatura que tenía el don de desconcertarle.

—Si me doblego a tu voluntad es sólo por Crysania —afirmó, ronco su acento a causa de las emociones que lo agitaban—. De estar en juego nuestras vidas, la tuya y la mía, dejaría que te pudrieras en este nido de perversidad.

Raistlin extendió las manos y las posó en ambos lados del cráneo de su gemelo.

—¿Eres sincero? —lo interrogó con ternura, tan acariciadora su voz como sus manos—. ¿De verdad me abandonarías? —insistió en un susurro—. ¿Me habrías matado en aquel lóbrego subterráneo, poco antes del Cataclismo?

El hombretón no atinó a contestar, estaba demasiado confundido. De pronto, sin que mediara una palabra entre ambos, el nigromante se inclinó hacia adelante y besó la frente de su hermano, quien, en un reflejo involuntario, se apartó. Se diría que lo habían marcado con un hierro candente.

Desembarazado de la inquietante zarpa, Caramon miró angustiado aquella enteca faz que tanto le perturbaba.

—¡No lo sé! —contestó en un quebrado murmullo—. ¡Por los dioses, debería eliminarte, pero no estoy seguro de poder hacerlo!

Convulsionado por el llanto, el corpulento humano enterró el semblante entre sus palmas, al mismo tiempo que, sin proponérselo, apoyaba la cabeza en el negro regazo.

—Cálmate, Caramon —lo consoló el hechicero mientras jugueteaba con su ensortijado cabello—. Mi ósculo será tu talismán, tu salvaguarda. Los hijos de la oscuridad no osarán lastimarte si permaneces bajo mi influjo.

5

Una desnuda pared de piedra

Caramon se hallaba en el umbral del estudio escrutando la penumbra del pasillo, una penumbra que bullía de vida, de susurros y de ojos. A su lado estaba Raistlin, posada una mano en el brazo de su gemelo y la otra en el Bastón de Mago.

—Todo irá bien, hermano —musitó el hechicero—. Confía en mí.

El guerrero le lanzó una mirada recelosa y, al advertirlo, el arcano personaje esbozó una sonrisa burlona.

—Ordenaré a una de esas criaturas que te escolte —ofreció, a la vez que señalaba a los espectros del pasadizo.

—No me entusiasma la idea —protestó el hombretón al percibir que uno de los entes descarnados se le aproximaba.

—Custódiale —encargó el mago al traslúcido ser, del que no se distinguían sino un par de centelleantes pupilas—. Está bajo mi protección; supongo que sabes quién soy.

Se entornaron los fantasmales párpados en actitud sumisa, antes de fijar su atención en Caramon, quien, tiritando, observó inquieto a su gemelo. Los rasgos de este último se habían endurecido, su expresión era severa y grave.

—Los guardianes te guiarán por el Robledal —anunció—. Nada debes temer hasta que hayas cruzado la verja. Es en la ciudad donde te acechan los auténticos peligros. Sé cauteloso. Palanthas no es el lugar bello y pacífico en el que ha de convertirse dentro de dos siglos. Está atestado de prófugos, que se agazapan en los vertederos, los callejones y los rincones más insospechados. Varios carromatos surcan diariamente el adoquinado para retirar los cadáveres de quienes murieron la víspera, hay hombres que te asesinarían con el único propósito de robarte las botas. Lo primero que has de hacer es adquirir una espada, y blandirla de manera ostensible.

—Salvaré esos escollos; no me preocupan en lo más mínimo —le espetó Caramon.

Sin hacer más comentarios, el hombretón dio media vuelta para internarse en el corredor mientras, con escaso éxito, trataba de desentenderse de los lívidos seres que pululaban en torno a su hombro, de aquellos ojos desnudos de cuencas que lo contemplaban.

Raistlin permaneció en el umbral hasta que su hermano se hubo alejado del radio de luz de su bastón, hasta que fue engullido por la animada penumbra. Esperó incluso que se desvanecieran los ecos de sus zancadas antes de volver a entrar en la estancia.

La sacerdotisa estaba sentada en su butaca, mientras se pasaba la mano por el cabello en un infructuoso esfuerzo por alisarlo. Avanzando con sigilo a fin de no ser visto, el hechicero se detuvo tras ella y hurgó en un bolsillo secreto de su túnica, en busca de una bolsa que contenía arena blanca. Cuando la encontró, deshizo el nudo y dejó caer el polvillo sobre la melena azabache de la dama.

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