Margaret Weis - La guerra de los enanos
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Alzó el Bastón de Mago a fin de ampliar su refulgente cerco y las tinieblas se disolvieron, huyeron bajo su influjo del extremo donde debía erguirse la hoja con sus tallas de platino representando cinco cabezas de dragón, provista de una cerradura de plata que ninguna llave en Krynn era capaz de desatrancar.
Mientras mantenía el bastón en alto, Raistlin se quedó sin resuello. Durante varios minutos no atinó sino a contemplar su objetivo hipnotizado, vacíos sus pulmones, ardientes y arremolinadas sus cábalas. Luego, cuando pudo reaccionar, brotó de sus labios un bramido de ira que sacudió los cimientos de la Torre, azotando la imperecedera negrura.
Tan espantoso fue el grito, tan estentóreos sus ecos en los corredores del edificio, que los guardianes se agazaparon en sus halos de oscuridad convencidos, acaso, de que la temible Reina había irrumpido en las dependencias.
Caramon oyó la manifestación de cólera al traspasar la puerta lateral de la mole. Asaltado por un súbito pavor, soltó los paquetes que cargaba y, con mano trémula, encendió la antorcha que acababa de adquirir. Acto seguido, enarbolando su nueva espada, el fornido guerrero ascendió los peldaños de la escalinata de dos en dos.
Cuando abrió, violentamente, la puerta del estudio, encontró a la sacerdotisa en su butaca. Aunque todavía amodorrada, Crysania miraba inquieta su entorno.
—He oído un alarido —anunció, a la vez que se frotaba los ojos y se ponía en pie.
—¿Cómo estás? —indagó Caramon, sin aliento tras la veloz escalada.
—Perfectamente —respondió ella, perpleja. Al adivinar los temores del hombretón, se apresuró a agregar—: No he sido yo. Creo que me quedé dormida, y ese aullido me ha despertado de mi letargo.
—¿Adónde ha ido Raist? —inquirió el guerrero.
—¡Raistlin! —repitió la dama alarmada y, de no impedírselo el musculoso brazo de Caramon, habría salido de la estancia a toda carrera.
—Él es el causante de tu sueño —explicó el humano con voz cavernosa y, para mejor demostrarlo, desprendió del cabello femenino unos granos de arena blanca—. Te ha sumido en un hechizo.
—¿Por qué? —Crysania pestañeó incrédula al contemplar el polvillo.
—Lo averiguaremos.
—Guerrero —susurró alguien, sin duda una de las criaturas de ultratumba, a una ínfima distancia.
Caramon dio media vuelta y, tras proteger a la mujer con su cuerpo, alzó el acero frente a la figura fantasmal que se materializaba en la penumbra.
—¿Buscas al nigromante? —prosiguió el aparecido—. Está arriba, en el laboratorio. Necesita ayuda, pero a nosotros se nos ha prohibido tocarlo.
—Yo se la prestaré —decidió el luchador.
—Te acompañaré —ofreció Crysania—. No intentes impedírmelo —insistió con firmeza al ver el entrecejo fruncido del hombretón.
Él quiso argumentar; pero al recordar que se enfrentaba a una Hija Venerable de Paladine, que, por otra parte, había ejercido ya sus poderes sobre los entes infernales de la Torre, se encogió de hombros y cedió a regañadientes.
—¿Qué le ha ocurrido a mi hermano? Sólo vosotros podíais dañarle, y tú mismo has afirmado que no osáis acercaros a él —comentó el humano mientras, junto a la sacerdotisa, se dejaba guiar por la criatura hacia el lóbrego pasillo—. No te separes de mí —ordenó a Crysania, si bien tal recomendación era superflua.
Si la oscuridad se les antojó bullente de vida al penetrar en el edificio, ahora se había convertido en un auténtico hervidero de vibraciones, de pálpitos, pues los guardianes, desazonados por el grito, atestaban todos los rincones. Aunque lo abrigaban las prendas compradas en el mercado, Caramon tiritaba febrilmente, al introducirse en sus huesos el frío que irradiaban los fantasmas. La mujer a sus talones, temblaba hasta tal extremo que apenas podía avanzar.
—Yo portaré la tea —propuso la sacerdotisa a través de sus apretadas mandíbulas.
El guerrero le confió el humeante objeto y la rodeó con su brazo, para transmitirle calor. Ella se apretujó contra su cuerpo, de tal manera que ambos se beneficiaron de las dimanaciones de la carne tibia durante su ascenso.
—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar el hombretón, pero el espectro se limitó a señalar su objetivo en un mudo ademán.
Aferrada la espada en su mano izquierda, sin separarse de su compañera, el robusto luchador acometió la escalera de caracol por la que fluctuaba el descarnado ente, danzando y oscilando la llama de la antorcha. Tras un periplo interminable llegaron a la cumbre de la Torre de la Alta Hechicería, ambos exhaustos, doloridos y congeladas todas sus vísceras.
—Tenemos que descansar —dijo Caramon, tan tumefactos sus labios que apenas logró articular las palabras.
Crysania, por su parte, reclinó la cabeza en uno de los hombros del guerrero y cerró los ojos. Al percibir sus jadeos, el humano recapacitó que él mismo no podría haber salvado otro tramo a pesar de hallarse en plena forma.
—¿Dónde está Raist… Fistandantilus? —balbuceó la dama cuando se hubo restablecido su ritmo respiratorio.
—En el interior.
Una vez más, el improvisado guía extendió el índice, ahora hacia una puerta cerrada que, obediente a su orden, se desencajó en silencio de sus goznes.
Una ráfaga de aire frío surgió de la sala, con tal ímpetu que enmarañó el cabello de Caramon e hizo ondear la capa de la sacerdotisa. Durante unos segundos, ninguno atinó a moverse, sobrecogidos por la aureola de perversidad que escapaba de la cámara. Fue la sacerdotisa quien, con los dedos cerrados sobre el Medallón de Paladine, dio el primer paso.
—Yo tomaré la delantera —resolvió el hombretón, obligándola a retroceder.
—En cualquier otra circunstancia, guerrero —repuso la dama—, te concedería ese privilegio. Pero aquí mi talismán es un arma tan poderosa como tu acero.
—No precisáis ningún pertrecho —objetó el espectro—. El maestro nos dio órdenes concretas de custodiaros, y acataremos su voluntad.
—¿Y si ha muerto? —aventuró el humano, consciente de que su hipótesis provocaría, como así lo hizo, un espasmo de miedo en Crysania.
—Si hubiera muerto —contestó el interpelado con un siniestro brillo en sus ojos—, vuestra cálida sangre ya habría abandonado vuestras venas para alimentar las de los moradores de la Torre. Entrad, os lo ruego.
Vacilante, con la mujer apretujada en su flanco, Caramon penetró en el laboratorio. La sacerdotisa levantó la tea, y ambos hicieron un alto a fin de escrutar la estancia.
Olvidados sus temores, la dama apretó a correr seguida por el guerrero, que, más precavido, examinó antes la envolvente oscuridad. Raistlin yacía de costado, oculto el rostro bajo la capucha. El Bastón de Mago se hallaba a cierta distancia, extinguida su luz como si el nigromante, en un acceso de ira, lo hubiera arrojado contra el muro. En su accidentado vuelo, había volcado una redoma y arrastrado un volumen de artes arcanas.
Pasando la tea a su acompañante, que le había dado alcance, Crysania se arrodilló junto al inerte mago con la intención de tantearle el cuello. Halló unas palpitaciones débiles, arrítmicas, pero seguía vivo y este hecho le arrancó un suspiro de alivio.
—Está bien —anunció—. Pero entonces, ¿qué ha ocurrido?
—No ha sufrido heridas físicas —explicó la criatura de ultratumba, que revoloteaba sin tregua a su alrededor—. Vino a este rincón del laboratorio en busca de algo, un Portal a juzgar por las frases que farfullaba. Enarboló el cayado, alumbró la zona donde lo veis postrado y, transcurridos unos momentos de estupefacción, emitió el bramido que todos escuchamos. Se deshizo del bastón y se desplomó, exhalando dementes maldiciones hasta perder el sentido.
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