Margaret Weis - La guerra de los enanos

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Al fin, fue la aparición la que no resistió. Atrapada entre dos corrientes iguales en intensidad pero contrapuestas en sus designios, ambas empujándole en distintas direcciones, perdió su integridad y estalló.

La potente explosión lanzó a los dos adversarios contra sendos muros, estrellándose cada uno en el que tenía más cerca. Un olor fétido invadió la estancia y llovieron sobre ella fragmentos de cristal. Las paredes quedaron socarradas, ennegrecidas, a la vez que prendían pequeñas hogueras en los rincones, formadas por llamas multicolores que proyectaban sus chispas sobre el punto donde se había esfumado el espectro.

Raistlin se incorporó y se secó la sangre que le manaba de una herida en la frente, aunque no se entretuvo en tocársela, porque sabía, al igual que el anciano maestro, que el menor descuido significaba la muerte. Dueño de sus acciones, se encaró con su enemigo, que se había recuperado con similar rapidez.

—Bien, las cartas están sobre la mesa —declaró Fistandantilus—. Podrías haber llevado una placentera existencia, yo me habría encargado de ahorrarte las vicisitudes, las miserias de la vejez. ¿Por qué te precipitas hacia tu propia destrucción?

—Conoces mis motivos —repuso el aludido, entre jadeos, agotadas casi sus energías.

El archimago asintió despacio, prendida la mirada en su oponente.

—Como antes he dicho —murmuró—, siento que esto tenga que ocurrir. Juntos habríamos llegado lejos y ahora, sin embargo…

—La vida de uno entraña la muerte del otro —concluyó Raistlin.

Extendió la mano para, cuidadosamente, depositar el rubí sobre la losa. En aquel instante, oyó un cántico entonado en tonos quedos, y levantó la voz en unos versículos que se entremezclaron con las frases de su rival.

La batalla se prolongó durante largo rato. Los guardianes de la Torre, que irrumpieron en la escena al penetrar los recuerdos de la figura de negra túnica postrada en el estudio, al alcance de sus garras, se sumieron en una total confusión. En un principio, vieron el conflicto a través de Raistlin, pero se acercaron tanto a los dos hechiceros que ahora contemplaban la liza con los ojos de ambos.

Brotaron relámpagos de las yemas de los dedos, los cuerpos de los contendientes se convulsionaron con violencia, los alaridos de dolor, de furia, resonaron junto al estrépito de rocas y listones de madera.

Se alzaron murallas de fuego para derretir tapias de hielo, se sucedieron vientos huracanados hasta formar torbellinos, las repetidas tormentas de llamas asolaron los pasillos mientras, en la estancia donde se libraba la lid, las criaturas del Abismo acudían a la llamada de sus amos, y los espíritus, revueltos, removían los cimientos del castillo. La imponente fortaleza de Fistandantilus comenzó a resquebrajarse y se desprendieron los bloques de las almenas al unísono con los que le prestaban soporte.

De pronto, uno de los nigromantes emitió un bramido ensordecedor y, con un esputo sanguinolento, se desmoronó. ¿Quién era el caído? Los guardianes se esforzaron en distinguirlos, mas fue inútil.

El otro mago, exhausto, descansó unos momentos antes de arrastrarse hacia la losa. Su temblorosa mano alcanzó la gélida superficie, la tanteó y encontró el colgante. En un postrer alarde de vitalidad, asió la alhaja y reptó hasta su moribundo enemigo.

El hechicero que sostenía el objeto arcano vaciló. Estaba tan próximo a su víctima que pudo leer el mudo mensaje de sus ojos entreabiertos y su alma se encogió al ver lo que éstos le relataban. Vencido su titubeo, apretó los labios mientras, meneando su encapuchada cabeza y sonriendo en actitud de triunfo, aplastaba el colgante contra el pecho del postrado.

El cuerpo que yacía en el suelo se contorsionó en espasmos de agonía, un grito desgarrado asomó a sus ensangrentados labios. Repentinamente, cesaron los lamentos. La piel del derrotado se arrugó y cuarteó cual un pergamino reseco; su mirada se clavó en la negrura hasta que todo él se paralizó.

Con un quebrado suspiro, el otro nigromante se desplomó sobre el cadáver de su adversario, débil, herido, acechado también por la muerte. Pero sostenía en su mano el rubí; gracias a su influjo, se introducía en sus venas una sangre revitalizadora que le infundía nuevas energías y que, en poco tiempo, le restituiría la salud. Su mente era un hervidero de conocimientos, de recuerdos donde se entretejían los vestigios de siglos de poder, hechizos, visiones de prodigios y horrores nacidos múltiples generaciones atrás. Habría podido asimilar tan intrincada maraña de no perfilarse, además, en su revuelta memoria la imagen de un hermano gemelo, de un cuerpo enfermizo, de una existencia desdichada.

Al fundirse dos seres en su interior, al contraponerse centenares de vivencias en abierto conflicto, el mago sufrió un terrible impacto. Arrebujándose junto a los despojos de su rival, el vencedor de la encarnizada contienda contempló el colgante.

—¿Quién soy? —murmuró, asustado.

4

¿Dónde está el Portal?

Los guardianes abandonaron el cerebro de Raistlin para, ya a distancia, observarle desde sus vacías cuencas oculares. Incapaz de moverse, el mago les devolvió la mirada. Sus ojos no reflejaban sino una densa penumbra.

—Os lo advierto —les dijo sin voz, y su mensaje fue comprendido—: si volvéis a tocarme os convertiré en polvo, tal como hice con él.

—Sí, maestro —contestaron los espectros, a la vez que sus traslúcidos rostros se desdibujaban en las sombras.

—¿Me hablabas a mí? —preguntó Crysania, amodorrada.

Al comprobar que se había dormido con la cabeza apoyada en su hombro, la sacerdotisa se ruborizó y se incorporó sin demora.

—¿Necesitas algo que yo pueda proporcionarte? —ofreció.

—Agua caliente para mi poción —fue la concisa respuesta del hechicero.

Confundida, turbada, la dama se apartó el cabello de la faz a fin de examinar la sala. Por las ventanas se filtraba una luz grisácea que, aunque tenue y brumosa como un fantasma, no resultaba confortadora. El Bastón de Mago despedía aún destellos, manteniendo alejadas a las criaturas de la noche; pero no propagaba calor alguno. Crysania se acarició el dolorido cuello. Estaba rígido y entumecido, por lo que dedujo que su sueño se había prolongado varias horas. Reinaba en la sala un intenso frío, e instintivamente dirigió la vista hacia la apagada chimenea.

—Hay madera abundante en la sala —titubeó al ver los astillados muebles—, pero carezco de yesca y pedernal para hacerla prender. No puedo…

—¡Despierta a mi hermano! —la interrumpió Raistlin.

Asfixiado por sus propias palabras, el mago empezó a jadear. Aunque, pasado el primer acceso, intentó proseguir, no logró articular ningún sonido y hubo de conformarse con esbozar un gesto. En sus pupilas ardía una inextinguible cólera. Era tal la rabia que desfiguraba sus facciones, que la sacerdotisa lo espió, alarmada, presa de unos escalofríos que no provocaba, precisamente, la gélida atmósfera.

Raistlin entornó los párpados y posó una mano en su pecho, al límite de sus fuerzas.

—Te lo ruego, haz lo que te he indicado —susurró—. Esto es un suplicio.

—Enseguida —repuso la dama en tono quedo, avergonzada.

¿Cómo podía vivir con un dolor tan espantoso, un día tras otro? Inclinándose hacia adelante, desprendió la cortina de sus hombros para arropar al nigromante. Éste asintió en mudo agradecimiento, mas no consiguió hablar; así que Crysania, sin dejar de tiritar, atravesó el estudio en dirección a Caramon.

Al apoyar la mano en su hombro, vaciló. «¿Y si continúa ciego? —pensó—. O, peor todavía, ¿y si se ha deshecho el encantamiento de Paladine y, más seguro de sus posibilidades, decide matar a su gemelo?».

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